Cargando...
Mientas el presidente ucraniano Volodímir Zelenski sufría una reprimenda en vivo en la Casa Blanca que entretuvo a millones de espectadores a nivel global hace dos semanas, a nivel local, casi inmediatamente después éramos testigos de las desesperadas declaraciones de un mediático ministro del Interior que asumió la vocería de una «mesa de crisis» –instalada una vez más tras nuevos escándalos del gobierno– en la que también habrían sufrido los nuestros una reprimenda presidencial. Con sobresaltos y sincericidios, el funcionario intentó explicar el tenor de la reunión y reveló dos secretos a voces de nuestra política criolla: que en los últimos cuarenta años los políticos en función de gobierno han sobrevivido «no haciendo nada»: es decir, simplemente dilapidando el presupuesto estatal a través de prebendas y clientelismo, y que, en consecuencia, por primera vez en un país que produce alimentos para más de cien millones de personas el Estado se compromete a alimentar a un millón doscientos mil estudiantes de escuelas públicas.
Claro, todo eso gracias a los no despreciables USD 1950 millones que Itaipú pretende destinar a «inversiones» en el Paraguay en el corto tiempo, entre ellas Hambre Cero, el programa estrella del Gobierno que prevé unos trescientos millones de la misma moneda este año. ¿Cuánto de esos recursos llegarán efectivamente a las escuelas en forma de buena comida, pupitres de oro o letrinas refaccionadas?
Lea más: MDS difunde imagen de un niño y desata críticas por violar su derecho a la imagen
Ante una ciudadanía sumida en el fatalismo y la desmovilización, ¿cómo se controlará la implementación efectiva de estos revolucionarios programas sociales? Más allá de pomposos tecnicismos, no lo sabemos a ciencia cierta. Lo que sí sabemos muy bien es que ante la primera denuncia de irregularidades en el almuerzo escolar del programa Hambre Cero saltaron los fusibles y las hilachas estronistas salieron a relucir con todas sus luces.
Una circular firmada por el viceministro de Educación Básica, secundada por el cuestionado ministro de Desarrollo Social, no dejó lugar a equívocos: cualquier director de escuela que se atreva a denunciar y hacer públicas anomalías relacionadas con el almuerzo escolar enfrentará «consecuencias administrativas, civiles o penales», pues –según la circular– no es función del director ni de ningún actor educativo determinar y menos cuestionar la calidad de los alimentos que recibe un recinto escolar. Esta es función, casi exclusiva, de la empresa proveedora, y quien trasgreda dicha normativa tendrá que enfrentar todo el instrumental punitivo del Estado, como puede leerse con asombro en la circular firmada por quien alguna vez fuera un referente intelectual del estudio de las relaciones entre autoritarismo y educación en el Paraguay.
Esos párrafos de la circular Nº 2 del Viceministerio de Educación Básica nos recuerdan las crónicas de Rafael Barrett, cuando en 1907 describía las condiciones infrahumanas en las que vivían y trabajaban los obreros en los yerbales, denunciando la explotación y la indiferencia de las élites ante la miseria. En un memorable pasaje de Lo que son los yerbales, Barrett relata cómo los trabajadores eran alimentados con comida en estado deplorable: «el 90% de los peones del Alto Paraná son explotados sin otra remuneración que la comida. Su suerte es idéntica a la de los esclavos de hace dos siglos. ¡Y qué comida! Por lo común se reduce al yopará, mezcla de maíz, porotos, charque (carne vieja) y sebo. Yopará por la mañana y por la noche, toda la semana, todo el mes, todo el año. Alimento tan ruin y tan exclusivo bastaría por sí a dañar profundamente el organismo más robusto. Pero además se trata, sobre todo en el Alto Paraná, donde los horrores que cuento llegan a lo inaudito, de alimentos medio podridos. El charque, elaborados en el sur paraguayo, contiene tierra y gusanos. El maíz y los porotos son de la peor calidad y transportados a largas distancias se acaban por corromper. Esta es la mercadería reservada especialmente a la gleba de los yerbales y pasada de contrabando de una república a otra por los honorables bandoleros de la alta banca».
Más de un siglo después, la historia parece repetirse: alimentos en mal estado destinados a sectores vulnerables, una estructura estatal que prefiere ocultar la realidad antes que resolverla y un habitus autoritario que penaliza la denuncia en lugar de fomentar la rendición de cuentas.

Política del espectáculo y dispositivos autoritarios
Como corolario político-cinematográfico mundial y local, las últimas semanas han estado cargadas de reuniones entre potencias por streaming, encuentros políticos grandilocuentes pero vacíos de contenido, llamados a invertir en fondos de inversiones digitales fraudulentos pero con auténtica investidura presidencial, imputaciones fiscales mediáticas y altisonantes, sesiones legislativas cargadas de calificativos denigrantes, insultos y, en algunos casos, hasta golpes, que van enturbiando y distrayendo la escena que nos dejaron los «lalo chat».
Pierre Bourdieu, en Sobre el Estado, recopilación de sus cursos en el Collège de France entre 1989-1992, nos recordaba, al respecto, cómo las disposiciones autoritarias incorporadas en la cultura política y en los sujetos se reproducen incluso en contextos democráticos: la categoría habitus –el conjunto de disposiciones internalizadas que guían la percepción y acción de los individuos dentro de un determinado campo social– permite explorar cómo prácticas políticas –como el clientelismo, el verticalismo en la toma de decisiones o el uso de la fuerza como mecanismo de legitimación– se mantienen no solo por estructuras formales sino porque están naturalizadas en la sociedad y fomentadas por la burocracia, la educación y el monopolio de la violencia simbólica. Para Bourdieu, más que por la primacía de la violencia legítima (Weber), el Estado se define por el conjunto de prácticas e ideas que interiorizamos, incluso de forma inconsciente, y que están presentes en todas nuestras circunstancias cotidianas, por lo que no siempre resulta fácil cuestionarlas.
Lea más: Hambre Cero: Fenaes fustiga contra “fotito” de políticos en las escuelas
En nuestro país, la herencia estronista y el continuismo de prácticas autoritarias –de un despotismo republicano, como lo llamó Francisco Delich– han configurado un habitus en la administración pública que prioriza la opacidad, el miedo a la denuncia y el castigo a quienes desafían la estructura jerárquica. Que el MEC busque impedir la denuncia pública de la calidad del almuerzo escolar refleja este patrón autoritario, con instituciones que prefieren el silenciamiento a la transparencia, actitud que no solo restringe la libertad de expresión de los directores de escuela sino que perpetúa un modelo de gestión que reprime la participación ciudadana en la fiscalización de los recursos públicos, donde el rol del funcionario público es la sumisión a las directrices superiores, en lugar de la defensa del bienestar de la comunidad.
Es que cuando un gobierno amenaza a quienes denuncian irregularidades, la democracia se ve profundamente deteriorada, pues el acceso a la información y la capacidad de fiscalización son pilares fundamentales de una sociedad libre y justa.

Estrategias de desenfoque burocrático
La justificación posterior de la circular emitida por el MEC no solo minimiza la controversia al enmarcarla como una cuestión meramente procedimental, sino que refuerza la idea de que el control institucional es una garantía de orden y eficiencia, despolitizando así cualquier posible cuestionamiento.
El argumento del MEC se estructura en torno a la idea de que la circular no introduce nuevas normativas, sino que simplemente aplica «disposiciones ya vigentes». Sin embargo, esta postura ignora que la forma en que se implementan y comunican las normas también es un acto de poder. La insistencia en que los directores «solo pueden hacer lo que la ley manda» y en que cualquier desviación podría implicar sanciones severas, refuerza una lógica de disciplinamiento que no solo inhibe la autonomía de los actores educativos sino que además los coloca en una posición de riesgo legal y administrativo. Esta es una manifestación clara del habitus autoritario: la tendencia a regular la conducta mediante mecanismos de control normativo que operan bajo la apariencia de neutralidad burocrática.
Lea más: Gobierno busca acallar denuncias y sumaria a directora que mostró el caldo de cerdo en MRA
El razonamiento de los inquilinos de la cartera de Educación revela claramente una estrategia de desenfoque burocrático. Al centrarse en cuestiones técnicas, como la digitalización de registros y la trazabilidad de raciones alimentarias, intentan desviar la atención del problema central: la posible afectación de la capacidad de denuncia y fiscalización de los directores de escuela. En este sentido, el discurso oficial reconfigura el debate en términos administrativos, pasando por alto las implicaciones políticas y éticas de la medida.
Así, la crítica inicial –relacionada con la legitimidad de la opresión institucional– se diluye en una mera discusión sobre la eficiencia operativa y la transparencia de los procedimientos, desplazando la atención de los efectos disciplinantes de la normativa.
Al final del día, estas respuestas institucionales refuerzan un modelo de gobernanza basado en la regulación estricta de los márgenes de acción de los funcionarios públicos, lo que impide la emergencia de dinámicas autónomas de resistencia o transformación. En última instancia, ilustra cómo el lenguaje administrativo puede ser utilizado como herramienta de legitimación de la opresión y, en ese sentido, es un buen ejemplo de cómo funciona la praxis política actual.
Lea más: MEC advierte consecuencias penales si directores controlan la comida de Hambre Cero
Por todo ello y más, se vuelve urgente resignificar el campo de relaciones políticas y organizar las luchas por liberarlas de su secuestro en manos de la especulación financiera y mafiosa para redescubrir la política utópicamente como el noble oficio del servicio a la comunidad.
Necesitamos, en fin, retomar los senderos de una antropo-ética que ayude a recobrar el sentido solidario y planetario de nuestra subjetividad individual, sumida hoy en la lógica de la identidad por consumo de mercado que mantiene esclavizados a millones. ¿Demasiados imposibles? No hay que olvidar al respecto que –como dice Badiou– la política es real solo cuando fuerza a existir a lo imposible.
*Cristian Andino es licenciado en Filosofía por la Universidad Católica de Asunción, magíster en Ciencia Política por la Universidad Nacional de Asunción, profesor en la facultad de Filosofía de la Universidad Católica y miembro del Centro de Investigaciones Filosóficas (CIF-Paraguay).