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Recordemos la crisis de otro paradigma, semejante al tsunami que barrió en nuestros días con los valores en que creíamos. A fines de los 60, el Filosofado de los jesuitas abrió sus puertas a estudiantes laicos. Aproveché la oportunidad y me dediqué a estudiar escolástica durante cuatro años. Fue un viaje al medioevo. Todas las materias se organizaban en tesis que culminaban en una demostratio en la que refutábamos a los adversarios y demostrábamos que el jesuita Francisco Suárez tenía la razón. Participábamos de disputatios en las que defendíamos indistintamente posiciones tomistas, escotistas o suarecianas; reflexionábamos sobre las estrellas, formas sin materia paralizadas en el cielo, y las inquietudes que suscitaban los seis planetas («errabundo» en griego) que parecían moverse, demostrábamos que era imposible demostrar que cuando un ser cambia de materia tenga que cambiar de forma. Así quedaban a salvo el geocentrismo y el dogma de la eucaristía. Contactábamos con el siglo XX con la scientiarum exitus en la que estudiábamos ciencias, y la historia de la filosofía. Fue la aventura más anticuada, apasionante, inútil y valiosa de mi vida.
No existen los filósofos que reflexionan en abstracto, ni siquiera cuando lo hacen en nombre de Dios. Siempre están vinculados a la lucha por el poder y al enfrentamiento entre el dogmatismo y la ciencia. En el siglo XIII se inició una polémica que continuó en los institutos religiosos hasta el Vaticano II. En 1216, Honorio III aprobó la constitución de la Orden de los Predicadores, formada en la lucha en contra de los albigenses, partidarios extremistas de la pobreza de la Iglesia. Después, el Papa les encargó organizar y presidir el Santo Oficio de la Inquisición y fueron dominicos Kramer y Sprenger, los autores del Malleus Maleficarum, un tratado cruel y misógino acerca del diablo, que mandó a la hoguera a miles de mujeres sospechosas de brujería. Santo Tomás escribió la Summa Theologiae consagrada por el Papa cuando dijo que «los puntos principales de la filosofía de santo Tomás son los fundamentos sobre los cuales se apoya toda ciencia de las cosas naturales y divinas». En nuestra facultad nunca refutamos explícitamente al Doctor Angelicus, sino que lo enfrentamos en cabeza de Cayetano, otro dominico que reprodujo sus ideas. El contrapeso a los Predicadores había aparecido en 1209 cuando Francisco de Asís fundó su orden de frailes mendicantes, defendiendo la pobreza y oponiéndose a la escolástica oficial. Tres franciscanos, Duns Escoto, Guillermo de Ockham y Francis Bacon, concibieron teorías que pusieron la base para el empirismo, rechazaron el lenguaje barroco de la escolástica y fomentaron el sentido común y la sencillez del discurso. Ockham es padre del nominalismo, teoría que afirmó que sólo existen seres concretos y no los universales. Es decir, una silla es ella misma y no una mera proyección de la silla ideal. Su «principio de la navaja» dice que «en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta».
Los dos enunciados fueron demasiado revolucionarios para la época. Ockham fue excomulgado y murió fuera de la Iglesia. Roger Bacon fue otro franciscano que, cansado de los enredos metafísicos, desarrolló el método experimental para buscar la verdad. Consciente de que los sentidos suelen engañar, postuló que entre el sujeto cognoscente y los objetos existen ídolos, filtros que falsean la verdad. Ese fue el origen del concepto de ideología. Sus tesis y su simpatía por los franciscanos más radicales lo condujeron a la cárcel.
Estudié todo esto mientras el hombre pisaba la luna, los jóvenes vibrábamos con Woodstock y el Mayo francés, leía a Cooper, Laing, Grinsberg, Sartre, Artaud, Russell, el Corno Emplumado. Fue maravilloso. Si tuviese que vivir nuevamente, no dudaría en volver al Filosofado. Recuerdo con admiración a mis maestros, aunque me parece poco probable que las estrellas sean formas sin materia. En mi concepción de la vida, la consideración personal e intelectual no pasa por juzgar las convicciones de los demás. Me pasa lo mismo con quienes trabajan dentro de un paradigma en el que creí cuando joven y ahora parece obsoleto. Carta Abierta es un grupo emblemático de esa posición, compartida con más moderación por otros autores. Disfruto de su lenguaje churrigueresco, me gustan algunos de sus libros, pero, como Ockham, no creo que existan seres ideales. Algunos creen que el demonio actúa en la historia, que el imperialismo es un ser al que se puede perseguir por los pasillos de un avión con un desarmador, que existe una «revolución» que cuando conviene a sus fines puede convalidar a dictadores militares, al nacionalismo, al machismo, al atropello de los derechos humanos y de la libertad de prensa. Añoran el mundo bipolar en el que Rusia colonizó parte de Europa y de África. Respeto su fe, pero yo no creo en el diablo. Me parece que la historia la hacen seres humanos reales, con equivocaciones y aciertos, con sueños y delirios. Cuando hace poco visité la Europa liberada por el Ejército Rojo sólo vi un odio fanático en contra de Rusia y el socialismo. En Budapest me echaron de un restaurante porque una amiga que me acompañaba habló unas palabras en ruso. En 1980 estuve en Kenia con activistas que participaban de las revoluciones africanas. Cantamos A luta continua de Miriam Makeba, celebramos los triunfos de Mugabe en Zimbabue, de Siad Barré en Somalia, de Kadafi en Libia, de Hallie Maryam en Etiopía y de Ngouabi en el Congo. Todos esos proyectos terminaron en tragedias, dos de esos países se disolvieron. No aceptarlo y añorar la etapa soviética es contrario al sentido común.
Los dominicos tenían una verdad avalada por el Creador. Actualmente la tienen Abubakar Shekau, líder del Boko Haram en Nigeria, los ayatolás de Irán y otros escogidos por Dios. Ellos no hablan con quienes no comparten su fe, porque los consideran demonios que deben exterminar.
Nuestros predicadores laicos latinoamericanos están seguros de sus dogmas pero felizmente no pueden matar disidentes ni organizar nuevos Procesos de Moscú. No están iluminados por dioses sofisticados sino por simples caudillos tropicales, demasiado mortales para pretender la eternidad. Primo Levi, cuando en su libro Si esto es un hombre se refiere a este tipo de líderes, dice que «hay que desconfiar de los jefes carismáticos. Puesto que es difícil distinguir a los verdaderos profetas de los falsos, es mejor sospechar de todo profeta, renunciar a la verdad revelada… conformarse con otras verdades más modestas y menos entusiastas, las que se conquistan con mucho trabajo, poco a poco, sin escatimar el estudio, la discusión y el razonamiento, verdades que pueden ser demostradas y verificadas».
No llegamos a hablar de los intelectuales y la subversión. Lo haremos en la próxima nota.
Profesor
Universidad George Washington