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Cuenta mi padre que cuando Asunción era un suburbio, y más allá un rancherío con baldíos y al fondo el resplandor del río, aparecía en la tardecita polvorienta del sábado el camión Stewart con el piano vertical de la orquesta típica, seguido por el chiquillerío, los ladridos de los perros, la curiosidad de las comadres y el hormigueo del gustito a parranda y bailes maratónicos en el corazón de los jóvenes. En alguna pista amanecía un apuñalado tendido en la soledad de la muerte en trifulcas de tragos y mujeres, florecía algún romance y desaparecía alguna muchacha llevada, sin tiempo de pintarse los labios, por la fuerza del deseo macho a los yuyales de la fornicación. La fiesta inquieta el ánimo de todos, porque habrá caña y sobre todo música, porque los violinistas, bandoneonistas, contrabajistas y cantantes vienen atrás con anteojos oscuros y sacos abrillantados a pesar del calor, porque deberán cumplir dos roles, el de orquesta típica y el de orquesta de jazz, simplemente con el acto mágico de cambiar de indumentaria y repertorio. Habrá sido allá por los años cuarenta.
DESDE UNA PIEDRA INTERPLANETARIA
Don Lorenzo Álvarez, violinista y compositor, sentado en una enorme piedra que dicen que hace milenios cayó del cielo, en su San Cosme y Damián natal, con las palabras enredadas en los espesos vientos del sur, nos contaba historias de legendarias primeras orquestas, como aquella en que se inició, la de los hermanos Molinas, en Encarnación, y, después de la sangrienta revolución del 47, las de Leonardo Alarcón, la Típica Mauro, la de los Orrego, la de Florentín Giménez, la Iris, que, en el Salón Blanco de la confitería Vertúa, era igualita a la que se hundió tocando en el Titanic, y la suya, que causó furor y se adueñó de los acontecimientos clase A. Años de ver a enjoyadas damas de vestido largo en salones resplandecientes acodadas en las ventanas de los clubes de la capital y del interior; años, también, de patios rodeados de arpilleras a los que acudían chicas que se lavaban los pies en el último arroyo para calzarse los zapatos de taco alto después de caminar leguas con toda la parentela. Los hombres más respetados se ponían los pantalones blancos después del sudoroso trajín en calzoncillo largo; los traían en perchas para no arrugarlos, sin olvidar el cuchillo, por si las dudas. Algunos a caballo, otros en carretas tiradas por descomunales bueyes, con techos de cuero por si cayera un temporal, pues venían de lejos, cargado el revólver Smith «hueso» (o sea, Wesson) calibre 38, o 500 para los mansos y callados, que nunca disparan, excepto cuando les buscan, porque los van a encontrar, seguro, con un tiro en medio de la frente como recuerdo, para después seguir danzando como si nada.
BAILE DESPUÉS DEL EXTERMINIO
Don Lorenzo decía que tenía, como satélites oscuros, memorias muy remotas, dignas de mencionarse, como aquellos finales del 800, con el crecimiento de la animación bailable con bandas o conjuntos, que comenzó con arpa para la melodía y guitarras y tal vez flauta traversa o un trasnochado violín popular encantando la línea que separa el horizonte del cielo, con el ejecutante adormecido e inclinado, silueta fantástica alargada hasta el infinito cual sombra chinesca. Más tarde, con la explosión de bombos, platillos y chirimías de las pequeñas o grandes bandas militares, llegaron otros instrumentos, extraños aún, como el acordeón, el bandoneón y el piano, base de la que brotaron las orquestas iniciales. Tito Parducci, con diez músicos más, tocaba polcas, mazurcas y «shottisch» con su Gran Orquesta Bailable a la hora del crepúsculo, antes de que llegaran los fantasmas (despojados en sus tumbas en la reciente Guerra Guazú por los acólitos del Conde de Eu) a alcanzar los barrancos de la bahía y subir más al centro, contaba don Lorenzo, mientras se los pudiera contener y mantener a raya como meros espectadores.
Don Lorenzo también tenía otra formación, de bajo presupuesto, para cumpleaños o bodas de la poca gente que quedó después del exterminio, los incendios y los saqueos –relatados por, entre otros, Juan Silvano Godoi en sus Monografías históricas (Buenos Aires, F. Lajouane, 1893)–, muy elemental, con piano, flauta y violín, y que aun así embrujaba a las damas copetudas con sus valses vieneses. Sigue don Lorenzo contando que, a comienzos del siglo XX, un tal Víctor Ocampos actuaba con éxito en los cafés orilleros y los divertidos prostíbulos de cuarta de la zona portuaria, interrumpido frecuentemente por borrachos y conflictos de celos motivados por las meretrices, y en los intermedios de los cinematógrafos, con dulzones sonidos de baión, habaneras, polcas paraguayas y arrabaleros tangos, con tres violines, flauta, flautín, trompeta, trombón, «contrabajo chancho» y un par de excelentes guitarristas. Y cita al maestro Ichilo Benítez, recopilador de composiciones folclóricas que salvó de la desmemoria la canción de Malacara, caballo cimarrón que era el mismo diablo en forma de potro, que jamás se dejó domar por ningún jinete e incluso llegó a desnucar a dos de los más de cien que se atrevieron a montarlo, pero que se dejaba encariñar por los niños. O las creadas por el carapegüeño Bernardo Mosqueira, que hicieron historia. Antes de la guerra del Chaco (1932 - 1935) ya había un genio desplegando con maestría el abanico del bandoneón alemán Doble A, Juan Villalba, capaz de hacer cualquier cosa con aquel quejumbroso instrumento, como casi nadie, lo que es mucho si pensamos en Emilio Biggi, Herminio Giménez, César Medina o Luis Cañete, entre otros. La casa Viladesau pidió al músico y médico Atilio Valentino la primera grabación de música paraguaya y trajo cuarenta discos de Buenos Aires, que crepitaron en la gigantesca vitrola del Bar Oriental, frente al Panteón de los Héroes, convocando a una multitud asombrada de lo que podían hacer, había sido, los instrumentistas y cantores invisibles atrapados dentro de aquel fantástico invento. Tuvo que intervenir la policía, dice una publicación de la época en La Tribuna, para esparcir a sablazos a tanta gente. Mientras tanto, en el Teatro Granados, Aristóbulo «Nonón» Domínguez presentaba su última cosecha de música campesina y selvática. En el mismo frente de batalla se formó, sigue don Lorenzo Álvarez, entrecerrando los ojos como si esquivara instintivamente las esquirlas de algún proyectil, la indomable Orquesta Comanchaco, con sus temas con olor a pólvora y respeto a los treinta mil caídos en combate. O ausentes, como dice la poetisa e intelectual de Canarias Josefina Plá en un conocido poema.
Al culminar la contienda chaqueña, volvieron las parrandas y jaranas a tomar por asalto las calles de ciudades y pueblos. Pero después llegaron los enfrentamientos demenciales, la masacre inmisericorde, los bombardeos de poblaciones indefensas, los tiroteos en la calle, el saltar a golpe de sangre los cantones y atropellar casas para el rapiñaje y las violaciones de la Guerra Civil de 1947, que motivó el exilio de miles de compatriotas a localidades vecinas de Argentina, como Formosa. Justamente, otro inseparable amigo de mi papá, Elio Ramón Benítez, «El chico grande del jazz», más conocido en su círculo de íntimos como «Pastelí», adoptó su nombre artístico en dicha ciudad, escuchando hipnotizado la voz de una ignota actriz de radioteatro, Neneca Norton, y lo estrenó oficialmente en una fiesta de graduación del colegio Goethe, con sabor agridulce, pues en ella se ahogaron dos alumnos, al parecer muy felices etílicamente, en la piscina. Él solía contarme historias musicales de los tiempos de la «palmeada», el traje brin de hilo fresco y blanco, el saludo con sombrero panamá a la muchacha de sus ojos para sacarla a la pista de baile y deslizarla como sobre patines, apretándole la cintura de avispa, el apestoso e infaltable cigarrillo negro sin filtro que hacía toser con los pulmones, los traqueteantes tranvías y las patitas de cerdo con arroz en el bar La Colmena, recuerdos rescatados de los escombros de la nostalgia y la amnesia.
BAILANDO HASTA AGONIZAR
En los recuerdos de Neneco suenan boleros, marchas, chachachá, merequetengue, rasgueo doble, rock, guarachas, valses, guaranias, polcas kyre’ÿ que salían de su acordeón a piano o de la trompeta que tocaba en el batallón de scouts Rojas Silva junto al Paí Pérez. Cuando ensayaba en el órgano de la basílica de Itatí, le llegó de un soplo la primera de sus muchas canciones, entre ellas «Paloma blanca», cantada por Luis Alberto del Paraná, entonces Luis Osmer Meza, su compañero de juerga y travesuras. Actuó con orquestas que son leyenda, como Mauro, Iris y su propio conjunto, Los Caballeros del Ritmo, con Rudy Heyn y Chono Duarte, entre otros, en clubes y lugares de élite como el Belvedere, Vertúa, El Mbiguá, el Deportivo Sajonia y el Sol de América. Una tarde-noche de tereré y vermut mencionó que primero tuvo una gran influencia el tango, que llegaba del Río de la Plata, en las orquestas de los años cuarenta; se armaban maratónicos concursos de tango con parejas que resistían bailando días y noches hasta la agonía y que se iban desplomando hasta que quedaba una sola. Luego aparecieron otros ritmos, que entraron en el repertorio de la llamada «orquesta característica». En la década de 1950, brillaban la Típica Barreto, Florentín Giménez y su Gran Orquesta Típica, Alfredo Riquelme y la Novel, la Típica Orrego, aquella de los veintidós hermanos, Lorenzo Álvarez y orquesta, Leonardo Alarcón, la Típica Pampa, de Luis Torres, el Quinteto Real, la Orquesta San Solano, Alex Cool, los hermanos Vásquez, y las radios trasmitían sus actuaciones desde las fonoplateas con público. Las captábamos con receptores grandes como orejas de elefantes y con antenas de tacuara que llegaban hasta el cielo.
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