Al menos desde hace unos 12 mil años, tenemos registros de que el Homo sapiens se ha nutrido del asombro. Ese gesto primitivo –de preguntarnos quiénes somos, por qué ocurre lo que ocurre o hacia dónde vamos– ha impulsado a generaciones enteras de filósofos a lo largo de la historia de occidente. Aunque sus motivos hayan variado con los siglos y se hayan construido filosofías bien precisas y articuladas –de la admiración ante el cosmos de los jonios al desconcierto moral socrático, del pensamiento teleológico aristotélico o sus reinterpretaciones tomistas a las abstracciones crepusculares del búho hegeliano–, un principio filosófico se mantuvo inquebrantable: que solo se entiende el mundo cuando este ya ha terminado de hacerse. Así, el asombro, en ccidente, ha oscilado siempre entre la contemplación y el desencanto.
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Pero en esta parte del mundo, donde la filosofía se ha entrelazado con mitos vivos y con la memoria de pueblos que aún dialogan con la naturaleza, el símbolo del pensar filosófico no puede ser el búho, que vuela en la oscuridad, sino el colibrí, que se asoma al mediodía. En la tradición mbya guaraní, por ejemplo, Maino’i (colibrí) aparece desde el origen mismo refrescando la boca del creador y sosteniendo la vida con su diligencia luminosa, nos comenta Cadogan. No es, entonces, un animal de sombras sino del mediodía: se alimenta del néctar real de las flores, reflejando así el espesor concreto de lo que existe.

Por eso, frente a la clausura del pensamiento eurocéntrico y sus certezas agotadas, el colibrí nos señala, una y otra vez, que la tarea filosófica más importante consiste en volver a asombrarnos, pero no ante abstracciones tardías, sino ante la realidad misma: ante su crudeza, su belleza, su conflicto y su promesa. Asombrarse aquí no es evadirse de la realidad, sino hacerse cargo de ella; no es huir del mundo, sino picotearlo hasta abrirlo.
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El filosofar entre nosotros surge, entonces, del pleno día, porque la verdad –como la flor, dirán los nahuas– solo permite su revelación a quienes se aproximan a ella con la valentía de quienes cantan lo real.
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Rafael Barrett, nuestro paraguayo universal, lo vio con claridad cuando en 1910 escribió en Moralidades actuales que «necesario es luchar; y lo necesario no puede ser malo. Lo único malo es la resignación. Admiremos a los que no se entregan jamás, a los que tienden sus músculos contra la mole social que a ciegas los aplasta; admiremos la rabia de vivir que agita todavía el cuerpo de los decapitados; admiremos a los que… se adelantan desnudos al encuentro de la vorágine, y se lanzan en ella para vencer o morir. ¿Quién dijo que venimos al mundo para pasar el rato? Venimos a hacer esclavas nuestras las realidades de que merezcamos ser dueños, venimos a concentrar en nuestra alma de una hora la mayor suma de energía posible. Venimos a ser fuertes, o a resignarnos a servir a los fuertes».
Una razón situada
En tiempos de turbulencia social, consumismo extremo y cultura del descarte, preguntarse por qué hacer filosofía no puede ser un mero ejercicio académico abstracto; por el contrario, surge de una necesidad urgente. Reflexionar hoy no puede ser un lujo intelectual, sino un acto de resistencia y de urgencia civilizatoria. Si filosofar significa detenerse ante el vértigo de lo inmediato, interrogar las raíces de nuestras certezas y rehusar el consumo simplificado de ideas, filosofar entre nosotros implica pensar la realidad que nos afecta.

En una época donde la desinformación prolifera con la facilidad de un virus y la frustración social se traduce en adhesiones acríticas a liderazgos populistas o autoritarios, la filosofía vuelve a ser ese espacio incómodo y luminoso desde el cual pensar, situadamente, las cosas que nos pasan.
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Vivimos rodeados de océanos de información, donde teorías conspirativas encuentran terreno fértil en el cansancio emocional de sociedades desgastadas y en la precariedad de un sistema educativo que rehúye la crítica, tan necesaria para des-ocultar las narrativas del poder. En ese sentido, toda filosofía auténtica debería asumir la tarea de desenmascarar los discursos que manipulan nuestros temores y ahuyentan nuestras esperanzas.

Filosofar, hoy, implica el compromiso de formar una ciudadanía capaz de no caer en el embrujo fácil de la posverdad y de los profetas del individualismo extremo que pretenden convencernos de que somos más libres y más felices solo cuanto más consumimos, con lo cual reducen nuestra humanidad a vivir sin pausa, a vínculos vacíos y a considerar al otro siempre como un obstáculo en la carrera personal del consumo.
Filosofar como práctica de la dignidad
Si algo caracteriza a nuestro tiempo, además de todo, es el creciente desencanto con las instituciones. En la generalidad de los casos, la democracia es percibida como un mecanismo ineficaz para responder a las demandas sociales o como un sistema político formal encargado de reproducir insoportables desigualdades y mediocridades normalizadas. Ante este escenario, el populismo aparece como un refugio emocional. Nuestros prominentes «nuevos líderes» prometen orden, identidad y redención, pero exigen a cambio una sumisión plena y una renuncia expresa al pensamiento crítico. Pero la filosofía incomoda y, por eso mismo es tan necesaria: porque nos recuerda que ningún líder encarna «la verdad» y que el desacuerdo es el motor de la historia política.

Filosofar, en estas circunstancias, es un gesto de resistencia. Un acto de dignidad, de lucidez y sobriedad, como el ejemplo de Sócrates, que prefirió beber la cicuta antes que traicionar sus principios. Aquí la filosofía vuelve a ser un antídoto contra la indiferencia. Nos invita a repensar, una y otra vez, el sentido de la vida e introduce en nosotros el deseo de saber. Nos conecta con una tradición de pensamiento que trasciende lo inmediato, pero no lo descarta. Nos permite reconciliar la experiencia individual con la sociohistórica y nos seduce para pensar en el futuro sin olvidar el pasado. Nos llama, al fin, a construir un «espacio de debate ciudadano» desde donde se pueda reconstruir colectivamente la razón, la esperanza y la responsabilidad política.
Pensar la realidad desde una historia total
En consonancia con la tesis 11 de Marx sobre Feuerbach, podría decirse que no basta con interpretar el mundo desde la filosofía; se trata de transformarlo. Reinterpretando a Marx, podemos decir, con el filósofo latinoamericano Horacio Cerutti, que hacer filosofía implica «pensar la realidad, desde la propia historia, crítica y creativamente, para transformarla».

Desde esta perspectiva, la filosofía no puede consistir en un simple ejercicio abstracto desligado de las condiciones sociales y políticas, sino que deviene en un instrumento que permite a los pueblos entender su realidad para intervenir activamente en su transformación.
Pensar la realidad implica no solo analizar el presente, sino comprenderlo a la luz de los procesos históricos que lo han configurado, como el colonialismo, la dependencia económica y las luchas por la emancipación. Implica asumir una historia total, que recupere las luchas populares y las resistencias de los movimientos sociales como fuentes de una filosofía en acto.
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Por otro lado, la crítica antecede a la creación y ambas son inseparables, como afirmaba Martí en Nuestra América en 1891. Mientras la crítica filosófica desmantela las estructuras opresivas e injustas que limitan la libertad y el desarrollo de los pueblos, la creación implica la formulación de alternativas transformadoras para todos los pueblos.

Así, ambas dimensiones convergen en la «transformación utópica» de la realidad, es decir, la posibilidad de crear una nueva realidad basada en la justicia y la equidad. En ese sentido, no se puede eludir la dimensión política imprescindible en la utopía –como dirá Cerutti–, con lo cual el proceso del filosofar no puede ser solo intelectual, sino que requiere una participación activa en las luchas sociales y políticas que buscan cambiar las opresivas estructuras de poder.
Filosofía guaraní
Paraguay, un país marcado por el exterminio en la guerra, la pobreza estructural, la injusticia social, las luchas campesinas e indígenas por revindicar derechos postergados, requiere aún un marco interpretativo-filosófico que dé cuenta de estas resistencias.
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La filosofía paraguaya aún debe comprometerse con los problemas concretos que enfrenta la población: la corrupción y el clientelismo político, la pobreza extrema que afecta a un gran número de la población, la carencia de servicios públicos esenciales, la injusticia y exclusión sistemática de los grupos vulnerables, como signos de una realidad que demanda una transformación utópica, no como un sueño lejano, sino como una utopía realizable, como articulación concreta entre lo insoportable y lo deseable que nos mueve a la acción. Una aspiración real de justicia y equidad que nos obliga a repensar el rol del Estado y las estructuras sociales.

Entre nosotros, la herencia guaraní es fundamental para entender la identidad filosófica del país. El pueblo guaraní, cuya cosmovisión y prácticas filosóficas han sido relegadas al margen de la filosofía oficial, representa una de las claves para reconstruir una filosofía en acto, que no solo reflexione sobre la realidad, sino que también participe activamente en las luchas por la justicia social de los movimientos sociales o juveniles, actores clave en la lucha por la tierra, la autonomía y los derechos humanos, a menudo ignorados por el Estado y la academia.
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La filosofía paraguaya, entonces, tiene la responsabilidad de articular las demandas sociales y proponer soluciones desde la ineludible dimensión política del filosofar. No debemos renunciar a nuestro derecho a la autonomía y al discurso propio. Debemos resistir al imperialismo cultural y reivindicar los «logos regionales ante el logos imperial», como nos invitaba Cerutti hace ya dos décadas.

En ese marco, la reflexión sobre un «logos guaraní» (Andino, 2019) muestra que el pensamiento paraguayo posee una raíz filosófica propia, donde la palabra no es solo medio de expresión sino fundamento ético y político del vivir que puede articularse al menos en tres núcleos: un principio ético formal, según el cual la palabra crea y orienta el modo de vida –ñandereko–; un principio político formal, representado por la búsqueda del yvy marane’y, la tierra sin mal, como horizonte utópico de realización humana, y un principio material, encarnado en la economía del don –jopoi–, que expresa la reciprocidad y las manos abiertas como base concreta de la vida comunitaria.
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Estos tres momentos convergen en la economía de la reciprocidad, donde se materializa la aspiración guaraní a un vivir en común justo y armónico. Desde esta raíz, la tradición guaraní sigue ofreciendo un paradigma alternativo que inspira la posibilidad –siempre abierta– de pensar una vida trans-capitalista, fundada no en la acumulación individualista sino en la palabra verdadera, el espíritu comunitario y el don compartido.
Referencias
Andino, C. (2019). Logos Guaraní. Apuntes de pensamiento ético-político paraguayo. Asunción: Ceaduc.
Barret, R. (1910). Moralidades actuales. Tomo I. Montevideo: O. M. Bertani ed.
Cadogan, L. (1997). Ayvu Rapyta; textos míticos de los Mbyá-Guaraní del Guairá. Asunción: Fundación León Cadogan / Ceaduc / Cepag.
Cerutti, H. (1975). Propuesta para una filosofía política latinoamericana. Revista de Filosofía Latinoamericana: Liberación y Cultura, 1, enero-junio, pp. 51-59.
Cerutti, H. (2000). Filosofar desde nuestra América. Ensayo problematizador de su modus operandi. México: UNAM.
*Cristian Andino (Asunción, 1984) es profesor de Filosofía y Educación Ética y Ciudadana por el ISEHF (Universidad Jesuita del Paraguay), licenciado en Filosofía por la Universidad Católica de Asunción, magister en Ciencia Política por la Universidad Nacional de Asunción, doctor en Ciencias de la Educación por la Universidad de Desarrollo Sustentable, vicerrector de Investigación, Extensión y Posgrado de la Universidad La Paz (Ciudad del Este), investigador del Centro de Investigaciones en Filosofía y Ciencias Humanas (CIF) y docente universitario. Ha publicado Logos Guaraní. Apuntes para un pensamiento ético-político paraguayo (Ceaduc, 2019).

