La tarea que Augusto se impuso a sí mismo desde que fue rechazado para ir al frente, la consideraba valiosísima. Era ya un flamante cartero, el puente entre dos personas soñadoras: una que escribía y otra que leía. Tenía apenas 16 años y él también soñaba. Su rutina diaria estaba interrumpida y envuelta en sueños. Recorría las calles desde su casa hasta el correo para enfrentarse con la cara adusta de Recalde, su jefe, que no soñaba con nada. Recalde controlaba la llegada del personal y la hora en que firmaban la planilla. Ante Recalde, sentado como un Buda inclemente, los jóvenes temblaban y sus firmas salían temblorosas, con letras que imitaban las huellas del arrastrarse de una lagartija sobre la arena.
Luego de esa prueba de resistencia, tanto Augusto como Recalde se miraban fijamente; el muchacho hacía una media firma, ilegible, por cierto, y se despedía amablemente del jefe para ir a su sección, en el sótano de la antigua mansión convertida en correo del Estado paraguayo. Allí, sacaba de su casillero, con las iniciales ARB, la chaqueta del uniforme. Se la ponía con movimientos parsimoniosos porque temía que en cualquier momento pudiera deshacerse en el aire, convertirse en un encaje y volar como una pandorga. Su imaginación no tenía límites.
Lea más: Una historia de amor en el cuartito azul
Después colocaba las cartas sobre una mesa larga para ordenarlas por tamaño, y de paso se fijaba en las direcciones. Comprobaba cuál era la chica linda que recibiría noticias de su ahijado de guerra, y cuál de las madres lo convidaría con mandioca recién hervida para festejar la llegada de unas letras del hijo que había acudido al llamado de la patria.
Cada cartero tenía una zona designada para recorrer y Augusto iba cada mañana caminando por las frescas calles de tierra de barrios nuevos, bordeadas por casitas sin revoque, con latas de leche que oficiaban de macetas colgantes y ostentaban malvones y geranios rojo pasión. Eran casitas de suburbios cuyas paredes sin revocar se modificaban a cada golpe de suerte de sus dueños, casitas cargadas de habitantes ilusos y esperanzados en mañanas venturosas.
Todos los beneficios, en un solo lugar Descubrí donde te conviene comprar hoy

Al llegar a una casa, Augusto golpeaba las manos. Si lo recibía una mujer mayor, con canas en la cabellera, adivinaba que ella se pondría muy feliz con la misiva y esperaba, no solo la mandioca, sino también un abrazo cariñoso y emocionado. Las buenas noticias tenían premio.
En cambio, si la destinataria era una mujer joven y agraciada, Augusto la fichaba como madrina de guerra. Si era bella, el cartero trataba de entablar una conversación con ella, la halagaba con piropos y la comparaba con las flores más hermosas de su jardín. Augusto era joven: apenas tenía 16 años, sentía ansias de amar y estaba dispuesto, como todo paraguayo, a dar amor a todas, sin discriminación alguna. Fue así que escuchando sus palabras, jugando y sin jugar también, Lucrecia se enamoró de él.
Lea más: Locas de amor, de Lita Pérez Cáceres
Augusto trataba de terminar su recorrido antes de llegar al jardín de Lucrecia, allí donde los dos jóvenes, sobre un viejo banco de madera corroído por las lluvias y los soles, hablaban de amor.
Él le prometía hacerla la diosa de su vida, la única; le prometía dedicarse a su culto todas las horas y los días y los meses.... Nunca dijo los años...
Una ardiente mañana, la rutina de Augusto se vio interrumpida en el momento en que vestía su gastada chaqueta de cartero. Recalde, con un inocultable dejo de satisfacción, le entregó un sobre dirigido a él, cuyo remitente decía «EJÉRCITO DEL PARAGUAY». Augusto lo tomó y lo guardó con mucho cuidado en su bolsón.
–No va a leer su correspondencia... –preguntó Recalde.
–No me hace falta. Ya sé lo que dice –respondió Augusto.
Salió caminando lentamente, sus pasos orientados hacia la casa de su diosa, a quien le rogaría que lo hiciera volver vivo del frente.

*Lita Pérez Cáceres (María Amelia Pérez de Cabral, Asunción, Paraguay, 1940) es escritora y periodista. Ha trabajado en los diarios Noticias, ABC Color, Hoy y La Nación, entre otros, ha conducido programas de radio en las emisoras Ñandutí y Chaco Boreal y ha publicado María Magdalena María (Intercontinental, 1997), Encaje secreto (Intercontinental, 2002), Mi vida con Herminio Giménez (Servilibro, 2005), Cuentos del 47 y de la dictadura (Criterio, 2008), Cartas de amor y otros cuentos (Fausto, 2010; Premio Roque Gaona de la Sociedad de Escritores del Paraguay), Memorias de Areguá (Criterio, 2015), Circo Desolación (Servilibro, 2012), Sueños a la intemperie (Servilibro, 2016), Mestiza (Servilibro, 2023), Cartas a Fernando (Fausto, 2024) y Locas de amor (Fausto, 2025), entre otros libros.
