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El protagonismo que han tomado los villanos tradicionales del cómic en los parasitarios universos cinematográficos, sumado a la extensión de modas que provienen fundamentalmente del rap, que hunde sus raíces en el universo tribal de las pandillas marginales, tendría que hacernos pensar en que el verdadero cambio cultural de occidente es un colapso ético, que la estética simplemente está reflejando.
Dos aclaraciones obvias pero necesarias: en primer lugar, toda producción cultural, sea cual fuere su calidad, propone una estética, nos guste o no; por poner un ejemplo extremo, el reguetón no sólo propone una estética musical, por detestable que pueda parecernos, sino también una forma diferenciada de bailar, una moda de vestimenta y, quizás, una propia y peculiar visión del mundo.
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En segundo término, esto no es un responso moral sino un análisis de lo que está ocurriendo en el mundo real, así que cuando se menciona un colapso ético no se está hablando de ningún código moral en particular (sea religioso o ideológico) ni anatematizando a nadie por incumplir estos o aquellos mandamientos, sino glosando el hecho de que las convenciones básicas, que permiten la convivencia, se han desvanecido en una tribalización sectorial en la que, paradójicamente, se reivindica una superioridad moral basada en la negación del derecho a disentir de todos los demás.
Dicho esto, comencemos por el rap. Mucho antes de que tal estilo de sincopada versificación obtuviera reconocimiento fuera de los barrios pobres e inseguros donde constituía la música de las pandillas tribales que proliferan en este tipo de ambientes de marginalidad, la que en mi opinión es hasta ahora la obra maestra por excelencia de la animación para adultos, Fritz, el gato, de Ralph Bakshi, adoptó el género que por aquel entonces (1972) era casi totalmente desconocido para generar una poderosa banda sonora adecuada al mundo outsider, que se proponía retratar a través de animales humanizados como en una moderna y tenebrosa fábula para adultos.

Puedo equivocarme, pero, que yo sepa, fue la primera vez que el rap traspasó las fronteras del universo de la marginalidad delincuencial y llegó a un amplio público que ni siquiera conocía el nombre del género. Para quienes no lo sepan, lo de «delincuencial» no es una opinión: durante años los raperos se mataron entre ellos con el mismo entusiasmo que las pandillas de los barrios de donde provenían… Después, claro, el éxito y el dinero los llevaron a gestionar pactos de no agresión.
Ahora démosle un vistazo a los protagonistas del parque de atracciones hollywoodense (Scorsese dixit) en el que se han transformado los fantásticos universos del cómic de superhéroes: al principio, el vampirismo de guiones y tramas mantuvo un cierto estándar de calidad, que pronto se vino abajo, y de un tiempo a esta parte los supervillanos (particularmente los más psicópatas) pasaron de ser adversarios a ocupar los roles protagónicos… Y no, no se trata de vueltas de tuerca como The Boys, que es tanto una parodia como un ejercicio de realismo que se pregunta cómo funcionaría el «negocio de la superheroicidad» en un mundo básicamente amoral, exitista y mercantilista como el que padecemos en la actualidad.
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Se trata, en cambio, de ceder el protagonismo no tanto a personajes, superhumanos o no, que quebrantan alguna ética en función del interés o fanáticos que creen (más o menos equivocadamente) estar defendiendo lo correcto, sino a auténticos psicópatas, como el Joker, Harley Quinn o Deadpool, por citar sólo los más populares, o inclusive ir tan lejos como para convertir a Nosferatu, el filosófico vampiro enamorado de Murnau, en un vulgar psicótico calentón acosador, con un bigote que intenta reproducir el del Vlad histórico, pero que termina por hacerlo parece un émulo de Emiliano Zapata.
Ahora bien, volviendo a nuestro tema central: como ya dije al principio, las producciones culturales no inventan ni construyen, sino que apenas reflejan la realidad; así pues, una ficción que eleva a protagonista no ya al simple villano, sino al criminal psicopático, y una moda que recrea la estética de los pandilleros marginales ha de tener como paralelo ético una deliberada pulsión al egocentrismo… Es decir, está impulsada por la convicción de que el éxito lo justifica todo y de que el único camino seguro al éxito es la amoralidad.
De hecho, la idea de que la estética actual refleja tal tendencia ética en la sociedad de las últimas décadas proporciona la única explicación razonable a la calaña de la gran mayoría de los gobernantes en la actualidad…Y ellos lo saben.
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Así, a mandatarios nacionales y locales españoles les parecieron más importantes sus pendencias que los muertos de Valencia, Putin se declara no agresor, sino agredido, y Netanyahu considera que, porque sus abuelos fueron víctimas, él tiene derecho a convertirse en victimario. En otras geografías (por poner unos ejemplos sobresalientes), quizá la única vez que Trump no mintió fue cuando afirmó, poco más o menos, «mis votantes me seguirían votando aunque saliera a la calle a matar gente», y Peña, cuando dijo, palabra más, palabra menos, durante la campaña: «nadie está en su cargo por sus capacidades o sus méritos».
Toda esa gente llegó al poder mediante más o menos confiables elecciones, así que en general se les toleran tamaños desatinos. Al final tendremos que darles la razón a los que gustan de protagonistas psicópatas y visten disfrazándose de delincuentes pobres y admitir que Groucho Marx no estaba haciendo un chiste sino una profecía cuando dijo: «El secreto del éxito es, sin duda, la honestidad: si puedes prescindir totalmente de ella, el éxito está garantizado».

*Ángel Luis Carmona Calero es periodista, docente universitario y crítico de arte, de vasta trayectoria como columnista y autor de artículos de fondo en distintos medios, esencialmente en áreas culturales y de opinión, pero también en política internacional. Ha publicado Crítica de la sinrazón pura: epigramas ajaponesados o epihaikus (AranduBooks Ediciones, 2024).