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Solos, pero frente a todos, con nadie, pero conectados, posando para el ojo que nos sigue, afirma nuestra existencia, nos da likes: gregarios como nunca. Editando nuestro perfil, filtrando nuestros gestos y experiencias, publicando o arrojando a trash nuestros actos, adecuando nuestra vida, nuestra apariencia y nuestras ideas al avatar que nos suplanta y que creemos que nos representa.
Que nos representa a nosotros, prototipos de formato obsoleto, por ineficaz para causar la impresión de nosotros elegida para ofrecer en línea, obsoleto por menos editable, menos manipulable por el deseo y por la voluntad: obsoleto porque escapa a los filtros y al control, porque se juega, porque lo arriesga todo y salta de la mátrix a la sucia vereda.
Es la vida real la que se ha vuelto obsoleta.
Volviendo a los ciudadanos digitales del ejemplo inicial, creo que gastarían buen dinero sin pensarlo dos veces para hacerse una selfie con, por ejemplo, un escritor, pero toda suma invertida en sus libros les sabría a derroche.
EL VERDADERO OUTSIDER
En los noventa, exponer la propia vida sin notar que era aburrida era cosa de abuelos, de ese tipo de anciano que se vuelve infantil y parece que solo puede hablar de sí mismo, tal vez porque se siente desplazado de las vidas ajenas –por eso uno tolera (o intenta tolerarla) la egolatría senil–. Y la exhibición física, un asunto de gente vanidosa y demasiado tonta para saber cuándo está haciendo el ridículo.
El calcetín se ha vuelto del revés: ya no se desdeña al megalómano por desconsiderado, egoísta y plomazo; por el contrario, el raro es el discreto, lo anormal es el pudor, lo temible es el laconismo, la amenaza es el silencio.
El sospechoso, el extraño, tal vez el inadaptado es el que decide que para él se siguen definiendo como antagónicos los conceptos de lo privado y de lo público, el que no dice nada o dice poco, el que no mendiga la aprobación de nadie contando lo que piensa, siente o hace, el que no posa, el que vive, en suma, simplemente, a su antojo, sin correr a compartir cada estornudo en las redes sociales.
Ese es ahora el verdadero outsider. En nuestro reality show, demostrar semejante independencia del tirano panóptico, de ese ejército ubicuo de contactos incorpóreos, es un desafío. Es tal vez también un síntoma de fuerza que sugiere todo un posible arsenal de recursos mentales y morales en vías de extinción.
Pero, sobre todo, es algo que se parece demasiado a la invisibilidad. Y como no se puede controlar ni vigilar al invisible, la invisibilidad es inquietante, es incómoda, y hoy se nos antoja ya, en el fondo, siempre potencialmente peligrosa.
Y en efecto, por fortuna, es peligrosa.
FÓRMULAS DEL PELIGRO Y DEL PODER
La invisibilidad es peligrosa por lo que, con su desinterés por revelar, revela: autonomía. Uno digitaliza cuanto hace porque ha empezado a depender, para sentirse real, de esa mirada de todos y de nadie que recibe de internet y de las redes sociales, ojo plural que vuelve real lo que se vive. Que solo cuando, fotografiado y publicado ya, le consta al que lo vivió que ha sido visto, siente que en verdad fue algo vivido.
El devoto expone sus pecados, su intimidad, al confesor al que no ve y a un Dios que lo ve todo y que está en todas partes sin ser visto; iguales a ese devoto, en este mismo segundo miles de millones de esclavos que acaban de alzar algo a la red están temblando de miedo ante el posible infierno de un silencio letal por toda respuesta y, cruzando los dedos, aguardan el primer «me gusta» que les devolverá el alma al cuerpo. Ver sin ser visto: perfecta y asimétrica fórmula del poder.
La invisibilidad es peligrosa, porque a los seres humanos siempre nos ha importado la opinión de los demás, pero convertir tu vida y a ti mismo en creaciones mediáticas manipulando en línea tu persona pública y editando hasta tu alma solo para encajar, recibir la aprobación de la audiencia al corresponder a lo que es para ella plausible, es estar por completo sometido.
Y si alguien se mantiene al margen y no agita, como todos los demás, su ropa interior en medio de la plaza, ese alguien, según la misma lógica, de alguna forma no estará sometido como los otros. Ya sea que decida hacer uso de su libertad para oponerse a lo que todos defienden, ya sea que ni se le ocurra, siempre resulta sospechoso, por el hecho de tener la capacidad de hacerlo.
CON Z DE ZOMBIS
Si el que vive ya está pensando en exponer lo que vive para ser reconocido como sujeto de lo que está viviendo, vive a medias: el que vive del todo, con pasión y lujuria de vivir esa vida, está en ella tan inmerso que no piensa en el momento ulterior. Planear cómo contar un momento supone no estar del todo en él. Vivir a medias una vida que es más registro y exposición de los detalles de la vida que vida en sentido estricto; simulacro de vida, tal vez como el de los miembros de la llamada Generación Z, así, con Z de zombi. De eso se los acusa, al menos, aunque personalmente no veo que solo los nacidos en el siglo XXI sean juguetes y lacayos de los likes y la «opinión pública» virtual; ni siquiera que sean los más extremos en esto.
De hecho, los habitantes más jóvenes del planeta no navegan en internet: son navegados. Bebés «compartidos» en la red que cuando crezcan encontrarán un registro de sí mismos comentado por sus padres. Una falta de respeto hacia los hijos, pero un truco para recibir aprobación social online de los que mejor funcionan: los progenitores llaman así (y lo mejor es que lo hacen como si no se lo propusieran) la atención sobre lo mucho que quieren a sus hijos, lo buenas personas que, por ende, son, lo bien que escriben (sobre sus hijos), lo bien que saben tomar fotos (de sus hijos), etcétera. Con la citada ventaja de que no parecen estar presumiendo, sino poniéndose en segundo plano, con espontánea modestia –cuando en esto nada hay de modesto ni de espontáneo–. En este caso, los obsesionados con la pantalla no son los miembros de la Generación Z, sino que son los mayores.
DE ESPALDAS AL SOL
Por otra parte, esa obsesión lo falsea todo, no solo a los progenitores irrespetuosos. Hasta el que elogia a un amigo lo puede hacer a veces, al mismo tiempo, por lo general inconscientemente, para, de paso, mostrar lo noble que es al elogiarlo tan generosamente. El que agradece un favor, del mismo modo, también obtiene, de paso, la satisfacción de hacerles ver a todos que él recibe favores; ergo, que se le aprecia; ergo, que es digno de aprecio. Etcétera.
La hipocresía, las mezquinas segundas intenciones de esos pocos ejemplos las sabemos o las sospechamos todos, pero, cual si no existieran, seguimos haciendo el ridículo con alardes que en el fondo –quiero creer esto; lo necesito– no es posible que logren engañar realmente a nadie. El quid del traje nuevo del emperador no es que todos lo vean realmente, sino que en realidad nadie lo ha visto nunca, pero todos están sinceramente convencidos de que lo ven y pueden jurar de buena fe que lo están viendo.
La aceptación social en línea no es real: es mera estadística; la viralización de un contenido tuyo no te hace más interesante, más inteligente ni más churro o más linda que un meme de Kim Kardashian. El fantasma de las redes como configuradoras de tu identidad y tu subjetividad te hace obedecer el capricho de un espectro. Si eso es lo que quieres, adelante, conviértete en un dispositivo y sigue para siempre conectado con todos y con nadie. Tomate selfies con tu smartphone. Tú de espaldas a las ruinas jesuíticas. Tú de espaldas a la Esfinge de Gizeh. Tú de espaldas al Partenón. Lo que pasa en el universo no es importante: lo importante es lo que te pasa a ti. Tú de espaldas al Coliseo. Tú de espaldas al Taj Mahal. Tú de espaldas al Sol. Tú de espaldas a todo. Tú de espaldas a la historia. Tú de espaldas a ti mismo.
montserrat.alvarez@abc.com.py