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Entre lo más conocido de la pintura del Bosco (1450-1516), pintura de la locura y de los monstruos, está el retablo llamado El Jardín de las Delicias, actualmente en el Museo del Prado (Madrid), tríptico de fecha de ejecución incierta que la mayoría de los historiadores sitúa entre 1500 y 1510. La compleja trama simbólica de esta obra y sus imágenes cargadas de oscuros y poderosos sentidos han inspirado hermosas e inquietantes lecturas. Entre ellas, las del notable crítico de arte británico John Berger, fallecido este lunes, apenas pasado el año, 2016, del quinto centenario de la muerte del gran pintor flamenco.
Recordémoslos a ambos con este tríptico. En la cara externa de sus dos paneles laterales, al cerrarlos, vemos gestarse el universo en una esfera luminosa que guarda las embrionarias primeras formas vegetales y minerales, todavía mezcladas e indistintas, bajo borrascosas nubes y contra un fondo negro en una de cuyas esquinas superiores un anciano de barba cana, Dios, sostiene un libro junto al que unos versos del Salmo XXXIII recuerdan el Génesis: «Ipse dixit et facta su[n]t/Ipse ma[n]davit et creata su[n]t».
Abierto el retablo, adentro, en el ala izquierda, se ha consumado ya la Creación: es el Edén, jardín poblado por elefantes, unicornios, un pájaro tricéfalo, jirafas, patos... En la parte inferior, un Dios joven toma a Eva de la mano al presentarla a Adán mientras su diestra los bendice.
El jardín del panel central ya no es el Edén, pero en él todavía los cuerpos desnudos se abandonan despreocupadamente al juego del amor mientras la tierra les regala sus frutos, los animales se dejan montar y los pájaros se posan en las cabezas de las bañistas de la fuente bajo la luz pareja de un tibio y manso mediodía universal de colores brillantes. (Fraenger, como es sabido, vio en esta representación bases para su famosa tesis, según la cual el Bosco fue miembro de los Hermanos del Libre Espíritu, secta herética, libertina y panteísta surgida en el siglo XIII y cuyo fin era volver a la inocencia anterior a la Caída –si bien la mayoría de los historiadores rechaza esta teoría por escasez de pruebas–).
La ingravidez en los gestos y los cuerpos, la luz irreal y las formas desproporcionadas y aun híbridas se prolongan en el ala derecha, pero ya no es sueño, sino pesadilla. Lo que era juego erótico se vuelve aquí júbilo monstruoso, avidez y fragmentación alucinadas. Entre fusiones de lo animal y lo humano, utensilios animados, cabezas sin cuerpo, un conejo enorme lleva, con la lógica invertida del mundo siniestro, clavada en una lanza a su víctima, que se desangra: el cazador, cazado. Los objetos cotidianos han crecido y se han vuelto desconocidos y enemigos. Un cuchillo con orejas descuartiza condenados a su paso. Un condenado cuelga del mástil de un laúd; otro tiene tatuada una partitura en las nalgas; otro es sodomizado por una flauta; otro está atrapado en las cuerdas de un arpa como una mosca en una telaraña. En los lagos, los ríos, los hornos, las rutas, el horizonte, el aire, un mal invisible parece deformar la materia en un sentido contrario al de la naturaleza. En medio del Infierno, un Hombre-Árbol de melancólica expresión mira al espectador, testigo pensativo y triste de sus propias desconcertantes mutaciones. Su torso, que es un huevo, está roto y se ha vuelto taberna de demonios, los troncos huecos de sus piernas rematan en barcas que flotan en un negro estanque, y en el gran disco que lleva como grotesco sombrero giran los monstruos como en una pista de baile en torno a una gigantesca gaita, que, a modo de emblema, la bandera de la taberna reproduce.
John Berger vio una profecía en este Infierno:
«Es un espacio sin horizonte. Tampoco hay continuidad entre las acciones, ni pausas, ni senderos, ni pautas, ni pasado ni futuro. Solo vemos el clamor de un presente desigual y fragmentario. Está lleno de sorpresas y sensaciones, pero no aparecen por ningún lado las consecuencias o los resultados de las mismas. Nada fluye libremente; solo hay interrupciones. Lo que vemos es una especie de delirio espacial. Comparemos este espacio con lo que se ve, por lo general, en los anuncios, en los telediarios o en muchos de los reportajes realizados en los diferentes medios de comunicación. Nos encontramos ante una incoherencia similar, una infinidad similar de emociones inconexas, un frenesí similar. Lo que profetizó El Bosco es la imagen del mundo que hoy nos transmiten los medios de comunicación, bajo el impacto de la globalización y su malvada necesidad de vender incesantemente. La profecía de El Bosco y esta imagen del mundo parecen un rompecabezas cuyas piezas no encajarán nunca… Todas las figuras intentan sobrevivir concentrándose en sus necesidades más inmediatas, en su supervivencia. En su grado más extremo, la claustrofobia no está causada por el exceso de gente, sino por la discontinuidad entre una acción y la siguiente, la cual, sin embargo, está casi al alcance de la mano. Eso es el Infierno»
(John Berger: El tamaño de una bolsa, Madrid, Taurus, 2004, 280 pp. –primera edición: The Shape of a Pocket, Nueva York, Pantheon Books, 2001).
No hay en el Infierno causalidad ni, por ende, sentido; no hay continuidad entre los actos ni, por ende, propósito. No hay más que la inmanencia cerrada del presente, sin salida. En el espacio del Infierno no existe relación entre lo que en un punto pasa y lo que ocurre en otro, ni hay futuro en el tiempo del Infierno. Es la perfecta prisión de lo inmediato absoluto. El monstruo con cabeza de pájaro come condenados, alguien se mira al espejo, alguien duerme, alguien vomita, alguien defeca, alguien cae a la fosa, el cuchillo con orejas avanza, arrolla y mutila, la monja-cerda abraza a su víctima, el Hombre-Árbol mira al espectador y es testigo de su propia disolución... No hay caminos, y, si los hay, son como el de ese trineo que, en el lago congelado, se dirige a su propio naufragio. Y ningún naufragio marca una pausa en el Infierno. Nada detiene la incesante actividad sin dirección. No hay atrás ni adelante, ni arriba ni abajo, ni causa ni efecto, ni pasado ni futuro: solo acción pura y ciega en el presente sin pausa.
Es nuestro mundo, en el proceso de su disolución.
El nombre del pintor era Jerónimo van Aken, de Hertorgenbosch, cerca de Amberes. No pintó tentaciones de placer ni de felicidad, sino otras más poderosas, primas hermanas de la muerte, los éxtasis horribles de la caída, las carcajadas en el parque temático del pecado, las delicias de perderse y llegar hasta el fondo sin cara, hasta el secreto imán de la pérdida de los límites, del fin de los cuidados y cautelas que preservan la vida; bajo la superficie del frenesí y la alegría, es la presencia sorda y subterránea de la locura lo que se revela, comprometiendo la totalidad del ser en un abismo en el que placer y horror, Paraíso e Infierno son iguales.
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