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Cuando la novela Yo El Supremo salió en Buenos Aires, hace 40 años, pocos paraguayos se enteraron. Empezó un viaje que rápidamente la llevó a la canonización, especialmente a nivel internacional. Ocupa el pedestal de las novelas magnánimas: sólida, estatuaria, impertérrita y sin parpadear bajo el moho y el hollín, traducida y comentada, con fechas precisas para emerger de entre las sombras y brillar un ratito, como las cosas que aparecen al barrer: una media sucia, olvidada, que envolvió nuestro pie joven en sus primeros pasos por la callejuela literaria de la República del Paraguay. Sin embargo, hay en todo esto, en las conmemoraciones en general, una mentira. Un mal olor, la evidencia de una estafa. Pues los libros no significan por sí mismos, sino que lo hacen en sus lectores.
El cliché reza lo siguiente: Casaccia empezó la literatura moderna en nuestro país y Roa Bastos la llevó a las cimas. Dos novelas: La Babosa y Yo El Supremo. Ambas versan sobre los usos del lenguaje y los dispositivos que arma el poder a través de él: el chimento y el discurso político. La palabra como arma, el verbo como machete. Los paraguayos vivimos el estigma de un lenguaje desdoblado, mezclado pero no híbrido, entre el guaraní y el castellano (hay que sumar al portugués y al plautdeutsch), en tránsito permanente entre idiomas, sin asentarse en ninguno. ¿Cómo hacer así literatura?
Casaccia responde esto: el poder lo tiene el que manipula el significado, el que dirige los sentidos. Entonces, hay un estudio del poder desde las bases: un pueblo, algunas anécdotas pequeñas, algo de psicologismo, pero sobre todo las desviaciones de sentido. Desplazando el significado, moviendo esto y lo otro allá, cambia el mundo. Tenemos entonces una vieja chismosa que con coraje y maledicencia transforma vidas. ¿Es distinto el periodismo? ¿Trabajan de otra manera los discursos partidarios? Tomemos el ejemplo de la masacre de Curuguaty.
Roa Bastos responde de muchas maneras. En Hijo de Hombre hay profundo patetismo al pensar el país, hay lo que se dice empatía con el dolor humano. Pero hay también, paradójicamente, alegría, canto, celebración de los idiomas nacionales, de los discursos nacionales, de lo nacional. Se celebran los mitos, la guerra, el sufrimiento, la resistencia. Es una celebración trágica, la literatura es oficio trágico. Luego, con el apartado del exilio, en El fiscal puede verse una especie de esbozo de la cultura paraguaya, de sus avatares, de esas fechas.
Cuando aparece Yo El Supremo, tenemos la novela total. Todo el país está allí: su historia, sus héroes, sus dictadores, la religiosidad, etc. Pero sobre todo tenemos al lenguaje desbordado, inaprehensible. A la pregunta de cómo hacer literatura, se responde con el Yo, pero este yo sobrescrito, borroneado, palimpséstico, vivo-muerto, esquizoide. Si vamos a escribir una literatura nacional, hagámosla desde la locura, eso nos dice. Desde la locura del ser.
Hasta aquí, más o menos, tenemos un relato que habilita esta conmemoración: 40 años desde que la literatura paraguaya dio un paso más allá, por decirlo de alguna manera.
¿Dónde estamos ahora, después de esto? ¿Qué nos significa, a los lectores y escritores de estas nuevas generaciones, lo que ha pasado? ¿Cómo leemos y cómo hacemos literatura?
Para evitar esta pregunta, viene la respuesta rápida: se celebra al hombre, al Roa-Busto, el Supremo. Se repiten, como hice más arriba, los clichés.
Una de las escenas más emblemáticas de esta postura se ve en Chico Bizarro, la novela de Mónica Bustos: Roa Bastos es llevado en silla de ruedas para ser exhibido como emblema patrio en una fiesta. Así también las personalidades del espectáculo televisivo nombran Yo El Supremo como insignia. En un texto, el escritor Cristino Bogado organiza un concurso llamado «Los Chongos de Roa Bastos» (que pasó a titular una antología porteña de literatura paraguaya, dicho sea de paso). El nombre del escritor es santo y seña para cualquier extranjero que se aventure a nuestras tierras. Yo El Supremo pasó a ser palabra clave, palabra estática. ¿Cómo no ver en esto una estafa? Casaccia se hubiera reído de nosotros los babosos. Roa Bastos es pop-art; Yo El Supremo, una postal.
Sin embargo, hay otros festejos: el de la fiesta de la lengua, en los textos de Jorge Kanese; el chiste indisimulable de los discursos patrios en la poesía de Joaquín Morales; el país como montaje de plastilina en El Superpalo, de Humberto Bas; la hipérbole lingüística del portunhol selvagem; el fantasma intercambiable del habla de la dictadura en «El Rubio», de Domingo Aguilera. Están desmontando a Roa después de montarlo largamente. Están desarmando la literatura nacional. Creo que esto es para celebrar. Y más tarde, seguramente, será algo que conmemorar.
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