«Y hoy me doy cuenta que en realidad no era eso ni los recuerdos lo que me llenaba de inquietud, sino el temor de quedar apresado para siempre en ese cáncer barroco, en ese escenario de lámparas y candelabros cojos. Sí, en esos pocos días llegué a creer que ya jamás podría escapar de aquellas paredes con nichos ocres, desde los cuales toda clase de santos y vírgenes agonizaban en el gesto de sus manos rotas, en las pústulas de sus manos desfiguradas por un ocaso sin redención ni esperanza. En esos días, aunque todavía no se había venido abajo la claraboya del pasillo y aunque todavía la biblioteca no tenía el fuerte tufo que hoy tiene, el óleo de la expedición al desierto exhibía unas larvas pequeñas y rápidas, color tiza, que también se veían entre los gruesos libros encuadernados en cuero y entre las hojas de los cantos gregorianos que estaban sobre los atriles de madera rojiza. De eso, ni mi madre ni tía Melche parecieron enterarse».
Héctor Lastra, La boca de la ballena.
Existe en la República Argentina un sentimiento transversal, rítmico, común a toda nuestra sociedad, a veces algo apagado, a veces más ruidoso. En todo caso, siempre presente. Es el sentimiento de decadencia.
Aparece en todas partes: en películas, en diálogos familiares, en peleas callejeras, en los debates políticos entre camaradas o en los lugares de trabajo, y, por supuesto, en la literatura criolla. Muchas veces aparece resumido en la rústica sentencia de «¡Este país se va a la mierda!».
De alguna manera, uno aprende desde la infancia a convivir con él y a construir una visión del mundo y la realidad histórica a partir de este imaginario social compartido. Desconozco si acaso constituye una particularidad local, una rareza rioplatense, o si se presenta en otras latitudes y longitudes. De manera algo desafortunada, el salario de maestro escolar es poco proclive al método de la exploración etnográfica directa.

Tampoco esta reflexión es especialmente novedosa: el historiador italiano Enzo Traverso tiene un conocido ensayo titulado Melancolía de izquierda, donde busca hacer un ajuste de cuentas con las miradas proyectadas hacia el pasado reciente por el activismo reformista y revolucionario de occidente después de la implosión de conciencias que implicó el colapso soviético y del escenario abierto con la Revolución Rusa. En palabras del autor, buscaba «repensar el socialismo en un momento en que su memoria necesita ser redimida».
Pero el ensayo de Traverso nos habla de un grupo político-identitario en particular, no de una nación entera (con todas las salvedades que dicho significante enmarañado nos pueda acarrear). En la historia contemporánea argentina, a excepción de ciertos momentos fugaces, como los primeros días tras la asunción del primer gobierno constitucional, el estallido social del 2001 y sus estertores, el primer gobierno kirchnerista (aunque no exageremos una mística innecesaria), esta percepción ha sido la constante para obreros y patrones, pobres y ricos, jóvenes y adultos por igual.

Ahora, como perro al hueso, avancemos. ¿De qué nos habla, entonces, este sentimiento? Con certeza, de una incapacidad histórica: la de la clase dirigente argentina para proyectar un porvenir común a toda la sociedad que domina. Y he aquí un peligro claro. Imposibilitada de proyectar hacia el futuro una mística que encubra y silencie las miserias derivadas de la creciente desorganización económica, de la fractura y desarticulación social, se lanza desesperada hacia el pasado, buscando fantasmas que puedan balbucear una épica que nunca tuvo lugar.
Que esta operación sobre la trama de las mentalidades sea fraudulenta no quita que sea efectiva. Ahí están los slogans de campaña de Donald Trump sobre terminar con la declinación norteamericana y su Make America great again. También, por cierto, los desconcertantes llamados del actual mandatario argentino a «volver a la Argentina del centenario, volver a las raíces liberales» que habrían forjado un país establecido como «primer potencia mundial en un plazo de 35 años» (1).

La novela de Héctor Lastra La boca de la ballena dialoga y polemiza con los aspectos más viscerales de esta identidad históricamente constituida. El protagonista, un adolescente parco, opaco y timorato, deberá desandar a lo largo de dos años el laberinto de la sociedad argentina para entender quién es, a qué clase social pertenece y el porqué de la violencia política que se extiende de forma compulsiva a lo largo del segundo gobierno peronista (1952-1955), hasta culminar en el golpe de Estado de 1955.
Hijo de una familia de la burguesía agraria caída en desgracia, todo su entorno vive regurgitando resentimiento social y añorando el retorno de un pasado de respeto, orden, felicidad y prosperidad que en los hechos nunca existió. Así, la madre y la tía, por caso, asisten horrorizadas a la sanción de la ley de divorcio que el peronismo, en pleno conflicto con la Iglesia Católica y ya terminada la luna de miel del primer gobierno, hace aprobar en 1954. Es la consumación del ultraje a las familias de bien, a los valores nacionales y hasta una afrenta moral personal. Esto viniendo de una mujer que ha sido abandonada por su marido, dejándola sola con un hijo y un mar de deudas, pero que sigue hablando del mismo como una figura presente o hundiéndose en un mar de sofocos denunciando «el vicio, el vicio» que se lo ha llevado.

Todo su hogar, un palacete de principios del siglo XX del conurbano bonaerense, es retratado en repetidas ocasiones por nuestro joven narrador, casi hasta el hartazgo, como un espacio húmedo, lúgubre, mohoso, con pinturas y restos de pared que se desprenden, muebles que se rompen y no se reparan, canillas que gotean, ratas que devoran y defecan en la portada de los libros, mientras sus habitantes hablan de volver a la gloria del país que les han sustraído. Es como si los espacios fueran una continuación necesaria de los espíritus y las ideas de las personas. Nada vivo hay ahí, todo se pudre y perece.
Motivado por la curiosidad y el deseo, y quizás por la íntima sospecha de que algo más debe existir, el joven traspasa los límites de la ciudad habitable para internarse en el bajo, aquella parte de la ciudad formada por contingentes de familias migrantes del interior que han llegado a los núcleos urbanos durante la primera mitad del siglo al calor de un torpe y desigual proceso industrializador siempre dependiente de los favores estatales.

Es ahí donde encontrará ese contrapunto necesario, esa pulsión vital no exenta de horrores, que le inquiete y atrape. Es también el encuentro con la madurez de lo erótico, con la búsqueda del otro, del distinto, con el rechazo y con la ambigüedad.
Decía Reinaldo Arenas, reflexionando sobre su exilio norteamericano, que no comprendía esa tendencia de los grupos sociales a formar guetos donde el deseo adquiere carácter endogámico, cuando es precisamente el contrapunto, el contacto con lo diferente, el que lo enciende y estimula. «Al llegar al exilio, he visto que las relaciones sexuales pueden ser tediosas e insatisfechas. Existe como una especie de categoría o división en el mundo homosexual; la loca se reúne con la loca y todo el mundo hace de todo. Por un rato, una persona mama y luego la otra persona se la mama al mamante. ¿Cómo puede haber satisfacción así? Si, precisamente, lo que uno busca es su contrario» (2).
Es sobre el encuentro y el descubrimiento mutuo con ese otro, con ese otro político, social, de clase, de identidad y carácter, que se anuda parte de la tensión de la obra de Lastra, y sobre la recíproca seducción de esos contrarios.

Llegados a este punto, nos interesa señalar algunos aspectos que, aunque se refieran al contexto de publicación, también hacen a la novela en sí, en tanto una obra no solo es construida por su autor sino también por la sociedad que la recibe. Lastra la publica en el año 1973, coincidiendo con el retorno de Perón al poder, habiendo abandonado en junio de ese año la España franquista para volver al país y al gobierno después de 18 años de exilio.
La recepción del nuevo gobierno a la novela fue dual: a la par que era premiada en junio de 1974 por el gobierno de la ciudad de Buenos Aires, era incluida en las listas negras de literatura subversiva, junto a cientos de otros autores y obras, mediante el decreto nacional 1774/73, y fue confiscada de las librerías de la mano de una serie de operativos policiales implementados por el gobierno nacional y popular a partir de enero de ese mismo año. Como denunciaba la revista Crisis por entonces (3), entre otras, fueron allanadas las librerías Fausto, Atlántida, Rivero y Santa Fe, secuestrando ejemplares de, además de la novela de Lastra, Territorios, de Marcelo Pichón Rivière, Solo ángeles, de Enrique Medina, y The Buenos Aires affaire, de Manuel Puig.
Dichos operativos policiales se enmarcaban en una ofensiva más general para purgar culturalmente a la juventud de las nocivas influencias de «intereses no argentinos», que «la distraen de su natural deber como futuro de la patria y a la mujer de su natural función maternal» (4).

La novela de Lastra no es cómoda. En la mirada hacia atrás del joven narrador a una Argentina que ya no existe también se filtran ya por entonces los indicios de una sociedad incapaz de proyectar su porvenir, atascada en el pantano al que la subsume su clase dirigente.
Sus personajes, por cierto, nos recuerdan aquellas palabras del bello escritor argelino Jean Sénac, vilmente asesinado en un crimen nunca esclarecido el mismo año de la publicación de La boca de la ballena:
«En las terrazas de los cafés hablo a amigos a los que no escucho. Algunas veces me sorprendo en franco delito de aislamiento. ¿Debería confesarles que tengo miedo? Hablo como si tuviera secretos que confiarme. Y los otros no son sino mi boca que me habla. Entonces, con aplicación, me introduzco en sus preocupaciones, los sigo, trato de comprender y de responder su desdicha. Pues ellos también son desdichados. ¿Lo sabías? ¿No resulta extraño? Desde hace años, muchos años, no he vuelto a encontrar un sólo ser apaciguado. Todos llevan consigo un fermento de podredumbre que tratan de extirpar. Siempre en vano. Y ellos lo saben. A veces eso les comunica un aspecto confortable. Los encuentro casi satisfechos. ¿O es que tal vez no seamos más que unos enfermos? Bastaría con cuidarnos... ¿Y si fuera verdad?, ¿y si lo único que nos faltara fuera el sol?» (5).

Notas
(1) Entrevista completa: https://time.com/6981130/javier-milei-interview-transcript-spanish/
(2) Reinaldo Arenas (1992). Antes que anochezca, Barcelona: Tusquets, p. 151.
(3) Revista Crisis, enero de 1974, y diario La Nación, 8 de marzo de 2007. Disponible en: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-memoria-es-un-campo-de-batalla-nid889437/
(4) Al respecto puede consultarse el trabajo de investigación de Karina Fellitti sobre las políticas pronatalistas y de represión sexual y cultural impulsadas por el tercer peronismo. Disponible en: https://memoria.fahce.unlp.edu.ar/library?a=d&c=arti&d=Jpr318
(5) Jean Sénac (1995). Bosquejo del padre, Madrid: Ediciones del Oriente y del Mediterráneo.
*Manuel Pérez (Formosa, Argentina, 1988) es profesor de Historia por la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Militó durante diez años en un partido socialista, y aunque ya no es orgánico a ninguna estructura, busca seguir colaborando con su clase desde cada lugar que le sea posible. Si bien no se considera un escritor, pueden encontrarse relatos suyos en revistas como Árida (del Instituto Universitario Patagónico de las Artes) y antologías como Cuentos en cinco claves (2021), del taller literario de María Negro, y desde 2021 es colaborador de El Suplemento Cultural. Migrante forzado, como muchos coprovincianos, por el subdesarrollo y la desidia política, actualmente reside en Patagonia y trabaja dando clases en el nivel medio, principalmente en la modalidad adultos en lugares como la Unidad Penal Federal n°5.
