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Hace unas semanas fui con mi hijo a un concierto de Travis Scott en la Ciudad de México. Por varias razones, fue un momento memorable en mi vida.
Fue la primera vez que él y yo viajábamos solos, además de que fue también la primera vez que asistí a un concierto masivo, con más de sesenta mil personas.
No soy afecto a hacer filas largas en extensión y paciencia. Esta vez lo hice. Estuvimos dos horas bajo una lluvia más o menos intensa, antes del inicio del concierto. Aguanté estoicamente.
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Había olvidado mencionar, para quien no lo sepa, que Travis Scott es un rapero norteamericano muy popular actualmente.
Y ahí estaba yo, a mis cincuenta y seis años, empapado por la lluvia, cansado por la larga espera, expectante por ver a aquel cantante que había congregado a tanta gente, y, por supuesto, encantado con la felicidad en el rostro de mi hijo a sus diecisiete años, esperando el arranque del concierto al que, por cierto, él me invitó (y pagó mi entrada).
Arrancó el concierto… Y mi vida cambió.
Antes de aquel momento yo había oído a Travis Scott, si acaso, una o dos veces; es un estilo de música complejo, popular entre los jóvenes, pero, por regla general, no entre personas de mi edad. A quienes nacimos a finales de los años 60 o principios de los 70 se nos identifica claramente con la maravillosa –musicalmente hablando– década de 1980. La gran mayoría mis coetáneos escuchan versiones originales o adaptaciones más modernas de las piezas musicales que llenaron nuestra juventud. Si acaso escuchamos algo nuevo, casi nunca sale del estilo que nos ha acompañado desde que desarrollamos nuestras preferencias musicales.
Yo descubrí que hay más, mucho más, y lo hice de la mejor manera. Rodeado de chicos y chicas a quienes doblaba en edad (y acaso de algún que otro padre de familia parado, como yo, frente al escenario, a escasos metros de Travis Scott) y tratado como un igual: a nadie le extrañó mi diferencia de años con esa multitud que gritaba, cantaba, bailaba y, hablando más llanamente, se la pasaba de lujo.
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Yo también bailé, tarareé las canciones (como buen neófito, no me sé las letras, pero ¡vaya que las entendí!), grité, aplaudí y todo lo que se hace en un concierto de este tipo. Disfruté como si tuviera cuarenta años menos y mi vida apenas comenzara.
Letras fuertes, con explícitas referencias a violencia, sexo, crimen, pero también con profundas reflexiones sobre la sociedad contemporánea y sus problemas.
¿No es eso acaso lo que vemos día a día en los noticieros? ¿No es ese el mundo que nos rodea?
Me encontré con un espectáculo visual impresionante, con luces, llamaradas y fuegos artificiales; también con miles de personas coreando las canciones, saltando, siendo cada individuo uno solo con la multitud. Vi y sentí la emoción, la pasión, la fuerza de una juventud que hoy se mueve al ritmo de contenidos que se nutren de la inconformidad, la pobreza, la división social, la represión y la discriminación en un mundo duro que obliga a ser sobrevivientes.
Ya de regreso en la calma de la cotidianidad, no pude menos de hacer una reflexión: si bien me gusta la música ochentera mucho más, esta aproximación a un género desconocido para mí, y en las condiciones en que se dio, me hizo pensar en todas las críticas que he escuchado a la música hoy preferida por nuestros hijos o nietos.
La música es la que corresponde a cada generación escuchar; pero encadenarnos a que sea solo un vehículo de la añoranza nos priva de abrirnos a nuevas posibilidades, a nuevas experiencias.
¿Acaso cuando avanzamos en edad debemos escuchar solo aquello que nos despierte recuerdos? ¿No podemos acaso conocer nuevos géneros, nuevos artistas, nuevos estilos? ¿Nos marcan los años inevitablemente, mediante el desprecio de lo actual solo porque nos suena distinto a lo que conservamos en la memoria, el camino a la música de un ayer cada vez más lejano? ¿Debemos convertir nuestro gusto musical en esclavo del pasado?
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Tengo muchos amigos amantes de la música y han coincido, palabras más, palabras menos, en manifestar extrañeza por el hecho de que yo hubiera ido a un concierto de rap y, además, de que, en las condiciones en que se dio, lo hubiera disfrutado tanto.
Inútil contar que fue para mí una de las mejores experiencias de mi vida: no me creen… o no quieren creerme.
Tal vez piensen que fue solo un exabrupto en mi camino inexorable hacia la adultez madura y comedida que nos convierte en meros espectadores, adustos y serios, de lo que la juventud hace, canta y baila. Tal vez imaginen que es un acto típico de quien pretende hacerse pasar por joven, bordeando el ridículo, como esos motociclistas tardíos que en sus años mozos ni en bicicleta andaban.
Por mi parte, lo único que sé es que hoy escucho con otra perspectiva el rap, el trap, el hip hop y otras expresiones contemporáneas de creatividad musical. Y no creo que le importe, pero Travis Scott tiene un nuevo fan.
Me niego a que el soundtrack del resto de mi vida sea solo música de añoranza de tiempos idos.
*Jorge Chessal Palau es abogado por la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP), México, presidente 2024 – 2026 del Capítulo San Luis Potosí de la Barra Mexicana Colegio de Abogados, columnista, escritor y, desde ahora, fan de Travis Scott.