Antonio Tellechea Solís y el descontento de la transición paraguaya

El recordado catedrático de Derecho Romano, y otrora rector de la Universidad Católica y decano de su Facultad de Ciencias Jurídicas y Diplomáticas, el doctor Antonio Tellechea Solís (1939-2017), maestro que formó a varias generaciones de abogados, ha fallecido este miércoles.

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Corría el año 1993. Mi falta de talento para el rock, aunada a mis nulas dotes para urdir un poema que no resultara risible, me llevó a optar, al igual que muchos otros jóvenes de mi generación, por estudiar derecho. Al fin y al cabo, entre otras cosas, la carrera prometía el «consuelo» de ver llegar el día en el que cada quien sería llamado «Doctor». Y quizás hasta podíamos refrendar este estatus escribiendo una obra magna sobre el «Interdicto de recobrar la posesión» o algún otro tema afín, como el libro que tanto orgullo producía a aquel tragicómico leguleyo de la novela La Babosa.

Mirando al pasado, el camino transitado por muchos jóvenes de aquella generación ha sido más costoso de lo que pensábamos. La práctica de la profesión legal en un sistema en el que, si nos guiásemos por los famosos criterios establecidos por el jurista norteamericano Lon Fuller, no calificaría jamás como un Estado de derecho, plantea no pocas dudas existenciales a cualquiera, como es natural. Sin embargo, las experiencias excepcionales, aquellas que nos animan a seguir adelante y con entusiasmo, sin duda existen, y una de ellas fue la figura de don Antonio Tellechea Solís.

Asistí a sus clases de derecho romano en la Universidad Católica. En seguida me di cuenta de que estaba ante un maestro descomunal en nuestro ámbito universitario. Acaso por efecto de la sugestión, el hecho de que se tratara de un profesor de derecho romano me hacía verlo revestido de un aura de virtud estoica, y su porte, gestos y movimientos evocaban en mi imaginación los de una especie de Cicerón moderno. Lo cierto es que la sobriedad de su figura definitivamente no encajaba con la cultura del arribismo fácil en la que habría de derivar la profesión legal con el paso de los años.

Nunca olvidaré la primera clase de don Antonio, allá por el año 1993. La transición hacia la democracia, junto con la Constitución de 1992, con su generoso catálogo de derechos fundamentales, prometía un futuro de libertades y de autogobierno colectivo en el que todos los paraguayos, como ciudadanos libres e iguales, habríamos de forjar un proyecto de vida en común. La desilusión, claro está, vendría pronto. La polis fue secuestrada por una clase política que hizo añicos la transición, en lugar de conducirla hacia una democracia floreciente.

Por aquel entonces, don Antonio, como pocos, parecía vislumbrar las consecuencias no tan deseables que ciertos aspectos de la transición, muy pronto, traerían para la vida pública. Del sometimiento total a la autoridad de una sociedad cohesionada por la fuerza, se pasaba a su pulverización en mil grupos de interés atomizados, que luchaban en el foro público para hacer prevalecer sus intereses a través de una variopinta multitud de facciones, gremios, sindicatos, partidos, movimientos, asociaciones, federaciones, nucleaciones, estamentos, caudillos, etc., etc. Todos los grupos parecían, sin embargo, tener algo en común: exigían derechos acerca de los cuales se consideraban titulares. De esta forma, el tiempo de los derechos, como diría Bobbio, llegaba a Paraguay, y parecía traer promesas de emancipación a quienes los esgrimieran en el foro público.

En esa orgía de reivindicaciones planteadas por todos los grupos imaginables, como si el Estado fuese una fuente inagotable de satisfacción para cuantas preferencias grupales existiesen en la sociedad, algo pasó desapercibido. Una cuestión acerca de la cual don Antonio nos interpeló en aquella memorable primera clase, acaso influido por su formación romanista, en la cual el concepto de ius no necesariamente se hallaba ligado a los derechos subjetivos en su concepción moderna. En tono solemne, nos dijo:

«Está muy bien esto de reclamar los derechos. Pero… ¿y los deberes? ¿Por qué nadie exige el cumplimiento de los deberes?»

Exigir derechos era el epítome de la libertad por aquellos años, lo cual era desde luego comprensible e iba a tono con el clima político del país. Los deberes habían sido relegados a un segundo plano. Una prueba de ello era la Constitución, que dedicaba apenas cuatro artículos a los deberes, en tanto que más de cien artículos regulaban cuestiones relativas a los derechos.

No obstante, ya en la filosofía política de los años 70 y 80 del siglo pasado, autores como Alasdair MacIntyre y pensadores de la tradición republicana clásica que estaba siendo revivida como J. G. A Pocock, Quentin Skinner, Philip Pettit, Michael Sandel y otros, comenzaban a poner énfasis en aspectos de una ética pública que hundía sus raíces en la antigüedad clásica, y que no podía disociarse del funcionamiento de una república. Es decir, estos autores nos recordaban la importancia de la virtud en el ámbito de lo público. Que era exactamente lo opuesto de lo que había ocurrido en Paraguay a partir de 1992, cuando se pretendió fundar una República sin dejar un hueco para la virtud cívica y donde todo lo que contaba era el beneficio personal o grupal.

En el ámbito del derecho, pensadores como Mary Ann Glendon también llamaban la atención sobre el empobrecimiento que el lenguaje de los derechos producía en la esfera pública, desplazando cuestiones relativas al bien común, y autores neotomistas, como John Finnis, contra John Rawls, Ronald Dworkin y otros filósofos del derecho de la tradición liberal, alertaban acerca de que los derechos eran constitutivos y no opuestos al bien colectivo, como tendían a ser concebidos desde ciertos círculos intelectuales asociados al liberalismo renacido con la obra de Rawls.

Desde la soledad de su cátedra, y en sintonía con estos pensadores –aunque quizás sin saberlo–, don Antonio anticipó un mensaje que solo con el correr de los años habría de adquirir pleno sentido, y que hoy debería llamarnos profundamente a la reflexión. No se trata de abandonar el lenguaje de los derechos y de renegar de la autonomía individual, algo que sería impensable e innegociable. Los derechos constituyen la única valla que tenemos contra el abuso del Estado y contra los poderes privados que hoy, como nunca antes, amenazan la libertad de las personas.

Pero el lenguaje de los derechos, en su versión atomizante y exacerbadamente individualista, que acaso fue inevitable en el siglo XX, en el cual ese individualismo estaba en plena etapa adolescente, merece ser replanteado hoy en día. Por eso la invitación a volver a reflexionar sobre el bien común acaso no sea algo tan demodé. «Derechos sí, pero con deberes», como insistía don Antonio con su inigualable estilo.

Afortunadamente, el siglo XXI y la larga transición que hemos atravesado nos encuentra algo más maduros y conscientes de los errores del pasado. Mirar de frente a los desafíos que tenemos por delante –la recuperación de la fe en nuestra democracia constitucional, la construcción de una sociedad más justa e inclusiva, la degradación del medioambiente y un largo etcétera– exige que ese individualismo conlleve ciertas responsabilidades. También nos obliga a no descuidar las exigencias del bien común, y a no desatender los deberes que tenemos hacia los demás y hacia la comunidad política a la cual nos debemos.

Me gusta pensar que la labor de recuperación de estos componentes de la ética pública ha sido uno de los legados del inolvidable maestro Antonio Tellechea Solís, al lado del ideal que nos inculcó del advocatus virtuoso capaz de devolver la dignidad a una profesión en estado de crisis y por la cual vale la pena luchar.

Don Antonio Tellechea

El profesor Antonio Tellechea Solís (10 de agosto de 1939-22 de febrero del 2017), doctor en Derecho, ejerció la docencia durante décadas y, en cátedras como Derecho Romano y Derecho Procesal, Civil y Comercial, formó a varias generaciones de abogados desde la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Asunción y desde la Facultad de Ciencias Jurídicas y Diplomáticas de la Universidad Católica Nuestra Señora de la Asunción, de la cual también fue rector (1997 - 2007), y que lo distinguió con el título de Doctor Honoris Causa en el año 2015. Desde el mediodía del pasado jueves, día posterior al de su fallecimiento, y por cinco días, la Universidad Católica iza su bandera a media asta en todas sus sedes, campus y unidades pedagógicas en señal de duelo. Entre sus libros cabe citar Nulidades en el proceso civil. El recurso de nulidad, la acción autónoma de nulidad, revisada, actualizada con jurisprudencia (Asunción, Editorial La Ley Paraguaya, 2012, 239 pp.).

dmoreno28@yahoo.com

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