Antes de leer este artículo quisiera pedir al apreciado lector que se detenga un tiempito para responder a la pregunta: «¿Qué es para mí la filosofía, más allá de lo que he (o no he) aprendido en el colegio o la universidad?». Le sugeriría no centrarse en un filósofo o una escuela filosófica en particular. Quisiera que se sincere consigo mismo, se mire por dentro, en profundidad, en esa parte del cerebro donde se generan los pensamientos y las decisiones. La filosofía no equivale a los filósofos ni a sus teorías; es, aunque no lo sepamos, parte constitutiva de la existencia, es una realidad tan abarcante, envolvente y necesaria para el ser humano como el aire que respiramos.
Apreciado lector, si no te animas a hacer el ejercicio propuesto arriba, te aconsejo que no pierdas tu tiempo y pases a otro artículo del diario. Porque ahora te invito a hacerte más preguntas: ¿Qué son la ciencia y la tecnología para ti? ¿Qué lugar ocupan en tu vida, o cómo la invaden?
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El dilema filosofía-ciencia es probablemente tan antiguo como el homo sapiens. Durante siglos, la filosofía y la ciencia se miraron con mutua desconfianza, y en ciertos momentos tuvieron conflictos. En 1922, en la Europa todavía destruida y herida por la Primera Guerra Mundial, surgió un gran enfrentamiento conceptual entre filosofía y ciencia. El catalizador fue Albert Einstein (1879-1955), el gran científico alemán que propuso la Teoría General y la Teoría Especial de la Relatividad, además de la célebre equivalencia entre masa y energía condensada en la formula E = mc2. Esos hallazgos revolucionaron la física clásica y abrieron camino a aplicaciones científicas que no viene al caso mencionar aquí porque son o deberían ser conocidas por cualquier estudiante de colegio.
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El orgullo de los científicos de aquel tiempo suscitó cuestionamientos de los filósofos, dando lugar a un gran debate en París el 6 de abril de 1922. En representación de los científicos estuvo el mismo Albert Einstein, y en representación de los filósofos, el francés Henri Bergson, que gozaba de gran fama como pensador innovador en el ambiente racionalista europeo.
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Los dos se encontraron frente a frente tratando conceptos fundamentales de la filosofía y de la ciencia. Einstein sostenía que el tiempo depende de la velocidad, porque a eso conducía su teoría de la relatividad. Bergson defendía el concepto de duración en lugar de tiempo y la idea de un universo impredecible, en permanente cambio y vinculado a la conciencia humana. Einstein buscaba las leyes rígidas que mueven el universo inmutablemente. Bergson optaba por la complejidad y las variaciones en el universo.
Ciencia y filosofía se encontraban en veredas opuestas. Las reflexiones de los dos personajes divergían cada vez más. ¿Como terminó ese debate que corrió como pólvora en las universidades europeas?
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Bergson sostenía que la teoría de la relatividad era solo una teoría física y que por lo tanto la filosofía no estaba excluida de la discusión. Pero Einstein respondió con la arrogante frase: «El tiempo de los filósofos ya no existe»; o sea, que el tiempo tal como lo entienden los filósofos ya no existe. Con eso, Einstein descartó el rol de la filosofía en la ciencia y el término «científico» se convirtió en sinónimo de «verdadero y objetivo». Empezó así el reinado de la ciencia y la filosofía descendió al sótano.
Ahora pido al lector hacerse más preguntas: «¿Alguna vez has pensado qué es el tiempo? ¿Es importante saber definir el tiempo? ¿Existe el no-tiempo?».

Aproximadamente 500 años antes de Einstein y Bergson, el eximio filósofo y teólogo San Agustín, en su libro Confesiones, escribió: «¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, no lo sé».
Poco después de aquel gran debate entre ciencia y filosofía, la denominada «física cuántica» puso patas arriba todas las discusiones anteriores y produjo una revolución cultural.
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¿Qué es la física cuántica? Una teoría cuyo padre fundador, el físico alemán Max Planck (1858-1947), descubrió que la materia a nivel subatómico y microscópico tiene un comportamiento distinto a la materia macroscópica; experimentó la dualidad del comportamiento de la onda y de la partícula. Así, por ejemplo, la luz es onda cuando la vemos en colores, pero se puede presentar también como partícula, llamada cuanto. Planck matematizó la relación entre la energía y la frecuencia mediante la ecuación: E = hF, donde h es justamente la llamada «constante de Planck». Dichos descubrimientos tuvieron luego grandes aplicaciones en las fibras ópticas, los láseres, la computación, las comunicaciones, etc.
La física cuántica nos enseña que el comportamiento de la materia a nivel microscópico depende del observador y de la interacción con otras partículas, y así se descubrió el «principio de incertidumbre», también conocido como «principio de indeterminación de Heisenberg».
Fue un revés para la ciencia anterior, rígida y mecanicista. La física cuántica constató la libertad de la materia, la influencia del ser humano en ella, la interacción de las partículas y el hecho de que no hay nada inmutable, de que todo se puede modificar o adaptar.
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El debate entre la ciencia y la filosofía tomó así un nuevo rumbo, especialmente con otro gran maestro y Premio Nobel de física, Erwin Schrödinger (1887-1961), que en 1950 dio una serie de conferencias en Dublín titulada «La ciencia como parte integrante del humanismo». Sostuvo la necesidad del diálogo entre ciencia y filosofía. Los seres humanos somos científicos y filósofos a la vez, como las partículas cuánticas, que son a la vez energía y materia. Schrödinger nos advirtió que la ciencia no tiene la última palabra y que debe reflexionar sobre los valores del humanismo.

Hoy –comenta la neurocientífica Nazareth Castellanos– hay una ruptura entra las ciencias y las humanidades. «Abogo por una ciencia que se permita filosofar», declara. «No solo defiendo una ciencia humanista, sino el humanismo de la ciencia».
Me gustaría terminar con una cita del filósofo danés Rob Riemen, para quien ser humano no es una ciencia –si fuera una ciencia, tendríamos teorías confirmadas, respuestas unívocas, manuales para la vida–, sino un arte que cada individuo –con todos los deseos, incertidumbres, miedos y derrotas inherentes a nuestra existencia– tiene que dominar. Ser humano, escribe Riemen, es «un arte que comienza con la bendición del recuerdo del amor que te dieron».
Bibliografía<b> </b>
Augustine, Saint (2008). Confessions. Oxford: Oxford University Press.
Castellanos, Nazareth (2025). El puente donde habitan las mariposas. Madrid: Siruela.
Riemen, Rob (2008). Nobleza de espíritu. Una idea olvidada. México: UNAM.

*José Zanardini es doctor en Ingeniería Química por el Politécnico de Milán, antropólogo por la Universidad de Londres, teólogo por la Universidad de Roma y sacerdote salesiano. Nacido en Reggio (Lombardía, Italia), está radicado desde 1978 en Paraguay. Ha publicado, entre otros libros, Textos míticos de los indígenas del Paraguay (1999, con Miguel Chase-Sardi), Voces de la selva (2016, con Deisy Amarilla), Entre la selva y el Vaticano (2020, novela) y Ayoeode Oijane / Relatos de la selva (2024, con Chiqueno Picanera y Aji Vicente), y colabora regularmente con El Suplemento Cultural. En 2001, el Gobierno de la Región de Lombardía, su tierra natal, le otorgó el Premio Internacional de la Paz.