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El lunes, como es sabido, murió Bud Spencer, famoso en especial como parte del universo del western spaghetti, del q ue fue popular intérprete en el momento ya autoparódico y crepuscular de este subgénero que es también un importante capítulo de la historia de la cinematografía y, en general, del arte y de la fantasía y la estética actuales, y que vale la pena recordar como homenaje y despedida al fallecido actor. El western americano clásico, cuya hegemonía va de la década de 1930 a la de 1960, y el subgénero europeo del spaghetti western, de vida breve (de mediados de los sesenta a mediados de los setenta) e impronta –aunque no siempre fácil de ver– perdurable, difieren en los temas –uno de los motivos más caros al segundo es la venganza–, los movimientos de cámara, el montaje, la música y los personajes: si el western tradicional tenía héroes, los protagonistas del western spaghetti son antihéroes, y, como tales, difieren de aquellos en personalidad, en actitud, en valores y hasta en apariencia.
Que la vida post mortem del spaghetti western es potente se ve no solo en los homenajes que recibe –desde aquel largometraje debut del director Robert Rodríguez, el austero y bien resuelto thriller de 1992 El Mariachi, hasta Django Unchained, de Tarantino, entre muchos otros–, sino también en sus herederos, que con diversos rostros recorren las avenidas de la literatura, el cine, el cómic y sus suburbios, los desencantados antihéroes solitarios que «no tienen corazón» pero enfrentan los peligros que los demás rehúyen, siempre desde la última trinchera que aún cabe llamar «correcta» en medio del naufragio universal de todos los ideales y los sueños: la de la libertad.
Pero ¿cómo y por qué surgió el spaghetti western?
UN POCO DE HISTORIA
A fines de la década de 1950, con la llegada de la televisión a los hogares estadounidenses, la producción cinematográfica de western hollywoodense comenzó a disminuir en cantidad, ya que la mayor parte de las historias del género podían ser vistas sin salir de casa. Pero, si bien las fantasías del Oeste eran ya globales, la televisión no lo era aún: no estaba presente en todas las salas europeas, y tal merma de producción dejó un vacío que, en respuesta a la demanda del ávido mercado, algunos cineastas italianos se encargaron de llenar en los años setenta con el spaghetti western, cuyo primer éxito de taquilla, Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964), filme de bajo presupuesto dirigido por Sergio Leone, lanzó a la fama tanto a Leone como al protagonista, un actor de segunda fila ya en la treintena que tomó la módica paga que otros mejor cotizados –quizá Henry Fonda, quizá Charles Bronson, quizá James Coburn–, habían rechazado, según se dice. Con solo la primaria concluida y un currículum hecho con sudor y sin gloria durante la Depresión a fuerza de ganarse la vida como obrero, leñador y albañil, Clint Eastwood, que intentaba abrirse paso como actor secundario en Hollywood, no tenía nada que perder, así que tomó un avión a Italia y se convirtió en el héroe de los desiertos de Almería: el primer astro del spaghetti western. Luego sería, como sabemos, muchas cosas más.
Eastwood empezó como el «Hombre sin Nombre» del cigarro en la boca, y su desarrollo artístico como actor y director llenó de sorpresas todas las décadas que desde entonces lleva en el cine; Leone arrojó al público famélico el saludo inaugural de la «Trilogía del Dólar», y al marcharse, entre ovaciones de pie, dos décadas más tarde le dejó como despedida Érase una vez en América; y cabe decir que –además de los «Tres Sergios» (Corbucci, Solima y, again, Leone)–, otra trinidad del subgénero es la formada por estos dos y el músico que insufló vida y pasión trepidantes a las historias del «Italiano Oeste», Ennio Morricone, que de compositor pasó a mito al llenar el último medio siglo con bandas sonoras tremendas y ponerles la piel de gallina hasta a las rocas con ese silbido que sobrevuela un silencio roto por los mágicos signos del peligro inminente –el zumbido de las balas y la alocada percusión de las cabalgatas–: con esa música, la Muerte baila.
Morricone innovó en todo. En el ritmo. En el empleo de los coros. En la incorporación de la música electrónica. En el empleo de la voz (y del silbido). Hizo de la música algo verdaderamente esencial para la acción y hasta para el sentido del relato. Leone, por su parte, fue un bárbaro, un hombre al que, por exceso de vigor, la vida moderada y rutinaria del mundo civilizado le quedaba estrecha, un desmesurado; se cree que un motivo del infarto que terminó con su vida fue la gula, o, para usar términos más neutros, aunque más insípidos (guiño), los excesos alimentarios. Trajo al cine un lenguaje diferente, con actitudes, planos, personajes y atmósferas nuevos.
Y, tras el éxito de Por un puñado de dólares, que dio sus normas al subgénero, Italia empezó a fabricar spaghetti a un ritmo que llegó a los cien filmes anuales para saciar el apetito de una vasta audiencia. Fue un tiempo de westerns extraños y heterodoxos con respecto al western clásico, de héroes sin tacha, pero también sin misterio. Un tiempo de héroes antiheroicos, amargos, escépticos y fríos; un tiempo de villanos fascinantes, complejos e insondables.
EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES
La decadencia del spaghetti western empezó, como con cierta frecuencia sucede en el caso de los individuos humanos, a hacerse visible en sus estrafalarios intentos de renovación. Es el momento epigonal, simpático y delirante de los spaghetti western con artes marciales, de los spaghetti western musicales y, por último, ya en la fase final de lucidez agónica, de los spaghetti western que parodian los spaghetti western.
El de las parodias es el periodo setentoso de la acción caótica de la serie de películas de Trinity, con Terence Hill –es decir, el veneciano Mario Girotti (1939), que de los tres primeros (y últimos) años de Literatura Clásica que cursó en la Universidad de Roma guardó para siempre el amor por la obra del comediógrafo romano del siglo II de nuestra era Publius Terentius Afer, al que solemos llamar, sencillamente, Terencio, y del cual tomó ese nombre– y con Bud Spencer –o sea, con el napolitano Carlo Pedersoli.
Carlo Pedersoli (Nápoles, 31 de octubre de 1929 - Roma, 27 de junio del 2016), barbado coloso de casi dos metros de altura y más de ciento cincuenta kilos de peso nacido en la Campania, esa vasta zona del sur, entre los Apeninos y el Tirreno, que fue parte de la Magna Grecia otrora y a la que los romanos se referían, por su belleza, como «Campania Félix», y más exactamente en un suburbio napolitano, el Borgo Santa Lucia, donde un día brillaron los mármoles y los jardines de una de las legendarias villas del general Lúculo, y cuyos recovecos cruzan, en algunos episodios, ciertos personajes del gran Petronius Arbiter en su Satiricón.
EL GIGANTE BUENO
Bud Spencer formaba con Terence Hill una pareja, en versión western, de comedia, con los clásicos contrastes tipológicos y psicológicos, y fueron ambos los herederos paródicos, en cierto modo, de los personajes «duros» de Eastwood, de Lee Van Cleef, de Eli Wallach; se constituyeron en el espejo bufo de un episodio de la historia del cine que ya se despedía. Amorales y egoístas como sus modelos caricaturizados, también como ellos, mal que les pesara, terminaban por hacer justicia, aunque lo suyo no fueran tanto los duelos a muerte cuanto las lecciones bien dadas en forma de cómicas humillaciones y de pesadas bromas, y no tanto los balazos cuanto los moquetes y los bifes. Frente a Terence Hill, un hombre fuerte y atlético pero apuesto y de rasgos finos, Bud Spencer era el gran bruto, el salvaje elemental y desmedido como las fuerzas de la naturaleza, la bestia noble, el Porthos, el Obelix, un titán sin demasiada sutileza pero cuya secreta bondad, por oscura asociación, explicaba como con una lógica misteriosa su poder temible y su descomunal tamaño: músculos de hierro para un corazón de oro.
Aunque el humor nunca fue ajeno al western spaghetti, hasta este jocoso knock out había corrido paralelo a su desarrollo serio, sin detenerlo. Antes de ser Bud Spencer, Carlo Pedersoli fue siete veces campeón de natación en cien metros libres, bibliotecario y vendedor de coches en sus años de migrante pobretón en Suramérica, y actor de otro peculiar subgénero cinematográfico, el «peplum». El napolitano se rebautizó a sí mismo con el nombre artístico que todos conocemos, según declaró en mil ocasiones, porque le gustaba ver películas de Spencer Tracy y tomar cerveza Budweiser. El adiós en forma de autoparodia era la muerte más digna para un subgénero que, como lo demuestran precisamente las películas de Bud Spencer y Terence Hill, ya sabía cuáles eran sus propios tópicos, y que ya los sabía reconocibles para un público que comprendía bien, por ello mismo, este último juego y participaba de la broma, encantado de poder emborracharse en el banquete fúnebre. La titánica irrupción de Bud Spencer alegró aquellos días del (ruidoso) canto de cisne del subgénero y les contagió la desbordada vitalidad de su buen humor hercúleo, a tal punto que, lejos de simplemente sepultar el spaghetti western, de algún modo lo resucitó por última vez con el mismo movimiento definitivo y gozoso que decretaba, simultáneamente, su extinción: la risa.
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