Desconectados: el derrumbe de la utopía digital

Los cambios culturales más profundos de las últimas décadas se han desarrollado en buena parte en un escenario digital dominado por gigantes tecnológicos que, en su expansión, han terminado colonizando la subjetividad humana. Por la importancia antropológica, política y económica de estos cambios, el actual escándalo de Cambridge Analytica, que compromete a Facebook, cuyo CEO, Mark Zuckerberg, acaba de comparecer esta semana ante la cámara de los representantes del Congreso de Estados Unidos, podría ser un hito histórico.

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Profecías y fábulas 

Ahora que el CEO de Facebook ha comparecido ante los congresistas estadounidenses para responder por su papel en el escándalo de la filtración de datos de millones de usuarios en un mercado negro de perfiles para usos comerciales y políticos, lloverán, ha profetizado Evgeny Morozov, promesas de tecnócratas y funcionarios sobre un control más seguro de nuestra información personal y quizá incluso sobre leyes para castigar las malas prácticas, en un intento de convencernos de que, salvo algunas manzanas podridas, el estado de la economía digital es bueno, conforme a esa representación oficial del mundo en cuyo centro está el sacrosanto mercado, donde las corporaciones ofrecen todo tipo de servicios a los usuarios y consumidores omnipotentes y del que los insatisfechos son libres de marcharse (1).

Sigo la fábula esbozada por Morozov sobre un presente meritocrático en el que la historia, si no ha terminado ya para bien, se acerca a su Happy End a lo Hollywood o, mejor, a lo Silicon Valley, presente fantástico que solo falta optimizar con mejoras tecnológicas y por el que circulan en bici emprendedores dueños de su tiempo uberizado y millonarios budistas y filantrópicos; entre estos Zuckerberg, claro está, representación ambulante de los supuestos impulsos de ruptura innovadora con un pasado de explotación y monotonía que son parte de este relato.

Frente al derrumbe de la utopía digital, el título «Desconectados» es una invitación a tomar posturas que podrían incidir radicalmente en el futuro inmediato.

Hegemonía y habitus 

Dejando la fábula, pienso que Zuckerberg –sobre todo de formas (no gratuitamente) veladas (en particular, diría Bourdieu, a través del habitus)– encarna los ideales de la cultura hegemónica y que ese es un factor del crédito dado a Facebook pese a ser este sitio uno de los actores principales del negocio de los Big Data. No el único. En el 2009, Google empezó a usar indicadores –tus búsquedas previas, dónde te conectaste, etcétera– para mostrarte las páginas con más probabilidades de interesarte. Si creíste alguna vez que la democrática falta de criterio y el plebeyo caos de internet te aseguraban al menos en compensación acceso indiscriminado a todo, desde fines del 2009 tal neutralidad desapareció para que tu pantalla refleje cada vez mejor tus expectativas.

Tu tiempo libre fue rentabilizado, tu ocio se hizo negocio (de otros) y, de consumidor, has pasado a ser también producto: si las redes sociales, y en esto destaca Facebook, volvieron pública tu esfera íntima y perdiste tu anonimato, no fue, como sostuvo siempre Zuckerberg, en pos de un mundo «más abierto y conectado»; o, mejor dicho, sí lo fue, pero porque conexión y apertura permiten segmentar con más precisión y eficacia la legión de usuarios en targets para uso del mercado.

Por fortuna, finalmente hoy, domingo 15 de abril del 2018, habiendo revelado Christopher Wylie la filtración de datos personales de millones de usuarios para su uso por la empresa Cambridge Analytica el mes pasado (2), y habiendo comparecido en dos audiencias públicas el CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, ante los congresistas estadounidenses para responder por la violación de la privacidad de los usuarios esta semana (3), esto ya no puede ser novedad para nadie.

Conexión y apertura

No debería serlo. En el 2006, Facebook lanzó News Feed sin aviso ni adecuado control de privacidad, lo que chocó a los usuarios. Zuckerberg se disculpó. En el 2007, hizo públicas las compras de los usuarios, miles de los cuales firmaron la petición «Facebook, no invadas mi privacidad». Zuckerberg se disculpó. En el 2010, publicó información privada sin aviso y los usuarios protestaron. Zuckerberg, esta vez en el Washington Post, se disculpó (4).

Ahora, en el 2018, hace unas semanas se supo que Facebook permitió que cientos o miles de aplicaciones tomaran los datos personales de los usuarios que las descargaban, y los de sus contactos. El académico de la Universidad de Cambridge Aleksandr Kogan vendió uno de estos botines –ochenta y siete millones de perfiles es la cifra conocida hasta hoy (fueron cincuenta al inicio)– a Cambridge Analytica, cuyo exempleado Wylie destapó el caso, que conecta la campaña electoral de Trump en el 2016 (y quizá el Brexit, y las elecciones del 2017 en Argentina) con esta, una de las apps que permiten tomar la información personal de los usuarios de Facebook que las descargan y la de sus contactos.

Facebook fue siempre un arma de extracción masiva de datos con fines de lucro. Por algo al iniciar sesión uno se vuelve notorio del modo más banal y cada estornudo vale likes. Como otros, supongo, le resté importancia al caso diciéndome, ante el alud de datos irrelevantes que crece cada minuto, hora, día, año, que no hay bípedo implume capaz de procesar como información tal papilla cósmica de trivialidades. En fin, por algún motivo –descuidamos tantas cosas por comodidad o inercia–, hice a un lado el hecho obvio de que los sistemas de procesamiento de datos no funcionan como la mente humana y me reí de la paradoja de que la transparencia absoluta fuera otra forma de opacidad. Frívolo fue tomar este asunto a la ligera.

Pero no fue solo frivolidad, y este es un punto importante: volviendo al título, sin descartar la deserción solitaria, un movimiento general, que no dejara fuera de juego a una minoría desconectada, sería lo más eficaz. En algunas profesiones y oficios, conectarse ha dejado de ser una opción y desconectarse ha pasado a ser un riesgo, o un lujo. En este momento de la historia, abril del 2018, en diversos sectores laborales desconectarse tiene un precio que a los magros bolsillos de los rotos vaqueros de muchos de nosotros les puede resultar caro. A los que trabajan en un medio de prensa, por ejemplo, se les ha vuelto muy difícil abandonar las redes. Este artículo será compartido en ellas. A los dueños de negocios –lomiterías, bares, librerías, locales de tatuajes, lo que sea– les puede ser casi imposible prescindir de sus páginas. No hablemos ya de los que tienen un negocio de delivery o de venta online. And so on, and so on, and so on... La incidencia de las redes sociales en la economía se da a niveles pequeños y grandes, visibles e invisibles, diversos como las formas, directas e indirectas, en que impactan la subsistencia y la vida.

Mutaciones del poder 

Pensar que los usos mercadotécnicos de la información de los usuarios no necesariamente son los únicos es tan perturbador como varias declaraciones arrancadas a Zuckerberg esta semana; por ejemplo, que su sitio recolecta, «por razones de seguridad», información de usuarios de internet que nunca han tenido una cuenta en Facebook (5). Y si los datos son dinero y la privacidad nunca pudo ser, por ende, sino un obstáculo para empresas como la suya, cabe imaginar un mañana en el que todo intento de ocultarlos sea interpretado y corregido como un síntoma sicopatológico o una amenaza a la seguridad nacional –se habla desde hace un tiempo de posibles cooperaciones, a fin de cuentas, entre empresas como esta y gobiernos para combatir el terrorismo–. En Facebook, los usuarios pueden elegir qué compartir y con quién en relación con otros usuarios, pero no en relación con Facebook, y de hecho el funcionamiento de estas tecnologías implica almacenar datos en un sistema informático. Para quienes quieran creérsela (dudo que existan), la configuración de privacidad, con su ilusión de seguridad, ahorra pensar en las verdaderas amenazas de la minería de datos o la vigilancia institucional. Facebook ni siquiera las menciona en sus términos de servicio, ni brinda, por ende, opciones de privacidad reales. Y, hasta donde yo sé, esto siempre ha sido así. Por eso, lo que podemos llamar sin exageración «el tema del año», hito de consecuencias aún por verse, no es nuevo, pero –salvo excepciones honrosamente impopulares, valga la redundancia– no se había tomado con verdadera seriedad.

En parte, quizá, porque en las redes sociales la gente es recompensada con sensaciones de popularidad a cambio de compartir información personal que puede monetizarse, como ya –por fortuna– nadie puede seguir ignorando. Al devaluar la privacidad –qué valor arcaico, como la discreción o el buen gusto, todos ellos ausentes de las redes– en un sitio donde los usuarios se exponen a la vigilancia de sus pares y del sitio en sí, Facebook ha favorecido ciertos comportamientos so pretexto de transparencia y apertura y ha contribuido con ello a un cambio cultural consentido más o menos conscientemente, dominio impuesto, conforme a la noción gramsciana de hegemonía, sin coerción.

En el panorama abierto por las transformaciones iniciadas en la segunda mitad del siglo XX con la globalización y el debilitamiento de los Estados-nación ante las fuerzas económicas supranacionales no territoriales –que han crecido política y socialmente sin pausa–, el poder ha seguido mutando con el declive de los gobiernos ante el capital y con la incidencia de lo virtual en lo «real»: los políticos hacen campañas en las redes, las empresas venden productos en línea, no está claro para la mayoría del público hasta qué punto pueden las leyes nacionales o internacionales regular las actividades en internet, y en medio de todo, como la expresión a mi juicio más lograda de una nueva narrativa hegemónica acorde con las estrategias de expansión del mercado en este escenario, sobresale el discurso de Facebook, voz de ese dominio consensuado del que hablaba Gramsci y por el cual un sector de la sociedad, con el apoyo del resto, impone sus intereses y valores propios como universales.

Desconéctate 

Aunque creo que siempre se supo que la fuente de ingresos de Facebook es la publicidad en línea personalizada con datos brindados por sus usuarios, el discurso de Facebook, o el de Zuckerberg, que viene a ser lo mismo, planteó siempre la utopía –naïf, digamos, para ser corteses– de un mundo «más abierto y conectado». Considero que esos ideales de apertura y conexión –ideales de la cultura hegemónica que Facebook, y el propio Zuckerberg, tan de vaquero y remera, tan nerd, tan joven, tan zen, representan– no son, ni fueron nunca, políticamente neutrales.

Ese discurso impone una noción tácita del ser humano como ser que puede, y sobre todo debe, estar conectado. Para lo cual necesita autorrepresentaciones transparentes –por obvio que sea que las personas tendemos a falsificarnos y que internet permite mentir mejor; pero ese es otro tema–. Emerge un sujeto en febril interacción con sus contactos y alejado de sus amigos, en constante conexión con sus autorrelatos y alienado, al hacerlo, de sí mismo y de su actividad. Facebook media entre ese sujeto y el mundo, entre ese sujeto y los otros, entre ese sujeto y su vida, vuelta cuento biográfico actual o retrospectivo, póstumo o cotidiano. Simplifica personas, emociones, cuerpo incluso; en su punto de óptima eficacia, tendría que convertirse en condición de posibilidad de toda experiencia. Dar más valor a la foto de la reunión que al encuentro mismo es un rasgo de la cultura actual que Facebook facilita con su conversión de las personas en perfiles y con las fotos que su memoria cada cierto tiempo te recuerda para que las compartas y etiquetes a los ausentes, convocados al simulacro de su presencia en likes, cómodos sucedáneos del universo físico, sin sus inconvenientes.

La apertura y la conexión como normas suponen un mundo hecho de materia comunicable y que debe ser comunicada como confirmación de realidad, como garantía ontológica. Un mundo de apertura y conexión, sin misterio, sin libertad, sin secreto. La obsolescencia de la privacidad es uno de los efectos antropológicos de la expansión del ethos de Facebook entre otras formas de alteración de la subjetividad –la reducción de la voluntad humana a voluntad de conectarse y compartir, la del universo y la existencia a almacén de cosas para ser expuestas y valoradas de acuerdo a su capacidad de captar atención– con las cuales la economía ha mercantilizado hasta tus sueños.

Con la conversión de tus datos en mercancía, internet ha incorporado tu tiempo a su tasa de ganancia. Las redes sociales han monetizado tus comunicaciones; el mercado ha colonizado tu interioridad. En una adaptación cultural teóricamente perfecta a esta configuración social y cognitiva, la intimidad del nuevo sujeto será pública; su condición de existencia será la visibilidad; no reclamará privacidad alguna, puesto que, convertida la atención en moneda, no podrá ya desearla. Transparente, conectado y abierto, sin fondo y sin revés, sus deseos serán incorporados sin resistencia en el circuito capitalista como valor de cambio.

A menos que este sea el año del comienzo de una deserción masiva de individuos decididos a dejar de ser fábricas de datos y hartos de ver y de ser vistos. Facebook no está aislado, y más que por sí mismo es importante porque forma parte de un juego global en el que cada vez más capital concentrado en cada vez menos gigantes se impone a toda posibilidad pensable de orden político en un proceso que afecta el modo de trabajar, de vivir, de actuar y de pensar de las personas en formas tan diversas –desde la precarización laboral hasta la circulación de nociones como el «emprendedurismo», pasando por la estigmatización del cuidacoches, la disolución del tiempo vivido en horas de conexión o la asimilación del credo meritocrático– como las que corresponden a procesos de esta complejidad y amplitud. Pero, si bien Facebook solo es parte del cuadro, dado el tremendo dominio de estas empresas, que poseen más información que cualesquiera otras conocidas hasta hoy, el impacto de una desconexión creciente podría ser enorme. Muchos cambios culturales de las últimas décadas –y esto supondría una crisis en la configuración actual de las relaciones de poder que, a nivel económico y político, se han establecido con ellos– podrían desviarse de su curso en el próximo acto de nuestra comedia, que justamente ahora mismo está por comenzar.

Notas 

(1) Evgeny Morozov: «After the Facebook scandal it’s time to base the digital economy on public v private ownership of data», en: The Guardian, domingo 1 de abril del 2018. En línea: https://www.theguardian.com/technology/2018/mar/31/big-data-lie-exposed-simply-blaming-facebook-wont-fix-reclaim-private-information

(2) Carole Cadwalladr: «‘I made Steve Bannon’s psychological warfare tool’: meet the data war whistleblower» (entrevista a Christopher Wylie), en: The Guardian, domingo 18 de marzo del 2018. En línea: https://www.theguardian.com/news/2018/mar/17/data-war-whistleblower-christopher-wylie-faceook-nix-bannon-trump?CMP=share_btn_fb

(3) Damián Taubaso: «Mark Zuckerberg, CEO de Facebook, testificó ante el senado de Estados Unidos: “Soy responsable de lo que pasa”», en: Clarín, martes 10 de abril del 2018. En línea: https://www.clarin.com/mundo/mark-zuckerberg-facebook-senado-unidos_0_rkvgQF9sz.html

(4) Zeynep Tufekci: «Why Zuckerberg’s 14-Year Apology Tour Hasn’t Fixed Facebook», en: Wired, viernes 6 de abril del 2018. En línea: https://www.wired.com/story/why-zuckerberg-15-year-apology-tour-hasnt-fixed-facebook/

(5) Rob Price: «Mark Zuckerberg says Facebook collects data on non-users for ‘security’ –here’s the whole story», en: Bussiness Insider, miércoles 11 de abril del 2018. En línea: http://uk.businessinsider.com/mark-zuckerberg-facebook-collects-data-non-users-for-security-2018-4

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