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Este año se cumplen, por un lado, un siglo de la muerte del poeta nicaragüense Rubén Darío y, por otro, tres décadas de la muerte del escritor argentino Jorge Luis Borges, lo que hace coincidir en las conmemoraciones oficiales del centenario y la treintena a dos hombres que ya tienen coincidencias más importantes que las que caben en los calendarios. Estas coincidencias entre ambos requieren más desarrollo, pero de momento vaya, a modo de ilustración, adelanto y esbozo, un ejemplo pictórico de aprecio compartido: Alberto Durero, el mayor artista del Renacimiento alemán, el enorme Albrecht Dürer (Nuremberg, 1471-1528), que inspira, con su grabado El Caballero, la Muerte y el Diablo (Ritter, Tod und Teufel, 1513), a Borges este poema:
Dos versiones de «Ritter, Tod und Teufel» (A. Durero)
I
Bajo el yelmo quimérico el severo
perfil es cruel como la cruel espada
que aguarda. Por la selva despojada
cabalga imperturbable el caballero.
***
Torpe y furtiva, la caterva obscena
lo ha cercado: el Demonio de serviles
ojos, los laberínticos reptiles
y el blanco anciano del reloj de arena.
***
Caballero de hierro, quien te mira
sabe que en ti no mora la mentira
ni el pálido temor. Tu dura suerte
es mandar y ultrajar. Eres valiente
y no serás indigno ciertamente,
alemán, del Demonio y de la Muerte.
II
Los caminos son dos. El de aquel hombre
de hierro y de soberbia, y que cabalga,
firme en su fe, por la dudosa selva
del mundo, entre las befas y la danza
inmóvil del Demonio y de la Muerte,
y el otro, el breve, el mío. ¿En qué borrada
noche o mañana antigua descubrieron
mis ojos la fantástica epopeya,
el perdurable sueño de Durero,
el héroe y la caterva de sus sombras
que me buscan, me acechan y me encuentran?
A mí, no al paladín, exhorta el blanco
anciano coronado de sinuosas
serpientes. La clepsidra sucesiva
mide mi tiempo, no su eterno ahora.
***
Yo seré la ceniza y la tiniebla;
yo, que partí después, habré alcanzado
mi término mortal; tú, que no eres,
tú, caballero de la recta espada
y de la selva rígida, tu paso
proseguirás mientras los hombres duren.
***
Imperturbable, imaginario, eterno.
(De Elogio de la sombra, 1969.)
Y que inspira, con otro grabado, Familia de sátiros (circa 1505), basado en una historia de Filóstrato acerca de una familia de centauros (el gran flamenco hizo inicialmente bosquejos de centauros, pero al cabo se decidió por los sátiros para su estampa de la idílica existencia familiar en la Edad de Oro, antes de la caída del hombre, cuando se vivía en perfecta armonía con la naturaleza) a Rubén Darío este otro poema:
Palabras de la satiresa
Un día oí una risa bajo la fronda espesa,
vi brotar de lo verde dos manzanas lozanas;
erectos senos eran las lozanas manzanas
del busto que bruñía de sol la Satiresa:
era una Satiresa de mis fiestas paganas,
que hace brotar clavel o rosa cuando besa;
y furiosa y riente y que abrasa y que mesa,
con los labios manchados por las moras tempranas.
***
Tú que fuiste, me dijo, un antiguo argonauta,
alma que el sol sonrosa y que la mar zafira,
sabe que está el secreto de todo ritmo y pauta
en unir carne y alma a la esfera que gira,
y amando a Pan y Apolo en la lira y la flauta,
ser en la flauta Pan, como Apolo en la lira.
(De Prosas profanas, 1896.)
No es la única coincidencia; son muchas. Otra, por ejemplo, esta vez no pictórica, sino teológica, es la devoción por Swedenborg. Así, en El caso de la señorita Amelia, de 1894, relato en el cual Darío habla de esoterismo a través de la voz del doctor Z., por ejemplo, aparece Limbuz, el personaje demoníaco de Swedenborg, teólogo cuyos ángeles y demonios Borges, como es sabido, tanto amó. Pero si hubiera de cerrar este breve escrito con una coincidencia más admirada o querida que las otras, con una coincidencia favorita, creo que, por sobre todo, ni Borges ni Darío –ni el segundo con sus princesas melancólicas, sus castillos a orillas del Rhin, sus ninfas, sus sátiros, sus cisnes bávaros y sus rebaños de elefantes, ni el primero con sus medievos germánicos, sus arenas árabes, sus reyes, sus laberintos, su Tlön, su Uqbar, su aleph y su obsesión por la lengua anglosajona– caen jamás en creaciones nacionalistas ni en fervores patrióticos; ambos, antes bien, y por el contrario, son felices provocadores que cultivan con fortuna e ingenio y aman por igual la incorrección política, las bromas que pesadamente castigan con linchamientos u ostracismo los biempensantes, el indómito llevar la contra en el terreno de las ideas y, sobre todo, esa preciosa cualidad, misteriosa y profundamente emparentada con la anterior, de la que en nuestro mundo tantos carecen, y que otrora se llamaba «gusto».
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