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La fuerza de las ideas
Ya hice referencia a que no es novela de acción; los personajes se mueven en el pasado: el padre, la madre, la amante de César, y los recuerdos de juventud de Estela.
Los personajes viven sus conflictos internos, que los acompañan a lo largo de su existencia: deseos insatisfechos, errores irremediables, confesiones íntimas, fracasos; confusiones emocionales que constituyen sus propios fantasmas, que se corporizan para martirizarlos. Estas confesiones se exteriorizan en monólogos que expresan machismo, subordinación conyugal, estructuras de dominación de la dictadura stronista, esclavitudes de vicios, miserias sociales, tiranía de los mayores hacia los hijos, ingratitudes, abandonos, olvido e indiferencia hacia los ancianos.
Un clima de tristeza envuelve la novela, los personajes se cuestionan su propia existencia, y la inacción para luchar por el propio bienestar y la búsqueda de la felicidad los convierte en seres taciturnos, como expresa el mismo relato. Fracasados, conformistas, aun los luchadores se abandonan, dejan de batallar y se allanan a una vida gris, y lo expresan con marcado cinismo. Ningún personaje es alegre; la luz, los colores se disfrutan en soledad; la música sirve como motivo de reflexión culta, no se la disfruta ni se la comparte. La felicidad se vuelve esquiva.
Por fin diré que es una novela a ratos filosófica, como en los pasajes en que se reflexiona sobre el tiempo o la muerte.
La crítica social es áspera, la voz del narrador enjuicia y condena, se sirve de la metáfora muy bien lograda en magistral alegoría refiriéndose a nuestro país.
Reflexiones sobre la era Itaipú
“… Un pueblo obnubilado por la inesperada riqueza, antes pobre pero siempre oprimido e incapaz de razonar, porque las células del razonamiento se quemaron en el fuego fatuo de la codicia y el servilismo”.
Al referirse a un mitin de estudiantes universitarios, convocado en la Plaza Italia, se lee esta ácida reflexión sobre la dictadura de Stroessner, que se mostró con “descarnada crudeza”.
“… Consiguió destruir todos los valores que mantienen el equilibrio entre el honor y la vergüenza, para acabar por transitar la dignidad y el honor de hombres y mujeres en una cohorte repulsiva de sumisos cortesanos dedicados a exaltar su megalomanía”. (p. 161).
El autor cuenta el suceso de la Plaza Italia, ocurrido el 28 de mayo de 1959; después vino la huelga, la persecución, la implantación del terror por parte de la “guardia urbana”, un grupo de baja ralea, hombres ruines y perversos con derecho de arrestar o de castigar a las víctimas, opositores del régimen.
En un parágrafo nos recuerda que los manifestantes de entonces eran jóvenes con ideales encendidos que portaban la antorcha de la libertad que después se extinguió a causa de la intolerancia, de la dádiva y del terror.
De este modo describe los tiempos de la dictadura
“El tiempo transita alrededor del enorme árbol pero no transcurre. Los años siguen siendo iguales, los días, luchas sordas y arrancan de enjambres que tratan de satisfacer al presidente, cuyo santuario se encuentra en las ramas más altas de la estructura. De ahí hace los gestos de complacencia o disgusto suficientes para que por toda la estructura corra un temblor helado”.
En el tema del amor, el autor reflexiona de este modo en su entrevista con el inquisidor.
“En mi caso la concepción del amor es algo constituido por una serie de vericuetos provenientes vaya a saber de qué lejanos atavismos que me fueron inculcados en la infancia. No soy freudiano, pero esas cosa que se escuchan, o al menos se perciben, crean raíces profundas en el ser humano. El sexo no es para mí como para muchos, la razón de ser del acercamiento. La unión sobrepasa el límite del contacto físico para adquirir ese sacrum facere, esa sacramentalidad que le confiere un sentido místico, una magia inexplicable para quien desarrolla su vida entre las márgenes de un prosaísmo crónico de nuestros días, sin imaginación, sin sueños, sin verdadera poesía”. (p. 156).
Sobre el paso del tiempo, el escritor mezcla reflexiones y sueños, que alternan en un plano en que la irrealidad invade el pensamiento, como una sucesión de historias que se superponen en la mente.
“La sensación de pérdida que le causó el sueño fue tan intensa que sintió el deslizar de una lágrimas sobre sus mejillas. No lloraba a los muertos, sino a su propia muerte, el final de su infancia, la huida de su juventud, el abandono de la madurez que cada año con mayor celeridad lo empuja hacia el abismo de una ancianidad inmisericorde, hacia el momento límite de la oscuridad y la ausencia definitivas”. (p. 117).
En conclusión: Casola presenta después de 40 años como conmemoración de la aparición de La Catedral Sumergida, su novela de la madurez, en que la filosofía juega un papel preponderante, la sicología presta su ayuda para la profundización de la intimidad de sus personajes.
El lenguaje conceptual preciso, las descripciones claras, las frases escasamente adjetivadas le otorgan objetividad; las instancias relevantes de realismo, magia y fantasía matizan el relato, y le confieren dinamismo. La variedad de técnicas crean el ritmo, que lejos de ser cansino le proporcionan conexiones y enlaces audaces y ligeros.
Es un libro para leerlo y reflexionarlo por la profundidad de su análisis de la realidad y la firmeza ante una sociedad cambiante en que lo ilusorio tiende a extenderse sobre la realidad que se oculta a los ojos del común de la gente, en que los referentes van desapareciendo y en que los recuerdos se vuelven borrosos porque sienten el vacío de la ausencia como parte del olvido.
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