Imaginate esta escena: una mujer se queda parada frente a una escultura en el patio de un museo. No se mueve. No saca el celular. No pregunta. Solo observa. Alguien se le acerca y le dice: «¿Entendés qué significa?». Ella sonríe y responde bajito, como pidiendo permiso: «No sé, pero me hace sentir algo».
En tiempos donde parecer confundido es casi una vergüenza, decir «no sé» puede sonar incómodo, inútil, improductivo. Vivimos en una cultura que premia la certeza, la exigencia de tener una postura, una respuesta, una conclusión. No hay espacio para el titubeo, para la duda honesta, para la pausa. Pero, ¿y si justamente en ese no saber hay un gesto profundamente humano? ¿Y si lo que no entendemos todavía es lo que más nos transforma?

La cultura contemporánea nos empuja al vértigo de las respuestas rápidas. Las redes nos entrenan para opinar antes de comprender, para explicar lo que aún no digerimos. Hasta en el arte, muchas veces se exige claridad: ¿qué quiso decir este mural?, ¿cuál es el mensaje de esta canción?, ¿qué representa esta performance? Como si lo que no se puede traducir en palabras no mereciera existir.
Incluso en la política o en la educación, la incertidumbre se vive como debilidad. Lo difuso nos asusta, ¿verdad? La pregunta sin cierre nos molesta. Y, sin embargo, gran parte del pensamiento profundo, de la creación artística y de las decisiones más importantes de la vida surgen justo ahí: cuando no tenemos certezas, cuando el terreno se vuelve inestable.

No saber es una forma de habitar el mundo desde la escucha. Desde la posibilidad. No como resignación, sino como presencia. Hay procesos creativos que comienzan por una incomodidad inexplicable. Una imagen que no entendemos, una emoción que no tiene nombre, una intuición que no sabemos a dónde nos lleva. El artista visual Gustavo Beckelmann, por ejemplo, dice que algunas de sus obras más intensas «nacieron sin idea previa, solo con la sensación de estar al borde de algo». No saber, en esos casos, es condición para crear.
Lo mismo ocurre en la vida cotidiana: el amor, la enfermedad, el duelo, las decisiones grandes. No siempre hay respuestas. Hay momentos que no se pueden racionalizar, que solo se atraviesan. ¿Y qué pasa si en vez de huir de ese vacío lo miramos de frente? ¿Y si nos dejamos interpelar por lo que no entendemos?

A veces, la necesidad de encontrar sentido rápido nos hace apurar conclusiones. Clasificamos personas, etiquetamos obras, diagnosticamos realidades. Pero la experiencia estética –la que de verdad nos transforma– suele venir sin explicación. Como cuando escuchamos una canción de Jennifer Hicks o miramos un cortometraje de Hugo Cataldo, y algo se nos mueve adentro sin que sepamos decir exactamente qué.
En un mundo que exige resultados, definiciones y posicionamientos, detenerse a decir «no sé» es un acto de resistencia suave. Nos permite volver a la pregunta, al asombro, a la posibilidad de mirar de otra forma. Como decía Rainer Maria Rilke: «Ten paciencia con todo lo que no está resuelto en tu corazón y trata de amar las preguntas mismas, como habitaciones cerradas, como libros escritos en una lengua extraña».
Quizás se trate de eso: de aprender a habitar lo incierto sin que nos devore la urgencia. De aceptar que no siempre hay una respuesta, y que eso –lejos de ser una falla– puede ser también una forma de estar despiertos. Porque a veces, no saber… también es una forma de saber.

*Lía Fleitas Gill es periodista y especialista en comunicación estratégica. Se dedica a la planificación de proyectos de comunicación para organizaciones y empresas, con un enfoque social. Escribe sobre formas de organización innovadoras, educación emocional y modos de interpretar lo cotidiano desde una mirada (más) sensible.