Apología del resentimiento

Un espectro recorre Paraguay: el de Carolina Marín, la niña de catorce años asesinada a golpes hace unos días. Poco más de una década atrás, cuando tenía tres años de edad, en la ciudad de Vaquería, del departamento de Caaguazú, el matrimonio formado por el militar retirado Tomás Ferreira y la docente y funcionaria del registro civil Ramona Melgarejo la había adoptado como «criadita». Tarde, consumado ya el crimen, a lo largo de esta última semana diversos vecinos han declarado que era un secreto a voces que solían golpearla y que escuchaban con frecuencia gritos tras los altos muros de la residencia familiar. Pero nadie hizo una denuncia. Tal vez si alguien la hubiera hecho Carolina Marín no habría muerto de un politraumatismo; tal vez no hubiera estado tan indefensa y tan sola frente a los golpes de su tutor y patrón, que el pasado miércoles 20 terminaron con su vida.

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Para castigar a una niña que no tiene protección ni amparo hasta llegar un día, estando ella inerme, a matarla a golpes, seguramente hay que ser un monstruo. Pero para permitir que sucedan cosas como esta no se necesita llegar tan lejos. Basta con renunciar al asombro, a la imaginación y al pensamiento.

Al asombro, sin el cual todo se acepta sin siquiera saber que se lo acepta. A la imaginación, sin la cual no podemos figurarnos otras vidas ni dar, por ende, verdadera importancia a otros seres. Al pensamiento, sin el cual no es posible reparar en los efectos de lo que se hace o se deja de hacer y en todo impera la inercia tranquila y automática del hábito.

Sin asombro, un día vemos por primera vez, caminando por la calle, a un hombre que yace en la vereda boca arriba e inerte, quizá drogado o ebrio, empapado bajo la lluvia, y no nos asombramos. Y otro día vemos dos, y luego tres, y luego treinta, y aun trescientos, y tampoco nos asombramos. Sin asombro, lo aceptaremos todo, hasta lo inaceptable.

Sin imaginación, al ver a un «criadito» no fabularemos su mudo desconcierto en medio de un universo que sin razón lo humilla, ni viviremos con la fantasía la secreta tristeza de una niña a la que no miraron con alegría los ojos de ningún padre, a la que nunca sonrió una madre y que en un primer y último beso quizás estuvo más cerca que nunca de algo que se podría entender por amor.

Sin pensamiento, del sentido de nada de lo que hagamos u omitamos hacer nos haremos generalmente idea, ni repararemos tampoco en los motivos posibles para decidir actuar de una forma o de otra, ni nos atormentará jamás reproche alguno de una consciencia que no tiene voz.

Para matar hay que ser un asesino. Pero para permitir que se cometan asesinatos no es preciso serlo. Basta con que durmamos satisfechos y sintiendo nuestra conciencia limpia porque no hay signos de alarma que la despierten y porque nadie nos dice que algo está mal en lo que nos rodea.

Solo que no tendríamos que necesitar alarmas, y que nadie nos diga que algo está mal no nos libera del deber de percibirlo. Cometer un crimen –en este caso, golpear hasta la muerte a una niña indefensa– es directamente culpa de uno solo, de aquel que lo perpetra –en este caso, es culpa del asesino–; pero convertir el crimen en algo «normal», en un rincón polvoriento y rancio de la existencia diaria, en un recodo trivial e irrelevante de la rutina de lo cotidiano, es culpa de todos.

Cuando Adolf Eichmann, responsable directo del traslado de miles de judíos europeos a los campos de exterminio en los cuales la mayoría de ellos pereció, fue enjuiciado, Hannah Arendt hizo para The New Yorker un reportaje del proceso, que fue publicado en 1963 en esa revista y también como libro, su famoso Eichmann en Jerusalén. Al encontrar en Eichmann una vulgaridad que no parecía, por así decirlo, estar a la altura de sus crímenes, Arendt postuló que si se cometen atrocidades no necesariamente es solo por crueldad, sino también por mera superficialidad, por simple irreflexión. Para ella, Eichmann no sabía lo que hacía, no porque no supiera lo que les iba a pasar a las personas que enviaba a los campos de exterminio, sino porque no era capaz de sentir en verdad la dimensión terrible de sus propios actos, porque no era capaz de vivir realmente el espanto insondable de lo que estaba haciendo.

Eichmann no era un monstruo. Un monstruo es un fenómeno de exceso, una anomalía, una excepción a la norma; Eichmann era la norma. Como él, nosotros pasamos por alto cada día las consecuencias de nuestros silencios, de nuestras omisiones, de nuestras obediencias y nuestros acatamientos. Como Eichmann, no somos monstruos. Solo somos los que permiten que los monstruos existan. Ojalá fuéramos monstruos, rarezas, aberraciones, infrecuentes rupturas del patrón dominante: eso sería tranquilizador. O demonios. Pero tampoco somos demonios: solo somos los que permiten que el mundo sea un infierno.

Mientras nos sigamos deslizando sobre la plácida superficie de las cosas sin ahondar en nada por preservar nuestra «paz interior» y con vanidad hilarante nos llamemos «bendecidos» y falseemos así la realidad, no nos preguntaremos por qué todo es como es y no de otro modo, ni imaginaremos, en consecuencia, los virtualmente infinitos otros modos posibles del ser. Sin soportar con angustia de forasteros el enorme desgaste que implica habitar conscientemente una realidad ajena y en gran medida insufrible no podremos saber cómo quisiéramos que la vida humana pudiera ser vivida.

Existen en Paraguay criados de patio, o «criaditos», no como anomalía que quiebre una equidad, no como irregularidad cuya enmienda pueda restituir un orden, sino como una de las burbujas que eventualmente suben hasta la superficie, para perturbarla un momento, desde el fondo ahogado de la oscura y honda trama de injusticias que sostiene toda su sociedad. Esta triste noticia que ahora capta la atención general es un átomo tan solo del gran volumen de aire venenoso que respiramos a diario y que, con esfuerzo o sin él, también a diario ignoramos. Nos indignamos ante hechos aislados como este por su naturaleza demasiado visible, pero logramos no ver la vasta y ubicua urdimbre de la que forman parte y en la que se imbrican con nuestras propias vidas tejiendo una larga historia de dolor y de muerte.

Es extenuante la persecución de la gente «buena» contra el individuo inconforme e infeliz. Eichmann vivía en paz consigo mismo y con los suyos y era un esposo, padre y ciudadano bastante decente, conforme a lo que se suele entender por decencia; hoy podría alzar en Facebook selfis con su familia sintiéndose «bendecido» o seguir la fanpage de una comunidad de celiacos ecologistas o leer estrategias de psicología online para evitar, por «higiene mental», a las personas «negativas» o «resentidas» o «densas»; personas como Claude Eatherly, el piloto que eligió el blanco de la primera bomba atómica, Hiroshima.

Claude Eatherly, el piloto que eligió Hiroshima como objetivo de la bomba que soltó el Enola Gay, no sabía qué era una bomba atómica. Ningún soldado podía saberlo aún: esa sería la primera. Claude Eatherly fue condecorado como un héroe: se le debía la victoria. Claude Eatherly se volvió loco. No podía olvidar. Pensaba cada hora de cada día en cada una de las muertes infernales de las que se decía culpable porque fue él quien eligió Hiroshima. No podía dormir. Veía a los muertos volver a morir en abismos ardientes, aullaba, temblaba, alucinaba, revivía sin cesar el horror de lo cometido y su dolor sin remedio le era devuelto en la forma inconcebible y absurda del reconocimiento y las felicitaciones de un mundo enajenado que terminó internándolo en el manicomio con un diagnóstico de trauma bélico. La verdad era lo devastador para Eatherly, su solitaria verdad contra la mentira salvaje de la sociedad entera, su verdad sin anestesia ni consuelo posible, la de que para su consciencia él no era un héroe, sino un asesino. No se defendió de esa verdad justificándose con los argumentos usuales de la obediencia militar o del seguimiento inconsciente –y, en esa medida, supuestamente inocente– de la norma social. No fue feliz. Ni bendecido. No renunció al asombro, ni a la imaginación, ni al pensamiento. Gracias, Claude Eatherly, por la pesadilla que devoró irreversiblemente tu existencia hasta la hora de tu muerte, rechazado por todos, en el pabellón psiquiátrico del Hospital de Waco, porque en esa pesadilla se cifra toda esperanza de futuro y porque le devuelve algo de dignidad a la especie humana.

La otra noche, al salir de un bar del centro, alguien, riendo, bromeó: «Por criticar tanto van a acusarte de ser una resentida», y le respondí: «Mira en torno ahora mismo. Mira todo lo que cubre de vergüenza a los que aquí amanecen expuestos y tirados en esta vereda, y a nosotros nos mancha con el peor de los oprobios. Por supuesto que soy una resentida, y el que en este mundo infernal no esté resentido, es un miserable».

montserrat.alvarez@abc.com.py

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