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En qué estante van los libros de Edward Gorey es un dilema que bibliotecarios y libreros suelen dar por resuelto desde hace décadas enviándolos –ya que no suelen pasar de veinte páginas, con muchas imágenes y casi sin texto– a la sección de literatura infantil. Las armoniosas ilustraciones del dibujante y escritor estadounidense, además, están lejos de desafiar la delicada sensibilidad de los niños, y el lenguaje de las pocas líneas que suelen acompañarlas es sencillo y directo.
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Gorey es célebre por las misteriosas penumbras, los efectos de profundidad, la riqueza de climas y matices que podía sacar de la punta de un simple bolígrafo. Vean cómo consigue transmitir las texturas del empapelado y del piso de madera y la cualidad mullida pero firme del sillón y cómo gradúa el retroceso de la luz natural y el avance de las sombras del anochecer en los objetos y, sobre todo, en la atmósfera de la sala de lectura de la casa familiar en The Doubtful Guest solo mediante la cuidadosa combinación de innumerables líneas de distintas longitudes y grosores. Es el plumeado, viejo arte de los maestros del grabado medieval.
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Y vean cómo, desde la luminosa mitad derecha de la escena, que ocupa el «huésped dudoso», con la serena horizontalidad de sus trazos ligeros y claros, las líneas se van entrecruzando hasta cerrar la trama en puntos de total oscuridad, de larvada violencia –el ceño feroz entrevisto en el rostro borroso, la nítida tensión del brazo, el cerrado puño del pater familias–. Es el plumeado cruzado, agujero negro del soleado jardín, caótico subsuelo del orden doméstico, prohibida habitación del pasado imperfecto. Puedo verlo dibujando esas innumerables líneas bien entrada la noche y en el silencio de la madrugada.

Edward Gorey nació en Chicago en 1925, hijo único y precoz ratón de biblioteca que aprendió a leer a los tres años con las novelas de Victor Hugo, el Drácula de Bram Stoker y el Frankenstein de Mary Shelley, aunque en su adultez se declaraba admirador, ante todo, de Jane Austen. Cinco de sus gatos llevaban nombres de personajes del Genji Monogatari y los fantasmas de Edward Lear y Lewis Carroll sobrevuelan sus páginas. Cuando murió, tenía más de veinte mil libros en su casa. Casi no tuvo educación artística –apenas un semestre en el Instituto de Arte de Chicago–, pero se graduó en Literatura Francesa en Harvard, donde le fue asignada una habitación en una de las residencias estudiantiles, Mower, en la que se hospedaba también el poeta Frank O’Hara, de quien se hizo inseparable, a tal punto que solicitaron a la universidad un cambio de residencia, a Eliot House, concedido el cual se mudaron a una habitación compartida que transformaron en un centro de debates literarios con una lápida robada de algún cementerio próximo (quizá Mount Auburn) como mesa de café.
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Gorey trabajó durante años dibujando portadas e ilustraciones para los libros publicados por la división Anchor Books de la Editorial Doubleday, en Nueva York, ciudad que nunca le gustó excepto por el New York City Ballet (aunque distaba de admirar a su dúo estrella de los 70, Suzanne Farrell y Peter Martins, a los que llamaba «los espárragos albinos más altos del mundo»). Iba a todas las funciones cada temporada, es decir, todas las noches durante medio año. Cuando dejó Anchor Books, pasó a vivir en Nueva York solo durante los seis meses de cada temporada de ballet: terminada la última función, se iba a Barnstable, Cape Cod, donde unos primos le dejaban ocupar el ático de su casa. Después de la muerte, en 1983, de George Balanchine, fundador del New York City Ballet, se quedó un tiempo en ese ático y luego se mudó definitivamente a su gran casa en ruinas de Yarmouth Port.

Con su metro noventa de estatura, calvo y de espesa barba, Gorey parecía un Papá Noel sicópata. Solía llevar abrigos de piel teñidos de azul o amarillo o verde, collares de cuentas multicolores y al menos media docena de anillos en ambas manos y era famoso por su elocuente registro vocal de carcajadas estruendosas y agudezas guturales. Le gustaba situar sus historias entre los últimos tramos del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Amaba ese universo desaparecido, sus utensilios, su ropa, sus muebles, la perdida gracia de sus gestos, la elegancia, inconcebible hoy, de sus detalles, su engañosa superficie dorada de apariencia inocua y, agazapada bajo el azúcar de la nostalgia, su peculiar enfermedad, das Unheimlich.
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Pocos en Paraguay, sospecho, recordarán que este mes se celebra el centenario de su nacimiento. En abril del 2000, un amigo que estaba instalándole una batería en el teléfono le espetó de golpe: «¡Edward, no me vas a creer! ¿Sabes cuánto cuesta esta cosa? ¡Veintidós dólares!». Gorey echó la cabeza atrás y empezó a emitir largos y espeluznantes estertores y gemidos. Su amigo se rió, seguro de que estaba fingiendo en broma que se moría al enterarse del escandaloso precio de la batería nueva, pero era un auténtico ataque cardíaco. Y así fue como Edward Gorey, artista del humor negro, cerró en su ley la última función de una gran temporada. Aplausos de pie.
