#Desalojados. La semiótica del poder

Sobre una semana trágica y un miércoles de ceniza.

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Contados son los dueños del poder y del espacio, y más en Paraguay, donde, bien sabido es, la propiedad de la tierra se concentra en pocas manos. Legitimación inconsciente de este dominio, la ideología hegemónica –en el sentido gramsciano– enmascara la raíz objetiva de los conflictos que resultan de tan desigual distribución asociando toda clase de estigmas a las personas sin techo. Sabemos del rechazo a su figura «invasora», sabemos de la culpa que se atribuye a esa falta de morada que conlleva («merecidos» –valga la redundancia–) «castigos». Sabemos, llamémoslo por su verdadero nombre, de ese odio, férrea defensa de mecanismos esenciales del sistema. Porque si la vivienda es un derecho, lo será contra el sistema, en tanto algo que las personas necesitan y merecen, y no (otra) fuente de ganancia para esos contados dueños del espacio y de la tierra que mencionábamos antes. La vivienda es un asunto político, porque su falta, en la práctica, atenta contra la condición misma de sujeto de derechos en tanto que –como lo hemos visto esta mañana– deja inerme frente a todos los abusos del poder. La vivienda no es, pues, (otra) materia de beneficio privado, sino un asunto público. El repudio social contra las víctimas de desalojos en Paraguay revela que ponerla, como asunto público y político, por encima del interés privado afecta el statu quo y la percepción de un estado incapaz de defender los derechos de sus ciudadanos. Para huir del análisis de un orden que proclama leyes y las manipula, que afirma valores y los viola, el consenso social despoja simbólicamente a los sintecho de su condición de ciudadanos, y, con ello, de los derechos que en la práctica les son negados; por eso los pinta infames, por eso no se recata al criminalizarlos. Por eso frente a las usurpaciones de tierras públicas hechas por particulares u organismos poderosos o grandes empresas con gobiernos cómplices nadie exige desalojos ni habla con asco de «malvivientes» y «vagos», mientras cuando, como hoy, muchos se quedan sin nada pues la policía ha quemado todas sus pertenencias al desalojarlos, suenan aplausos. Por eso hoy escuchamos: «Bien hecho: hay que aplicar la ley por igual a todos», aunque eso en rigor signifique lo contrario, ocuparse también de los primeros y no ensañarse solo con los segundos para servir a aquéllos, y aunque si de aplicar la ley hablamos la Constitución paraguaya dice que «todos los habitantes de la República tienen derecho a una vivienda digna» y que «El Estado establecerá las condiciones para hacer efectivo este derecho». Claro que para hacer efectivo ese derecho habría que regular la especulación inmobiliaria, aumentar algunos impuestos, expropiar algunas tierras, entre otras medidas incómodas. La ocupación, por su parte, más que una medida incómoda, es una medida desesperada, pero si la ley, en efecto, se aplicara por igual a todos en lugar de servir para proteger la propiedad privada de unos pocos, no sería necesaria.

Aunque este artículo será publicado el domingo, hoy es miércoles. Lo señalo porque hoy la policía ha desalojado a los pobladores del asentamiento 12 de Junio, en Luque, Paraguay. Que vivían desde el año pasado en una parte de las sesenta y ocho hectáreas que allí tiene la Compañía Paraguaya de Comunicaciones (Copaco). Cientos de familias en casas hechas con los más diversos materiales, desde madera hasta lona y hule, como se suele ver en estos lugares. En los pasillos de las oficinas, en los patios de las facultades, en las fabulantásticas y nunca demasiado ponderadas redes sociales, en las forzadas y forzosas conversaciones familiares y hasta en los grupos de oración barriales se profieren desde esta mañana frases como: «¡Vamos a invadir y hacernos las víctimas, qué lindo!», «¡Que se ganen el pan como nosotros, que trabajamos y pagamos alquiler!», «La propiedad privada se respeta», etcétera. (En realidad es propiedad pública, no privada; si bien, a despecho de los trámites previos de la comunidad ante las instancias pertinentes, al parecer algún título de propiedad –que los vecinos empiezan a denunciar que no ha sido verificado– se ha usado para desalojarlos. Las noticias son aún un tanto confusas hoy, pero ya se encargarán las autoridades y los medios, en los próximos días, de desinformarnos debidamente por completo). Se defiende el respeto a la propiedad privada cuando es «valiosa» –un latifundio, en este caso–; no así los muebles, ropas, utensilios, juguetes de los desalojados: «respeto» exclusivo para lo asociado al capital, al poder y al precio. Lo demás no es importante. Hay heridos, hay detenidos por la policía, hay niños que, asustados, ven llorar a los adultos y no saben por qué su cama está quemada, o su mochila, o su pelota, o su muñeca, o su cuaderno, con sus dibujos, sus tareas del colegio, sus primeras ideas o sus sueños. Algunos de sus perritos y sus gatos han muerto calcinados. No olvidarán este miércoles de ceniza del 2019. Quemaron las casas y todo lo que poseían sus habitantes, a los que gasearon, incluyendo bebés y ancianos. Pero sus cosas no son importantes, como sí lo son las valiosas tierras que habían ocupado –por eso, instintivamente, tantos defienden a los «legítimos propietarios»–. Eran cosas viejas, usadas, feas, baratas. Pueden ser expuestas a la vista de todos para que nadie se prive de despreciar a esos parias que fueron sus dueños y ya no tienen nada.

Vivimos bajo acoso. Si el alquiler sube y mi sueldo no, pediré un préstamo. Para pagar ese préstamo, fuera de mi laburo principal, haré changas. And so on, and so on. Generamos dinero sin cesar para frenar algo que solo se detendrá con nuestra muerte; cualquiera puede –pues así funciona para (casi) todos esta maquinaria–, como las personas hoy desalojadas, perder la batalla, pero ninguno podrá ocupar nada con apoyo de un gobierno: eso sí es para pocos. Quizá yo pueda pagar el alquiler, quizá consiga un buen trabajo, quizá gane la lotería, pero ninguna victoria individual supondrá un solo paso hacia la transformación radical capaz de lograr que el desalojo y todas las formas de exclusión e injusticia dejen de ser una amenaza para todos.

Queda esta como una semana de amenazas. Con el desalojo anterior en Ciudad del Este –porque me limito a esta semana, no menciono los que lo han precedido en estos meses–. Con el amanecer el lunes la plaza Uruguaya –porque me limito a esta semana, no menciono los actos criminales precedentes– vacía y cerrada tras el dominguero tuit municipal sobre «el traslado» (¿a dónde? El tuit no lo dice; nadie lo pregunta) «de los indígenas» a fin de «limpiarla» (sic) para el disfrute «con amigos y familia» (el disfrute familiar no incluye, se sobrentiende, a las familias indígenas que –con los reclamos de sus tierras nunca atendidos por el Estado– allí acampaban). Semiótica del poder cuyos signos de intimidación refuerzan las estructuras de exclusión expulsando del espacio y de la comunidad a las no-personas, a los sin tierra y sin techo, con el respaldo social de un consenso maniqueo que, inconsciente, ciego, respeta a los propietarios y odia a los que no quiere ver como lo que son –su verdadero reflejo; sensu stricto, sus prójimos–.

En el amargo núcleo del daño material y la violencia física, en su impunidad obscena, hay un ultraje más profundo, un ultraje irreparable: se ha humillado a las personas, se ha vejado su dignidad. Y se ha declarado, para el que quiera entenderlo, que para el estado se puede dejar de ser sujeto de derechos. Si pese a este alarde, a este strip-tease de la peligrosa fealdad del poder, tantos ven a los desalojados con ojos enemigos, tal ceguera cómplice habla de lo difícil de la situación presente. Los abusos del poder siguen –hay mil ejemplos históricos– a la fabricación de esas miradas, de esas enemistades, de esos odios que los justicarán, triunfo discursivo que precede al triunfo de la política fáctica: el poder es tanto poder de hacer algo como poder de hacer que los hechos «confirmen» que fue correcto hacerlo; es tanto poder de hacer algo como poder de narrarlo del modo que se impondrá como «objetivo» y «cierto». Y los relatos del poder tienen demasiados cómplices fuera de los cerrados círculos de sus contados propietarios.

Demasiados cómplices. La visión del mundo de la minoría que gobierna, decía Gramsci, se impone como universal gracias a la adhesión de los demás sectores sociales. Gracias a esa adhesión es que llegan a ser vistos como intereses de todos los que son solo intereses de la élite dirigente.

Llueve. Ha llovido todo el día. Llueve aquí, en Asunción. En Luque también llueve. Llueve sobre los restos y las cenizas de las casas, los enseres, los utensilios, los muebles. Cae la noche. ¡La noche! ¿Qué hacer en una noche así? Si ya no hay techo, si todo es intemperie.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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