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«Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que solo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer». Walter Benjamin (Tesis sobre el concepto de Historia, 1940)
El lenguaje cinematográfico sabe dar forma a realidades difíciles de plasmar, tanto en el caso del documental como en el del cine de ficción, que a veces confluyen para indagar y asimilar la Historia y traerla al presente mediante testimonios, lecturas renovadas por el montaje, escenificaciones del pasado, etcétera.
El mes pasado se estrenó en Asunción el filme paraguayo ganador del Premio Orizzonti al Mejor Cortometraje en la última edición del Festival de Cine de Venecia, La voz perdida, relato en parte documental escrito y dirigido por el cineasta Marcelo Martinessi (Asunción, 1973) y basado en entrevistas hechas por él en el 2013 a la abuela de Adolfo Castro, joven campesino muerto en la masacre de Marina Kue el 15 de junio del 2012, verdadero hito del pasado próximo de la sociedad paraguaya que proyecta su sombra, para bien o para mal, no solo sobre la vida política, sino también sobre la reflexión intelectual y la producción artística del país desde entonces.
Sobre ese cortometraje escribe hoy en esta misma edición el crítico Gustavo Reinoso; no voy a hablar del filme –aún no lo he visto–, sino que, a partir del regreso de la historia reciente que su aparición representa, voy a hablar brevemente acerca de la función de la memoria y la recreación de lo real en el pensamiento y en el arte.
En 1967, la empresa La Industrial Paraguaya donó dos mil hectáreas de tierra en el distrito de Curuguaty a la Armada, que las ocupó hasta 1999; luego, abandonadas, fueron llamadas popularmente «Marina Kue» (en jopara, «lo que fue de la Marina»). Años después, los campesinos del lugar gestionaron el acceso a ellas por las correspondientes vías legales, y al cabo de un año fueron destinadas por decreto a la reforma agraria. Pero cuando la empresa Campos Morombí alegó que las ocupaba desde 1970 y abrió un juicio de usucapión, una serie de litigios detuvo el proceso, enzarzándose a partir de ese momento en querellas diversos organismos y sucediéndose las ocupaciones y desalojos. Una de esas ocupaciones, iniciada en mayo del 2012, terminó el 15 de junio con diecisiete muertos –once campesinos y seis policías– en lo que desde entonces se recuerda como la Masacre de Curuguaty.
Esto dio pie al singular juicio al entonces presidente de la república, que terminó con su gobierno. Terminó también, entre otras cosas, con el proyecto de la TV Pública iniciado en medio de los festejos por el bicentenario de la independencia: el mismo 22 de junio en que el Congreso destituía al presidente, imágenes y videos registraron (siguen en YouTube con el título «Atropello TV Pública») la entrada al estudio de un funcionario que exigía conocer la programación del canal.
Fundador y director del mismo, Martinessi, mientras los trabajadores de la televisora instalaban ante el local un micrófono abierto por el cual se escucharon las opiniones de todos los que querían decir algo, informó sobre los hechos en transmisiones que a muchos de nosotros nos convocaron esas semanas frente al edificio de la calle Alberdi, esquina con Haedo, en las barricadas de las calles de acceso, y en otras calles y, todo hay que decirlo, bares de las inmediaciones, antes del inevitable cierre del canal.
Cuatro años después, en setiembre pasado, Martinessi volvió trayendo la voz perdida de los fantasmas de ese 2012 marcado por el fatal desalojo de unas tierras ocupadas por los agricultores para que fueran incluidas en los planes de la reforma agraria.
Ese regreso y ese rescate son lo que aquí saludo.
¿Por qué recrear los hechos mediante el testimonio de una mujer que no estuvo en el lugar? No hay fotografías ni filmaciones audiovisuales de lo que pasó ese 15 de junio en Marina Kue; ningún celular con cámara grabó esas imágenes en movimiento. Tal vez si alguien lo hubiera filmado y lo proyectara en una pantalla sería imposible pensar ese trozo de realidad en bruto. Hay un quiebre cuando aparece algo para lo cual no existen palabras en la vida anterior. Policías que acribillan a campesinos armados con palos y honditas, y que a su vez mueren también en un callejón convertido en trampa mortal –de hecho, eso es lo siniestro de Marina Kue: la ausencia de un tercero, una presencia (la Ley, por ejemplo) ajena al enfrentarse de cada bando con la muerte instalada en el otro sin salida y sin testigos, ese encierro que obliga a identificarse con la muerte, sea como cadáver, sea como asesino–, y debajo de lo irreparable un mecanismo causal banal y craso como una extraña broma sin sentido.
Hablar de un cortometraje que todavía no he visto no es la intención de este breve texto; sí celebrarlo como signo de continuidad entre lo vivido hace unos años y el presente. El relato artístico, literario o cinematográfico de algo así, aunque suceda en un lugar y un tiempo concretos, lleva en su núcleo algo como descontextualizado, con frecuencia incomunicable para los testigos o partícipes directos de los hechos, algo que hay que atrapar y hacer pensable sin que pierda su horror de modo que coincida con lo real más, paradójicamente, que lo real en estado puro –impensable, por ende–, como la lección y el legado de lo real en sí.
¿Por qué volver la mirada atrás, al horror? Porque el horror, fenómeno de exceso (pues está en los hechos y a la vez los excede), crea reiteraciones desconcertantes, circulares, como si la conciencia viviese en el presente propiamente dicho, inmediato y actual, y también en el presente del recuerdo del horror, en un ahora simultáneo después del cual nada será como antes, fisura en la continuidad de la narración lineal de la existencia corriente, caos de una masa sincrónica donde la dirección es lo que falta. Por eso hay que darle la forma que lo haga comunicable. Solo pueden decirse los hechos, no su horror, pero el horror puede impregnar el relato con la distorsión misteriosa que es su sello y quedar así para siempre inscrito, fastidiando para siempre, como corresponde.
Somos un linaje de mamíferos evolutivamente desviados de la naturaleza y capaces de cometer grandes atrocidades, pero también de luchar contra los peores instintos de nuestra propia especie. Las dos posibilidades están en cada uno de nosotros.
Durante la Guerra Civil española, cierto número de personas de todas partes del mundo, muchas de las cuales ni siquiera hablaban español, ni entendían mucho de política, ni sabían, con frecuencia, manejar un arma, y que pasarían a llamarse los voluntarios de las Brigadas Internacionales, fueron a dar su vida por unos perfectos desconocidos en un país que no era el suyo. Nuestra historia, hecha de estupidez y de barbarie, también está hecha por estos voluntarios de todos los países, credos y colores, que dejaron su hogar, su trabajo, a sus amores y a sus amigos para ir a decirles a esos desconocidos: «Cuenten con nosotros». «No están solos».
A los que lo necesiten hay que ir a decirles que no están solos. Un modo de hacerlo es el documento, y otro es la ficción que apunta al núcleo de lo real, no asimilable en sí mismo, de los traumas individuales y colectivos. No siempre se recibe bien esto, porque los hechos dividen la cultura con odios que invaden gestos, miradas y palabras, con las viejas violencias, con los residuos de un poder que admite como única verdad un solo discurso. A veces puede uno no estar equivocado, sino tardar mucho tiempo en llegar a tener razón. Cité a esos voluntarios internacionales que también son parte de la historia de una especie tan capaz de atrocidades como la nuestra porque creo que el mayor privilegio al alcance de un artista o un pensador o cualquier ser capaz de comunicar algo es aliviar el corazón del hombre recordándole lo que es y lo que puede ser.
montserrat.alvarez@abc.com.py