De la Nochebuena al Día de los Inocentes: Lemmy, una extraña vida

Conozcamos algunas recomendaciones de lectura para los amantes de la música, y como postre un poco más de Lemmy Kilmister, el hombre de la voz de trueno, en sus propias palabras.

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En los últimos meses han comenzado a llenar los estantes de las librerías del mundo de habla castellana varios libros sobre música. Sobre historia del rock, de la canción de protesta y de la música clásica, respectivamente, tenemos Mystery Train. Imágenes de América en la música rock & roll (Contra, 2013), de Greil Marcus, 33 revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta (Malpaso, 2015), de Dorian Lynskey, y Mozart mola y Bach todavía más (Duomo, 2016), de Matteo Rampin y Leonora Armellini.

Más centrado en la historia de la industria musical, Motown, el sonido de la joven América (Blume, 2016), de Adam White, narra la historia del mítico sello discográfico de Detroit. El divertido Música de mierda (Blackie Books, 2015), de Carl Wilson, te explica, entre otras cosas, el porqué del éxito de Celine Dion (jajá).

Entre las autobiografías, Instrumental. Memorias de música, medicina y locura (Blackie Books, 2015), del pianista James Rhodes (Londres, 1975), habla de sobrevivir gracias a Bach, de temporadas en el manicomio y de coqueteos con la muerte; y de Lemmy (Es Pop, 2015), memorias, escritas con Janiss Garza, del último muerto ilustre del pasado año, Ian Kilmister, te ofrecemos aquí un pequeño trailer.

Con ustedes, Lemmy Kilmister.

LEMMY

Este libro está dedicado a Susan Bennett, que podría haber sido la indicada.

Nací Ian Fraser Kilmister el día de Nochebuena de 1945, prematuro de unas cinco semanas, con un hermoso pelo rubio que, para alborozo de mi extravagante madre, perdí por completo a los cinco días. Ni uñas ni cejas y rojo como un cangrejo.

Mi primer recuerdo es el de estar gritando: a quién y por qué motivo, lo ignoro. Probablemente fuese una rabieta... o puede que estuviera ensayando. Siempre he sido muy precoz.

A mi padre no le emocionó mi llegada. Supongo que podríamos decir que no hicimos buenas migas. Tres meses más tarde, nos abandonó. Quizá le espantó que se me cayera el pelo; quizá pensó que había salido demasiado parecido a él.

Mi padre había sido sacerdote en la RAF durante la guerra y mi madre una guapa y joven bibliotecaria que ignoraba la hipocresía del clero. Vamos a ver: ¿pretendes convencer a la gente de que el Mesías fue el retoño que tuvo la esposa (encima virgen) de un vagabundo con un espíritu? ¿Y ésa es la base sobre la que se sustenta una religión extendida por todo el mundo? No me convence. ¡Siempre he pensado que si José se tragó esa bola se había ganado a pulso dormir en el establo!

El caso es que, en realidad, nunca eché de menos a mi padre, porque ni siquiera lo recordaba y, por si eso fuera poco, mi madre y mi abuela me tenían de lo más consentido.

Lo conocí veinticinco años más tarde, en una pizzería de Earls Court Road, ya que, al parecer, de repente le habían entrado los remordimientos y quería «ayudarme». Mi madre y yo pensamos: «¡A lo mejor podemos sacarle unas perras al muy hijo de puta!». Así que para allá que me fui con intención de echarle un ojo al tío infeliz. Iba con la mosca detrás de la oreja y no me equivoqué.

Lo reconocí de inmediato. Parecía más bajo, pero es que además yo había crecido, claro. Era un pequeño desgraciado con gafas, encorvado y de calva prominente.

Supongo que, después de veinticinco años sin dar señales de vida, para él tuvo que ser violento verse las caras con una persona a la que había dejado tirada, desatendiendo su responsabilidad de poner pan sobre la mesa... Violento, sin duda. ¡Pero más violento fue para mi madre verse obligada a criarme sola a la vez que mantenía a mi abuela! «Me gustaría ayudarte a labrarte una carrera», me dijo, «para intentar compensar el no haber sido un padre como Dios manda». ¡Ja!

Yo le dije: «Mira, te lo pondré fácil. Toco en un grupo de rock y ando falto de equipo (¡se me había vuelto a joder el ampli!), así que, si me compras un cabezal y un par de bafles, aquí paz y después gloria, ¿de acuerdo?».

Se produjo una pausa. «Ah», dijo él. Me di cuenta de que mi propuesta no le terminaba de convencer.

«El negocio de la música es terriblemente precario», dijo.

(Al parecer, había sido un excelente pianista clásico en su juventud, pero su juventud se había marchitado).

«Sí», repliqué. «Ya lo sé, pero yo me gano la vida tocando».

(Mentira... ¡al menos en aquel momento!).

«Verás», dijo él, «yo lo que tenía pensado era pagarte algunas clases. Clases de conducir, de técnicas de venta. Se me había ocurrido que podrías ser representante comercial o...».

Dejó la frase inconclusa.

Ahora era mi turno de mostrar escaso entusiasmo.

«A tomar por culo», dije, levantándome de la mesa. Tuvo mucha suerte de que aún no nos hubieran traído la gigantesca pizza que habíamos pedido para «celebrar» la reunión o habría acabado con ella por sombrero. Me interné de nuevo en la senda de los sin padre. Se me antojó limpia y pura... ¡y eso que estaba en Earls Court Road!

Hablando de malnacidos hipócritas: mi grupo, Motörhead, fue nominado a un Grammy en 1991. La industria de la música haciéndonos otro favor, ya sabes. El caso es que cogí un avión en Los Ángeles (Nueva York me queda lejos para ir caminando). Llevaba una petaca de Jack Daniel’s en el bolsillo: me viene bien siempre que necesito aclararme las ideas. Mientras el avión se dirigía con elegancia hacia la recalentada pista de despegue, le di un sorbito al tiempo que meditaba agradablemente sobre lo divino y lo humano. De repente, una voz:

«¡Deme esa botella!».

Alcé la mirada; una azafata con peinado de granito y la boca prieta como un ojete se repitió, tal como suele hacer la Historia: «¡Deme esa botella!».

Bien, no sé cómo habrías reaccionado tú, distinguido lector, pero después de haber comprado y pagado la puta priva, yo desde luego no estaba dispuesto a desprenderme de ella.

Ni hablar. Así se lo comuniqué a la azafata. La respuesta: «¡Si no me da esa botella, haré que lo saquen del avión!».

La cosa se ponía interesante; éramos los quintos en la cola para el despegue, íbamos ya con retraso y ¿aquella cabeza de chorlito pretendía sacarnos de la pista por una petaca de Jack Daniel’s?

«Me parece muy bien», dije, «pare el puto avión y póngame de patitas en la calle», o algo por el estilo.

Y ¿te lo puedes creer? ¡La muy cretina lo hizo! ¡JAJAJAJAJAJAJA! Provocó que los demás pasajeros llegaran con retraso y perdieran sus trasbordos en Nueva York, todo por un cuarto de litro de reconstituyente líquido... ¿Y qué? ¡Que la jodan! ¡A ella y a sus putos humos! Cogí otro vuelo hora y media más tarde.

Las festividades no podían haber empezado con peor pie y el incidente marcó la tónica de todo el viaje. Cuando llegamos al legendario Radio City Music Hall (¡la Morada de las Estrellas!), todo el mundo iba vestido con esmóquines de alquiler en un esfuerzo por parecerse lo máximo posible a los hijos de puta que les estaban robando el dinero. Yo nunca me pongo esmoquin, no es lo mío, ¿sabes? Y no creo que a los acomodadores les hiciera gracia mi Cruz de Hierro.

En cualquier caso, tras haber sido nominados a un Grammy por nuestro primer álbum para Sony, se me metió en la cabeza la absurda idea de que quizás la empresa estuviera satisfecha. ¡Creo que ni se coscaron! A día de hoy todavía no he tenido la fortuna de admirar embelesado el esplendor de Tommy Mottola; aquella noche creo que probablemente debía de estar demasiado ocupado persiguiendo a Mariah Carey por su camerino. No soy un hombre excesivamente ambicioso. Un «hola», un simple «bienvenidos a la empresa» o incluso un «eh, tío» me habrían bastado. Nada. Niente. A tomar por culo. Me fui a la fiesta de Sire. Mejor aún: eché un polvo.

Así pues... que les jodan. ¡A ellos y a sus putos humos!

Lemmy: la autobiografía

Ian Kilmister y Janiss Garza

Madrid, Es Pop Ediciones, 2015

320 pp.

juliansorel20@gmail.com

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