Cita a ciegas

Jorge Luis Borges es una figura que sigue despertando la imaginación de los porteños.

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A los 25 años de su muerte, su figura enigmática, como de un Homero moderno, con su báculo y su andar incierto, es una fuente de inspiración para los nacidos en Buenos Aires y para el caso que nos ocupa, inspiración para el dramaturgo Mario Diament. Su rostro de ciego llegó a tener la belleza de las estatuas. De joven era un hombre nada apuesto, pero de viejo había adquirido un aire ceremonial que hacía juego con su fama universal de sabio hombre de letras. (Pieza teatral de Mario Diament)

De entrada, quiero cometer una digresión y haré un poco de historia.   

Borges había conocido al paraguayo Pablo Max Ynsfrán en Texas. Pablo Max era un ensayista que actuó durante el gobierno de Estigarribia y luego estuvo en calidad de diplomático en varios países. Conoció al porteño en la Universidad de Austin, Texas, ejerciendo la docencia de Historia Hispanoamericana. Cuenta Borges que Pablo Max quería volver al Paraguay, pero la situación política tan convulsa se lo impedía. Además, le invadía el temor de que su recuerdo nostálgico no coincidiera con la ciudad que había dejado cuando la dictadura de Higinio Morínigo le obligó a refugiarse en los Estados Unidos. Cuenta Borges que él también penaba por volver a Buenos Aires, pero cuando lo hizo, la encontró tan cambiada que escribió unos versos que dicen: "Yo nací en una ciudad, que también se llamaba Buenos Aires".   

Borges y Buenos Aires fueron creciendo juntos. Es por eso que la canta en tres tiempos.   

Uno de ellos, cuando su ciudad era todavía de casas bajas y la llanura (la pampa) se extendía en el horizonte. Sus referentes eran los gauchos, los compadritos de Palermo y los poetas Evaristo Carriego y Macedonio Fernández. Estos eran amigos de su padre. Luego aparece la Bs. As. que instala el agua corriente y el alcantarillado, mientras va recibiendo a los inmigrantes europeos que llegaban a centenares en los barcos. A su regreso de Texas, su añorada Bs. As. era otra ciudad, pero además su ceguera ya le impedía apreciarla acabadamente. Entonces dice en su "Poema de los dones":  "Nadie rebaje a lágrima o reproche, esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche".

Borges, curiosamente, no le canta a una Buenos Aires coronada de oro y plata, común alabanza hacia una criatura querida. Antes bien –y para ponerlo en un ejemplo— hablando de la insoportable transitoriedad de la vida, dirigiéndose a su amada Bs. As., dice "… no nos une el amor sino el espanto, será por eso que la quiero tanto…". ¡Y claro!, ¡ocurre que se refiere al lugar más psicoanalizado del planeta! ¡Entonces, los porteños lo adoran!

¡Pero no se inhiba el lector! ¡No es necesario saber todo esto de Borges para disfrutar intensamente de la pieza teatral Cita a ciegas! Solamente que, conociendo al escritor, nuestro placer estético se multiplica aún más.   

El auditorio paraguayo puede participar intensamente de la agudeza de las conversaciones y de los conflictos del empresario desempleado (Ilutovich); de la chica histérica que no sabe amar y que, cuanto más busca el amor, más se desilusiona (Natalia Nebbia); de la búsqueda del amor "que solo se llena con eternidad", cual es el caso del personaje de Marisa Monutti.    

No es feliz hacer comparaciones, pero haciendo una aproximación solo con el fin de ser más clara, hablar con Borges bajo un árbol gigante sería como hablar con José Luis Appleyard en un banco de la plaza uruguaya, o hablar con don Félix de Guarania o tal vez con Roque Vallejos. En la letra de estos bardos desaparecidos la gente se sigue sintiendo reflejada. Ellos son un espejo de las penurias de nuestras pasiones. Es por eso que, si alguno de ellos nos prestara su oreja (ellos ya están muertos, pero, como dice Borges, es posible que haya un mundo paralelo y sincrónico, de geometría barroca y bestias mitológicas, en donde podamos hablar sin que las barreras del tiempo nos hagan imposible el encuentro), si alguno de ellos nos prestara oreja, ¡le haríamos confesiones como ante un psicoanalista!   

¡Pero los paraguayos somos tan ingratos con nuestras figuras descollantes! ¡Al que se destaca, se busca serrucharle el piso para que esté nomás a la altura de la mediocridad de todos! ¡Es así como nos invisibilizamos unos a otros! ¡Para que nadie brille! En el caso de estos poetas nuestros, deberían ser tratados como si siguiéramos dialogando con ellos y con su herencia de apasionada  belleza. ¡Y pasión significa sufrimiento, y la belleza es un señuelo que, con sus luces, nos distrae del dolor de vivir!   

José Luis Ardissone está tan logrado en su papel que no necesita de maquillaje para hacer del escritor ciego. Marisa Monutti está cada vez más crecida como actriz y cada día más bella. Margarita Irún es tan solvente como siempre. Gustavo Ilutovich cuenta en el prólogo que los actores lo conocen como compañero y ahora dirigirlos ha resultado para él todo un desafío. ¡Y le resultó formidable!

El acierto de la puesta minimalista hace soñar con un Borges frente al restaurante La Biela del barrio de la Recoleta de Bs. As. Un lugar donde realmente se sentaba el poeta, y quien esto escribe lo buscó una vez (cuando se había ido a aquella ciudad para buscar su Verdad a través de un tratamiento psicoanalítico) y le leyó poesía paraguaya para placer y palmoteo del octogenario, ¡que iba escandiendo los versos de Ortiz Guerrero, de Delfín Chamorro y de Alejandro Guanes!   

Gustavo Ilutovich, con su vida dedicada al teatro, nos tiene que acercar más obras de sus compatriotas y de otros lugares del mundo, de tal suerte que su teatro sea una ventana para escudriñar el universo (el real y el paralelo) desde nuestra atenta butaca de madera.

*Ensayista, psicoanalista
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