Cargando...
Tras la feliz memoria de Hinse, señora de Abbotsford, cuyo humano más célebre fue el autor de Ivanhoe y de Rob Roy, este segundo episodio zoohistórico es lúgubre y con tintes de pesadilla. A diferencia del primero, no pertenece al ámbito del arte, sino al de la ciencia, y más concretamente al de la ciencia médica, en cuyos anales las patas de cierto gato anónimo han dejado su gentil huella fatídica.
Si bien en tratados de medicina, recetarios de cocina y manuales de uso doméstico abundan desde comienzos de la Edad Moderna los remedios para mordeduras de perros rabiosos, son en cambio infrecuentes las observaciones sobre parejas agresiones mandibulares de gatos exaltados o fuera de sí.
Una de estas rarezas la registra el ilustre cirujano francés Barthélemy Saviard (1656-1702) en su Nouveau Recueil D’Observations Chirurgicales (París, Jacques Collombat, Imprimeur, 1702), recopilación, publicada pocas semanas antes de su muerte, en agosto de 1702, de más de ciento veinte casos atendidos por él entre 1687 y 1700 en el parisino Hotel de Dieu.
El que vamos a relatar, felina y humanamente trágico, se encuentra, como la «mordedura de un gato loco» («morsure d’un chat enragé»), en la página 321, y comienza así:
«Un joven zapatero, mientras trabajaba en el taller de los Santos Inocentes, fue mordido en el dedo índice de la mano derecha por un gato demente que había venido a arrojársele entre las piernas después de ser expulsado de dos tiendas vecinas. El pobre muchacho, con el dedo férreamente preso entre los colmillos del animal, pidió auxilio a gritos a sus compañeros, que tuvieron grandes dificultades para lograr que el gato lo soltara».
Por desgracia, prosigue el doctor Saviard, ni el mordido joven ni sus compañeros pensaron que el gato pudiera estar enfermo; supusieron que, enojado y asustado como tendría sin duda que sentirse después de haber sido violentamente arrojado de otros establecimientos vecinos, necesitaba tan solo tranquilizarse, así que lo dejaron refugiarse en el taller y volvieron a sus labores.
Sin embargo, al poco rato, el joven herido en la diestra alzó el martillo para clavar una suela y…
«…este gato se abalanzó sobre él, aferrando entre las fauces la mano izquierda del zapatero, que tenía el martillo en alto sobre el zapato en el que trabajaba, gesto que tal vez asustó al animal, que creyó que iba a golpearlo».
Los compañeros del joven acudieron otra vez a liberarlo de los filosos dientes del felino exaltado…
«…aunque esta segunda vez les costó mucho más que la primera lograr que este furioso gato [cet chat furieux] lo soltara, lo cual los enojó y, en la contienda, lo mataron».
Lea más: La gata Hinse, señora de Abbotsford
Terrible fin de un pobre gato. Terrible, pero rápido. No fue tanta la suerte de nuestro joven amigo el zapatero, que al salir del taller acudió a monsieur Seffrie, cirujano, a tratarse las heridas, que parecieron curadas al cabo de unos días, «sin que ni el herido ni su cirujano», crea suspenso con insidiosa pluma nuestro autor, «sospecharan que pudiera haber, en tan leves rasguños, algo maligno».
Y el joven zapatero volvió a trabajar, relata Saviard, «tras su aparente cura», sin sentir, durante un tiempo, nada fuera de lo habitual. Todo volvió a ser como antes de aquel extraño ataque del felino trastornado.
Pero la sombra del gato asesinado en medio del caos de aquel día maldito se cernirá sobre nuestro zapatero, que una tarde bebió, con sus amigos, más de lo que tenía por costumbre, y despertó a la mañana siguiente tan falto de bríos y tan pesado que apenas pudo trabajar aquella triste jornada y dijo a todos que jamás se había encontrado hasta entonces en tan lamentable condición.
Al llegar aquí, algunos lectores podrían pensar que quizá solo fuese la primera gran resaca en la aún inexperta y breve vida del zapatero. Así quisimos creerlo nosotros; pero, por desgracia, conforme pasamos las páginas de este oscuro relato médico del siglo XVII, se perfila un destino misterioso y trágico.
El malestar de nuestro pobre amigo creció, al parecer, a tal punto que, cerca del mediodía, voló a ver a un segundo cirujano, monsieur Hainselin, que le practicó una sangría en ese momento, y otra al día siguiente.
Después de eso, sin embargo, no mejoró. Su espíritu se tornó aún más inquieto («son esprit devenant toujours plus inquiet»). Comenzó a decir que estaba loco, furioso («enragé»), lo que obligó a su médico a enviarlo al Hotel de Dieu el 15 de junio de 1692.
Internado ahí, se negó a comer, y sobre todo a beber. Se fue deteriorando cada vez más, y siguió repitiendo lo dicho antes de entrar. Solicitó al cabo la visita de Saviard, quien, cuenta él mismo en este libro suyo, fue a verlo «y lo exhortó a beber, diciéndole que la repugnancia no era más que una ilusión», lo que enfureció al joven, que, «entre maldiciones y juramentos», le espetó que «no le había pedido que fuera a verlo para aumentar sus sufrimientos proponiéndole algo [beber] que le horrorizaba, sino para consolarlo, si es que acaso le fuera posible [a Saviard] hacer tal cosa».
Si el perturbado gato que un día del verano de 1692 entró en aquel taller para, entre desesperados maullidos y bufidos feroces, terminar tan cruelmente su existencia, le había contagiado, junto con la sombra de una enfermedad letal y enloquecedora, cierta luz de inocencia a nuestro joven amigo, esta brilló en un postrer gesto de nobleza al final de su agonía: su boca era ya una sequía inexpresable, y su lengua estaba negra, prosigue su implacable narración monsieur Saviard, cuando advirtió a los presentes que se retiraran, ante los presentimientos de su inminente locura («avant des pressentiments de sa fureur prochaine»).
Fuente:
Barthélemy Saviard
Nouveau Recueil D’Observations Chirurgicales faites par M. Saviard, ancien maître chirurgien de l’Hôtel-Dieu
París, Jacques Collombat, Imprimeur, 1702
585 pp.
Traducción del francés de Julián Sorel, exclusiva para El Suplemento Cultural.