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Para sorpresa de nadie, todos aplaudieron a la escritora surcoreana Han Kang por anunciar que, «mientras la gente muere en las guerras» (1), no celebrará el Nobel de Literatura que la academia sueca le acaba de otorgar. Lo anunció como una especie de ventrílocua, a través de su padre, Han Seung-won: «Me dijo que con la guerra arreciando y gente muriendo cada día, ¿cómo podemos tener una celebración o dar una rueda de prensa?», comunicó el octogenario mensajero en la rueda de prensa que su ilustre hija lo envió a cancelar. ¡Tiene razón, la nobel! El lenguaje puede ser tan violento… baste pensar en expresiones como limpieza étnica, genocidio o apartheid. Por algo existen las generalizaciones –«gente que muere en guerras»–, los eufemismos y, mejor aún, el silencio. ¿Cómo pensar en ruedas de prensa con tanto que denunciar? No seamos insensibles. Hay que aplaudir a Han Kang. Ya era hora de que alguien se pronunciara contra la interminable sucesión de conflictos bélicos en todas las sociedades desde el mesolítico y contra la finitud de la existencia humana. La imaginamos permanentemente enlutada. ¡Siempre hay hambrunas, pestes, miseria, siempre muere gente en guerras! ¿Hasta cuándo? ¡La gente sigue muriendo desde hace milenios cada día! De hecho, para ser coherentes, no deberíamos celebrar nada nunca.
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Al día siguiente del anuncio del Nobel de Literatura, fue anunciado el de la Paz. Las palabras del hibakusha Toshiyuki Mimaki, copresidente del grupo Nihon Hidankyo, al recibirlo en nombre de los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, no podrían haber diferido más de las declaraciones de Han Kang. Toshiyuki Mimaki era un niño pequeño y estaba jugando delante de su casa el 6 de agosto de 1945 –año 20 de la era Showa–, cuando, por orden del presidente de Estados Unidos, la muerte nuclear fue arrojada sobre la primera de esas ciudades, y vio un destello repentino en el cielo. Solo tenía tres años y medio, pero hay cosas que nunca se olvidan. Todos conocemos algo de ese siniestro episodio de la historia reciente. Los gritos de los carbonizados, atrapados entre escombros en llamas. Pienso en otro hibakusha, el mangaka Keiji Nakazawa, muerto de cáncer en 2012, y en Hadashi no Gen, su opera magna, en cuyas páginas vemos cómo Hiroshima se congela en negativo durante un minuto interminable, mientras por sus calles destruidas pasa el macabro desfile de los zombis, cubiertos con guiñapos de su propia piel, los ojos colgando de las cuencas vacías, derretida la cara, perdida el habla, capaces ya solo de repetir «agua» o balbucear sonidos inarticulados.
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Algunos medios citan in extenso el anuncio de no-celebración de Han, la nobel doliente: «con las guerras que se libran entre Rusia y Ucrania, Israel y Palestina, con muertes que se registran todos los días, no podía celebrar una conferencia de prensa» (2). En mi supina ignorancia, ¡yo hubiera creído todo lo contrario! ¿No es gracioso? Espero que los lectores no sean tan ilusos como esta servidora. Menos mal que a mí nunca me darían el Nobel. Bueno, no me lo darían, en primer lugar, porque nadie me conoce; pero si me conocieran, menos aún: la academia sueca no mete la pata.
Salvo excepciones, claro. Como cuando le otorgaron el Nobel a Sartre, que lo rechazó. O, peor, a Harold Pinter, que lo aceptó. Porque lo de Sartre fue un bofetón, pero quedó como una caricia al lado del discurso de aceptación de Pinter. Y es que, lejos de callarse como Han, Pinter habló. Y dijo, entre otras cosas:
«Como bien sabe cada uno de los presentes, la justificación para invadir Iraq fue que Saddam Hussein poseía armamento sumamente peligroso de destrucción masiva, gran parte del cual podía accionarse en cuarenta y cinco minutos para causar una devastación sin límites. Nos aseguraron que ésa era la verdad y no era verdad. Nos dijeron que Iraq tenía relación con Al Quaeda y que era corresponsable de las atrocidades del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Nos aseguraron que ésa era la verdad y no era verdad. Nos dijeron que Iraq amenazaba la seguridad del mundo. Nos aseguraron que ésa era la verdad y no era verdad».
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Pinter continuó hablando de la «enorme trama de mentiras que nos rodea» y de los crímenes –los llamó así, crímenes– perpetrados por el gobierno de Estados Unidos alrededor del mundo. «Aquel hombre en extremo valiente, el arzobispo Romero, fue asesinado mientras oficiaba misa. Se estima que murieron setenta y cinco mil personas. ¿Por qué las mataron? Porque creían que era posible vivir de una mejor manera y que podían lograrlo». La invasión de Irak fue un acto de terrorismo de Estado para consolidar el control militar y económico de Estados Unidos en Medio Oriente, acto responsable de la muerte y mutilación de miles de inocentes, prosiguió Pinter. «¿Cuántas personas hay que matar para alcanzar la clasificación de genocida y criminal de guerra?», preguntó.
El discurso completo está en línea (3). Ser escritor, como sabía Pinter, es liberar las palabras de la «enorme trama de mentiras que nos rodea», hacer que revelen en vez de encubrir. Las generalizaciones vacías y los eufemismos están bien para los políticos, los coaches y los abogados.
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Y cuando un escritor recibe el condenado premio –ese que el poeta Robert Graves llamaba the Death’s kiss, «el beso de la muerte»– de la academia sueca, tiene la oportunidad única de decir algo que, le guste o no a la academia, será escuchado en el mundo entero. Por eso, al hablar de asuntos tan graves como los que, según declara ella misma, abruman dolorosamente a Han Kang, conviene evitar las imprecisiones. Una guerra entre dos bandos requiere dos ejércitos; si uno de los dos no tiene ejército, es una masacre, o un genocidio. Y, en ese caso, la gente no muere: es asesinada. Etcétera, etcétera. Todos sabemos que es difícil llamar a las cosas por su nombre, pero una nobel de Literatura podría hacer un esfuerzo.
Al recibir la noticia de que les habían otorgado el Nobel de la Paz a él y a los demás sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki, el hibakusha Toshiyuki Mimaki pareció extrañado, casi decepcionado. «Es la gente de Gaza la que merece este reconocimiento», opinó, modestamente. Las imágenes de los niños en Gaza, cubiertos de sangre, en brazos de sus padres, me recuerdan a Japón hace ochenta años, dijo, y se le quebró la voz (4). Sus palabras han desaparecido misteriosamente de los medios de prensa. Enojaron al embajador de Israel en su país, que lo acusó de distorsionar los hechos históricos y deshonrar la memoria de las víctimas de la bomba atómica. (Es decir: acusó a una víctima de la bomba atómica de deshonrar la memoria de las víctimas de la bomba atómica.) Pero todos hemos visto esta semana a Shaban al-Dalou –que no es el primero ni el único– arder hasta la muerte, envuelto en llamas, atrapado entre carpas incendiadas alrededor del Hospital Al-Aqsa por un bombardeo israelí (5), y sabemos que las palabras del hibakusha no mienten. En nombre del lenguaje y de los escritores, Toshiyuki Mimaki, muchas gracias. Honor al que dice lo que todos callan.
Notas
(1) Han Kang celebra el Nobel con un té y sin atender a la prensa. El País, 12/10/ 2024. En línea: https://elpais.com/cultura/2024-10-12/han-kang-celebra-el-nobel-con-un-te-y-sin-atender-a-la-prensa.html
(2) Brittany Allen: Here’s why Han Kang is refusing to celebrate her Nobel Prize. Literary Hub, 15/10/2024. En línea: https://lithub.com/heres-why-han-kang-is-refusing-to-celebrate-her-nobel-prize/
(3) Harold Pinter: Arte, verdad y política. Discurso de aceptación del premio Nobel. Traducción de Aída Espinosa. Revista Casa del Tiempo, n. 85, febrero de 2006, pp. 24-27.
(4) https://x.com/BDSMadrid/status/1846283168514535824
(5) https://www.instagram.com/reel/DBFT3ezoX3S/?utm_source=ig