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Originaria de Rennes, Annie Le Brun se acercó al grupo de los surrealistas en 1963, al firmar el célebre «Tranchons-en», texto colectivo incluido en el catálogo de la XI Exposición Surrealista Internacional, L’Écart absolu, inaugurada el 7 de diciembre de 1965 en la Galerie l’Oeil, de París –que sería la última en vida de André Breton–. «Porque no podía hacer otra cosa», dijo ella.
Tenía entonces 23 años. Había desertado de los estudios de letras y de filosofía para ganarse la vida con pequeños trabajos –correcciones, colaboraciones con los diccionarios Larousse...–. Fue la suya, ante todo, una vida de grandes encuentros: André Breton, el Melmoth, de Maturin, la novela gótica, Sade, Roussel, Jarry, el poeta croata Radovan Ivsic (1921-2009) –su pareja desde los años 70–, el legendario editor Jean-Jacques Pauvert –que le envió un ramo de flores tras verla en una emisión televisiva de Apostrophes en 1977, donde socavaba cierto neofeminismo de moda…–. Pero ¿quién fue Annie Le Brun?
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Podemos enumerar opiniones sobre ella: «Rebelde definitiva, uno de los rostros más notables de la última generación del surrealismo» (Alain y Odette Virmaux, Les grandes figures du Surréalisme, Bordas, 1994, p. 114), «reencarnación de Carmilla» (Philippe Audouin, Les Surréalistes, Seuil, Collection Écrivains de Toujours, 1973, p. 150), la vampiresa erótica del irlandés Sheridan Le Fanu (que influyó en el Drácula de Stoker), «mécontemporaine [de mécontente, descontenta, y contemporaine, contemporánea, es decir, descontenta con la época que le toca vivir] que deja tras de sí un vigorizante olor a pólvora» (Judith Perrignon, «La mécontemporaine», Libération, 26 de marzo de 2001)...
Podemos enumerar sus libros: Lâchez-tout (1977), Soudain un bloc d’abîme, Sade (1986), Les châteaux de la subversion (1986), Appel d’air (1988), Sade, aller et détours (1989), Vagit-prop, Lâchez-tout et autres textes (1991), Perspective dépravée (1991), Pour Aimé Césaire (1994), De l’inanité de la littérature (1994), Vingt mille lieues sous les mots, Raymond Roussel (1994), Statue cou coupé (1996), De l’éperdu (2000), Du trop de réalité (2000), Ce qui n’a pas de prix (2018)…
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Podemos enumerar sus artículos y ensayos sobre sus figuras tutelares: Sade, «Porc frais de mes pensées» (presentación de una de sus cartas en Les Plus Belles Lettres manuscrites de la langue française, Bibliothèque Nationale-Laffont, 1992); «Tu souffres, ma chère… et moi je décharge» (especial «La douleur de l’autre», La Quinzaine littéraire, n° 675, agosto de 1995 ), «Un libertin unique» (Barcarolle, Madrid, 1997); Jarry, «Comme c’est petit un éléphant» (prefacio a Surmâle, 1990); Roussel, «Le grand transbordement poétique» (prefacio a Noces, 1998); Breton, «À ce prix de désastre» (prefacio a la traducción eslovaca de Nadja, 1997)… A estos añadiremos «Entre le rire et l’éperdu», presentación de Pierre Louÿs para el programa de la ópera de Arthur Honegger Les Aventures du roi Pausole (1997); «Un rêveur sublime», que cuestiona la obra de Fourier (La Quinzaine littéraire, n° 759, 1 al 15 de abril de 1999)…
Hoy quiero detenerme brevemente en tres ensayos de Annie Le Brun: uno sobre la french theory, otro sobre los nuevos empresarios duchampianos y, sobre todo, otro sobre el arte plumario de las tribus del Amazonas.
Annie Le Brun y la <i>french theory</i>
En el ensayo «Demasiada teoría» («Du trop de théorie», 2006), Annie Le Brun nos explica, con Alicia y Humpty Dumpty, la metodología de la french theory –a la que califica de «terrorismo teórico»–:
«–Cuando uso una palabra –dijo Humpty Dumpty en tono más bien despectivo–, esta significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos.
–La cuestión –dijo Alicia– es si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
–La cuestión –dijo Humpty Dumpty– es saber quién manda. Eso es todo».
Le Brun rechaza la lectura de Sade que hace Foucault en Las palabras y las cosas: «Juliette es el último de los relatos clásicos» y «Las escenas y los razonamientos de Sade recogen toda la nueva violencia del deseo en el despliegue de una representación transparente e impecable». Todo eso para acabar enseñándonos, tres años después, que Sade «nos aburre; es un disciplinador, un sargento sexual, un contable de culos y sus equivalentes».
En cuanto a la lectura que hace Foucault de Raymond Roussel, le parece plagada de malas interpretaciones: por ejemplo, en las Nouvelles Impressions d’Afrique el filósofo ve apenas «una celebración» animada por «la alegría danzante de una lengua que salta de una cosa a otra, las arroja cara a cara, hace cortocircuitos, petardos y chispas brotan por todas partes de su incompatibilidad», cuando se trata del tratado más oscuro sobre la gravedad de Roussel, que, poco antes de desaparecer, nos hace presenciar el ascenso suicida de la materia en el lenguaje.
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Continua con la incomprensión estética o textual que Roland Barthes mostró respecto de Sade: «La lengua, como realización de todo lenguaje, no es reaccionaria ni progresista; es simplemente fascista». Aquí, define esta teoría como discurso totalitario. Igual que había hecho Simone Weil con los partidos políticos.
Otro palo va para las feministas: «Este milagro teórico se lo debemos, en gran parte, a la french theory. Sobre todo porque no hay duda de que fue ella quien presidió la monstruosa generación de la escritura femenina, de la que el útero de las mujeres y su secreción se presentaban como fuente inagotable. Fue precisamente Hélène Cixous, una de las pitias de la french theory, quien, en los años setenta, llevó este “llegar a escribir” al colmo del ridículo textual al asegurarnos que las mujeres “viven directamente en contacto con la escritura, sin relevo. En mí, la canción, desde el momento de la emisión, accede al lenguaje: un flujo inmediato de texto”. Lamentablemente, Hélène Cixous tenía seguidores. Así, le debemos a Luce Irigaray, espéculo en mano, haber renovado el arsenal teórico de la teoría francesa feminizándola, enseñándonos, entre otras cosas, el carácter machista de la teoría de los fluidos, pero poniendo sus esperanzas en el hecho de que “una mujer nunca se (en)cierra en un volumen”».
«Que después de unos treinta años este tipo de menstruación textual se haya secado un poco no debería sorprendernos», prosigue Le Brun, para relatar más adelante cómo en 1990 descubrió «las sutilezas por las cuales la deconstrucción feminista de la historia del arte llevaría a descalificar al mismo tiempo a Degas, Lautrec, Manet, De Kooning y Picasso… dado que unos y otros “implícitamente cometieron un asalto a la realidad y la autonomía femeninas”».
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Sobre la teoría queer: «a partir de un cuestionamiento del comunitarismo gay en los años 1980, apareció, a principios de la década siguiente, como la nueva ola feminista, presentándose como una crítica deconstructiva de todos los esencialismos –desde la normalización de las determinaciones identitarias hasta los efectos reduccionistas de la sexualización binaria..., a través del trabajo académico de Eve Kosofsky Sedgwick, Judith Butler y Monique Wittig. Pero, por loables que sean los esfuerzos de Judith Butler, por ejemplo, por escapar de la trampa de la identidad y alterar el orden de los géneros, que sólo sería una construcción social y psicológica, nos consterna ver que ilustra su punto con la obra de Cindy Sherman, en quien la más irrisoria inversión de géneros se refiere lastimosamente a ella misma por más de veinte años, y además, saqueando descaradamente a Hans Bellmer, Max Ernst, Claude Cahun…».
Devela entonces una cruzada que va en busca del santo grial de «queerizar la heteronormatividad dominante». Homologa la french theory con el discurso dominante capitalista neoliberal de hoy: «El sujeto esquizoide soñado por Deleuze y Guattari en Anti-Edipo, ni hombre ni mujer, ni hijo ni padre, abierto a todas las conexiones, termina asemejándose al sujeto acrítico, desimbolizado, libre de culpa y querido por el neoliberalismo». Todos los modelos alternativos propuestos por la teoría de moda –del esquizofrénico deleuziano al sujeto siempre ya deslocalizado de Butler, sin olvidar el «ser cyborg» de Donna Haraway, trabajando hacia un devenir-máquina inspirado en los ensamblajes de Deleuze y la biopolítica de Foucault– acomodados al statu quo.
Esta labilidad de la french theory apenas difiere de la flexibilidad exaltada por el «nuevo espíritu del capitalismo». Ejemplos: la fascinación que ejerció sobre filósofos como Deleuze o Guattari –sensibles a la fuerza vital del capitalismo–, Lyotard o Foucault –reconociendo su poder erótico–, Baudrillard –encontrándose en su estética–...
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Como lectores de arte tampoco son muy listos: con Foucault ante el famoso cuadro de Magritte Ceci n’est pas une pipe, «página tras página, el pensamiento se deteriora por no poder captar su objeto». Y el pobre Deleuze frente a Bacon, descubriendo que «en arte no se trata de reproducir o inventar formas sino de captar fuerzas»... Y, grande finale, «que “ningún arte es figurativo” sino que todos apuntan a una fuerza en estrecha conexión “con la sensación”». Obscurantismo de baja ralea. Derrida, maestro del blooper, «nos había advertido sin rodeos: “No creo que exista algo parecido a la percepción”, reforzando sin querer la idea que Charles Fourier tenía de los filósofos, “interesados en volver insoluble todo problema que no sepan resolver”». La cacareada french theory es «la forma más lograda de pensamiento mutilado y mutilador, en la medida en que ignora toda expresión que no sea reducible a las formas del discurso».
Annie Le Brun y los nuevos artistas millonarios
Usando el vantablack como metáfora, Annie Le Brun descubre el nuevo paradigma del arte contemporáneo. ¿Qué es el vantablack? Un pigmento patentado por militares ingleses que, pagando una suma altísima, ha adquirido en monopolio el artista angloindio Anish Kapoor. Originalmente diseñado para uso militar por la empresa británica Surrey NanoSystems, es de un negro más negro que todos los negros, obtenido con nanotubos de carbono tres mil quinientas veces más finos que un cabello, apretados unos contra otros como un bosque que absorbe la luz al 99,965%. Este negro absoluto llamado vantablack tiene la «extraordinaria capacidad de abolir formas, contornos y relieves, al punto de hacer casi invisible el objeto que cubre y, por tanto, desestabilizar el ojo humano». Quien persista en querer discernir algo allí solo verá un agujero negro en lugar de volumen. Pliegues, ampollas, crestas se borran sin dejar rastro. No sorprende que los militares estuvieran interesados en este pigmento para el camuflaje. Aplicado con spray, ese color elimina control de satélites, «aviones furtivos», drones y cualquier tipo de armamento. Un agujero negro de objetos.
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La visión empresarial de Kapoor hace pensar a Le Brun que ser artista hoy es esto, el monopolio de una novedad tecnológica. Los artistas como emprendedores o empresarios: el monogramático Koons, el demonio Hirst, el monopólico Kapoor… Ella llama «realismo globalista» a esta nueva realidad del neoliberalismo. Estamos frente al arte oficial de la globalización, financiado y propagado por las fuerzas unidas del mercado, los medios de comunicación y las grandes instituciones públicas y privadas, por no hablar de los historiadores del arte y los filósofos designados como sus garantes. Esta «cultura empresarial» tiene todas las apariencias de una multinacional, donde «el lenguaje de la dominación» se forja con el objetivo de eludir «cualquier inclinación crítica». Ante el gesto arbitrario de Duchamp, que desprecia al mismo tiempo el arte y el dinero al presentar como arte sus ready-made, los artistas empresarios no serían más que falsificadores. Son los empresarios duchampianos de hoy. (Este es el único punto en el que no concuerdo con madame Le Brun: para mí ese gesto ya estaba inficionado de un nihilismo que presagiaba que algún demonio lo usaría en su poco artístico provecho). Remito a mi columna: https://eltrueno.com.py/2021/10/29/los-duchamp-empresarios/.
Annie Le Brun y el arte amazónico
En el ensayo «Une maison pour la tête», sobre la exposición L’Art de la plume en Amazonie, Annie Le Brun queda deslumbrada por el aheto, diadema de 170 centímetros de diámetro de la tribu karajá, ejemplo del arte plumario de los indios amazónicos. La exposición muestra «los aretes más bellos del mundo, hechos con élitros de escarabajo y plumas de tucán por los jíbaros. A la felicidad que experimentamos ante el lujo de una vida que aquí se reinventa cada vez más suntuosa, se une una ansiedad que lamentablemente encuentra su justificación inmediata en un panel final que señala el impacto de la deforestación del Amazonas en la escasez de materia prima para este arte de la pluma».
La virtud de la exposición, apunta, es sugerir que ese arte, lejos de ser meramente ornamental, expresa una concepción del mundo que afirma la interdependencia de lo viviente. Le sorprende que Claude Lévi-Strauss, «tan atento a todo lo que se manifiesta como oposición entre naturaleza y cultura», tras entrar en la «casa de los hombres», sólo recuerde «la actividad que dedican esos tipos robustos a embellecerse», mientras que el curador de la exposición, Daniel Schoepf, ve claramente que la pluma es constitutiva de la identidad en las sociedades amerindias, donde, «para ser un “hombre de verdad” –sea kayapo, kamayura, kayabi, tembé...–, hay que adornarse con plumas de pájaro».
Lo evidencia el lugar primordial del pájaro en sus relatos mitológicos, en los cuales «la sociedad de los pájaros es una metáfora de la sociedad humana», como lo ilustran las distintas versiones del mito del origen del color de pájaros. «Y nos convertimos en uno apropiándonos de la pluma, más precisamente trabajando sobre esta materia prima, en sí misma representativa de la clase y de la especie, para convertirla en el medio más riguroso de expresión étnica y cultural. Como si la pluma fuera el material onírico que permitiera al hombre afirmar tanto su pertenencia al mundo natural como lo que esencialmente lo diferencia de él».
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Sin embargo, ella rechaza que «el arte de la pluma en las comunidades nativas americanas sea por definición en sí mismo una estética del orden». Ve allí más bien la «capacidad negativa» que en 1817 Keats convirtió en la condición de cualquier empresa poética a gran escala, en el sentido de que es «la cualidad necesaria para formar un hombre consumado...», «capaz de tolerar incertidumbres, misterios, dudas sin buscar inmediatamente tranquilidad a través de los hechos o la razón». «Intuición iluminadora sobre el origen del poder lírico que reside en la energía de ser al mismo tiempo lo que se es y lo que no se es mediante la invención, no de un orden, sino de la forma capaz de mantener esta contradicción como esencial, ya que es existencial».
Entonces, concluye, con una lógica poética aplastante: «¿Cómo no reconocer esta “capacidad negativa” en las construcciones emplumadas de los indios amazónicos, recurriendo a ella de manera electiva para las ceremonias de nombramiento, donde se trata de afrontar el misterio del origen, sin siquiera buscar “ser tranquilizados”? ».
Buscando una «maison pour la tête», se topa con los cinco primeros manuscritos escritos por Novalis en Freiberg, traducidos por Olivier Schefer, breves fragmentos cuya genialidad reside en su impaciencia por pensarlo todo, no abstraer un sistema, sino «sacar vida de todo». Convencido de que «el mundo de los libros no es más que una caricatura del mundo real», despliega toda su energía para «poetizar» el cuerpo, «romantizar» el mundo, encontrar en este aumento de conciencia un aumento del ser. «Cuanto más poético es, más verdadero es», repite; «¿y cómo no estar de acuerdo con su absoluta razón, si es de una pluma blanca desprendida del ala del Satán caído que Víctor Hugo dará a luz la libertad?».
Así, Annie Le Brun asemejó y hermanó dos mundos aparentemente tan disímiles como el de las tribus amazónicas y el de los poetas románticos Keats y Novalis.
*Cristino Bogado es poeta, narrador, editor de los libros Revista Guarania 100 años (2020) y Lenguas de la Poesía Paraguayensis (2022), periodista en el diario El Trueno con el seudónimo de Paranaländer y conductor del programa de entrevistas Paranaländer Desencadenado en el canal LilaPlayTV (Twich, viernes de 16:00 a 17:00). Ha publicado, entre otros libros, Puente Kaí (2015, poesía), Pindo Kuñakarai (2018, novela), Iporãkaka (2019, relatos), Poema Rendy (2021, poesía), Sueño Aché (2022, artículos) y Mandyju (2023, poesía y relatos).