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Ante el problema de la tierra –con las implicaciones que discutimos en materia de mercado interno y política industrial–, las burguesías latinoamericanas adoptaron un camino diferente de la estadounidense. Aquí nos detendremos, aunque a trazos gruesos, en los casos del Brasil y de la Argentina decimonónicos.
El 18 de septiembre de 1850, el emperador Pedro II firmó la Ley de Tierras (1), que tramitaba en el Parlamento desde 1843, oficializando la opción por el latifundio en detrimento de la pequeña propiedad. Esa legislación es clave para comprender la histórica desigualdad en la tenencia de la tierra, que consolidó una burguesía latifundista hostil a políticas de desarrollo industrial. La influencia de ese sector propietario, ligado umbilicalmente a empresas imperialistas, perdura hasta hoy.
La normativa y el proceso legislativo pusieron de manifiesto la mentalidad de importantes senadores y diputados del período imperial, en general grandes propietarios de tierras y esclavos. Según la Agencia Senado, el entonces senador Costa Ferreira, de Maranhão, manifestó: «Eso de repartir tierras en pequeños bocados no es factible. Solo aquel que nunca fue labrador puede juzgar lo contrario. Son utopías. Nadie se dirige hacia allí [el interior del país]. Nadie quiere arriesgarse» (2).
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Un argumento de los latifundistas era que los pequeños campesinos, al contrario que los grandes hacendados, carecían de la fuerza necesaria para expulsar a los indígenas y asentarse en el territorio. Bajo esa suposición, concluía Costa Ferreira, «…la nación lucra mucho, pues, al vender las haciendas nacionales a particulares que las cultiven» (3).
Recordemos que, tras la independencia en 1822, don Pedro I prohibió la donación de nuevas sesmarias, el régimen de reparto de tierras a grandes terratenientes durante la Colonia. Sin embargo, el naciente Imperio no impuso una nueva legislación en su lugar. Esto propició, hasta 1850, la ocupación más o menos libre de tierras públicas no cultivadas. Así surgió una masa de campesinos pobres, con una producción orientada al autoconsumo, que coexistía con poderosos latifundistas que, por medio de la explotación de fuerza de trabajo esclava, producían para la exportación.
Por regla general, ni sesmeiros (grandes plantadores, minoritarios) ni posseiros (pequeños campesinos, mayoritarios) detentaban escrituras legales de las tierras que explotaban. Tampoco existían límites legales entre una tierra y otra. En el contexto de «muchas posesiones de muchos dueños», según el senador paulista Francisco de Paula Souza, los conflictos se resolvían con el «bocamarte [especie de espingarda]» (4), práctica que sigue vigente.
Para el senador Vergueiro, de Minas Gerais, era necesario frenar las «invasiones» de pequeños posseiros por ser dañinas no solo al Tesoro sino a la «civilización, porque esa gente se esparce en medio del desierto (sertão) y se barbariza, no reconoce autoridades sino sus pasiones» (5).
La Ley de Tierras de 1850 significó un salto en la política de consolidación de la estructura latifundista, presente desde el origen de la colonización portuguesa, porque determinó que el acceso a la tierra se daría únicamente por medio de la compra, y ya no por ocupación o posse. La antigua concesión real a título personal fue suplantada por la impersonalidad de la compraventa. En otros términos, aquel que aspirase a una parcela para cultivar y mejorar su vida, estaba obligado a comprarla. La desobediencia sería punida con la cárcel.
La aplicación de la ley, por otra parte, expulsaría a los pequeños productores que habían ocupado tierras públicas. La «amnistía», interregno para sanar irregularidades, favoreció ampliamente a los sesmeiros. Los campesinos pobres, con menos acceso a informaciones y sin poder costear las elevadas tasas de legalización, terminaron expulsados de las tierras que trabajaban.
La Ley de Tierras, como se sabe, llegó de la mano de otra normativa histórica: la Ley Eusébio de Queirós, que entró en vigor dos semanas antes. El Imperio del Brasil, presionado por el Reino Unido, finalmente ilegalizaba el tráfico transatlántico de esclavos en su territorio. A esa altura, los «señores» estaban conscientes de que el fin de la esclavitud era cuestión de tiempo. Surgió, entonces, la apremiante necesidad de resolver el problema de la futura sustitución de la mano de obra esclava.
En ese sentido, la Ley de Tierras mostró ser un instrumento exitoso: al ilegalizar las ocupaciones e imponer la obligación de comprar la tierra, impidió que libertos e inmigrantes accedieran en el futuro a sus propias parcelas. Consecuentemente, esos contingentes estarían forzados a proveer fuerza de trabajo barata y abundante a los latifundistas en los cafetales.
El Visconde de Abrantes expuso esa lógica sin cortapisas:
«El precio debe ser elevado para que cualquier proletario que solo tenga la fuerza de su brazo para trabajar no se transforme inmediatamente en propietario comprando tierras por vil precio. Quedándose inhibido de comprar tierras, el trabajador, por su necesidad, tiene que ofrecer su trabajo al que tenga capitales para comprarlas y aprovecharlas…» (6).
Cuando, de modo extremadamente tardío, la decadente monarquía brasileña abolió la esclavitud, no adoptó ninguna medida económico-social que garantizase la inserción, en condiciones dignas, de los exesclavizados en el mercado libre de trabajo.
En 1888, la masa de trabajadores negros, finalmente «libre», quedó librada a su propia suerte: sin empleo, tierras, educación, vivienda, víctima de un racismo y una violencia estatal brutales hasta hoy. Ni en Brasil ni en el resto de Latinoamérica hubo nada semejante a las oportunidades que la Homestead Act planteó en EEUU.
Tras la caída de la monarquía y la declaración de la República, en 1889, la opulenta burguesía agraria controlaba la economía y la política en Brasil.
En suma, la Ley de Tierras de 1850 –tan capitalista como la Homestead Act pero significativamente menos «democrática», en sentido burgués– fortaleció el latifundio; aumentó el contingente de desposeídos; perpetuó el imperio de la violencia estatal y privada contra los afrodescendientes, los sin tierra y pueblos originarios en el campo; condenó a la agricultura brasileña a un prolongado atraso técnico; y, ante todo, relegó políticas de incentivo a la industria a un lugar marginal hasta bien entrado el siglo XX.
El último Censo Agropecuario realizado en Brasil reveló que más de 75% de las tierras productivas están concentradas en 15% de los propietarios. Mientras millones carecen de una parcela para cultivar para sí y para el país, cerca de 40% de esos latifundios no son explotados (7). Otro dato que pone de relieve la desigualdad en el campo es que solo 1% de las propiedades rurales cubre 48% del territorio agrícola, mientras los pequeños productores, dueños de hasta 10 hectáreas, ocupan 2,3% del total (8). Desde la perspectiva de la influencia del racismo en el problema de la tierra, por otra parte, es escandaloso que 70% de los propietarios de 0,1 hectárea sean personas negras (9).
En buena medida, ese drama económico, político y social es herencia de la Ley de Tierras de 1850 y un tardío proceso de abolición de la esclavitud que, si bien estuvo atravesado por tenaces luchas de los afrobrasileños, estuvo controlado y amortiguado por «los de arriba».
«La oligarquía con olor a bosta de vaca gobierna el país»
La frase es de Domingo Sarmiento. El sanjuanino se refiere a la burguesía terrateniente, también conocida como la «oligarquía conservadora», que, en las últimas cuatro décadas del siglo XIX, se consolidó como sector hegemónico de la clase dominante argentina.
En efecto, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, esa oligarquía impuso medidas que modelaron el Estado nacional y la sociedad para ajustarlos a un modelo económico latifundista y agroexportador, con dependencia umbilical de las potencias industriales (10). Ese proceso, por un lado, sentenció el triunfo histórico la burguesía del Litoral, especialmente la de Buenos Aires, sobre el Interior, condenado a la marginalidad y el atraso; por otro, cristalizó la inserción del país en el mercado mundial como proveedor de materias primas.
Ese período estuvo atravesado por un brutal proceso de acumulación de tierras. Como muestra, apuntemos la conocida «Conquista del Desierto» (1878-1885), una campaña militar liderada por el general Julio Argentino Roca con el propósito de expandir la frontera agropecuaria hacia el sur. La ofensiva significó un genocidio de los pueblos originarios. Por otra parte, supuso una altísima concentración de la tierra conquistada en pocas manos. Se estima que cerca de 41 millones de hectáreas fueron repartidas entre 1.843 individuos. A José María Martínez de Hoz (11), entonces presidente de la Sociedad Rural –el mismo gremio que sigue representando a los estancieros– le tocaron cerca de 2.500.000 hectáreas; y así pasó con un puñado de apellidos de empresarios, políticos y militares (12).
De tal suerte, las olas de inmigrantes europeos a finales del siglo XIX encontraron toda la tierra repartida; sin condiciones de colonizar el Interior como ocurrió en EEUU; solo les restó la opción de arrendar la tierra o vender fuerza de trabajo por un salario.
La concentración de las tierras alcanzó niveles obscenos. El censo agropecuario de 1914, realizado en pleno auge del «granero del mundo», reveló que 2% de las explotaciones concretaban cerca de 50% de las tierras (13). El tamaño medio de las propiedades agrarias rondaba las 360 hectáreas. En EEUU, en cambio, no superaba las 52, y en Australia y Nueva Zelanda era de 70 hectáreas (14).
Los terratenientes asumieron el control del país. El capitalismo argentino, fundado en la estancia y no en la fábrica, mostró estupendos resultados macroeconómicos entre 1870 y 1914, la belle époque añorada por el señor Milei y la oligarquía nativa. De hecho, se trató de un paraíso económico… para ellos.
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Se estima que, entre 1864 y 1914, el PIB creció en promedio un 5% anual, dato significativo si consideramos que entre 1869 y 1914 la población aumentó de media un 3,4% por año (15). Hasta la Primera Guerra Mundial, las exportaciones argentinas representaban 30% del total de las rentas latinoamericanas por ventas al exterior, aunque el país abrigase solo 9,5% de la población del subcontinente (16).
Pero ese crecimiento, a la larga, demostró ser inestable y una traba para el desarrollo de la industria. Descansaba en el volumen de divisas que ingresaba a raíz de las exportaciones de productos agroganaderos –trigo, linaza, centeno, cebada, maíz, carne congelada y resfriada, lana, cueros, etcétera–, rubros primarios que oscilaban de acuerdo con las fluctuaciones imprevisibles del mercado internacional.
Carente de un ambicioso programa de desarrollo industrial, Argentina fue incapaz de sostener el ritmo de crecimiento de la edad dorada de la «civilización del cuero». El plan industrial de sustitución de importaciones tomaría forma recién en la década de 1930.
Entre otros males socioeconómicos, la pesada herencia del modelo agroexportador se manifiesta en que, hoy, 0,94% de los propietarios de las mayores extensiones (en promedio, con más de 22.000 hectáreas) acapara 36% de la tierra (17).
El distinto grado de desarrollo capitalista evidenciado en EEUU y en América Latina no puede explicarse, en esencia, por la «calidad» de la obra colonizadora de anglosajones o ibéricos –un punto de vista que, convengamos, delata una mentalidad servil– sino por la determinación de las burguesías nacionales, en el siglo XIX, para despojarse de las relaciones precapitalistas y destruir los escollos para imponer un proyecto auténticamente independiente en sentido político y económico.
Esto implicaba, en términos capitalistas, poblar, ampliar e integrar el mercado doméstico y abrir el paso a la industria. En EEUU, a costo de miles de vidas, ese proyecto triunfó. En América Latina, en cambio, se impuso una lumpenburguesía parasitaria de los recursos naturales y, ante todo, dependiente, satisfecha con su papel de socia menor, intermediaria y gendarme de las potencias imperialistas.
Notas
(1) Consultar: http://www.planalto.gov.br/ccivil_03/LEIS/L0601-1850.htm
(2) Consultar: https://www12.senado.leg.br/noticias/especiais/arquivo-s/ha-170-anos-lei-de-terras-desprezou-camponeses-e-oficializou-apoio-do-brasil-aos-latifundios#:~:text=Em%2018%20de%20setembro%20de,e%20n%C3%A3o%20em%20pequenas%20propriedades
(3) Ídem.
(4) Ídem.
(5) Ídem.
(6) Ídem.
(7) Consultar: https://summitagro.estadao.com.br/noticias-do-campo/reforma-agraria-conheca-a-historia-e-os-impactos-no-brasil/
(8) Consultar: https://www.brasildefato.com.br/2019/10/25/censo-agropecuario-mostra-aumento-da-concentracao-de-terra-no-brasil
(9) Consultar: https://www.brasildefato.com.br/2022/12/15/pretos-e-pardos-tem-menos-terra-e-estao-mais-vulneraveis-a-inseguranca-fundiaria
(10) Un modelo de acumulación con puntos en común con el de Brasil, pero con mucho menos peso de la esclavitud, que en Argentina se abolió en 1853.
(11) Bisabuelo del Martínez de Hoz que fue ministro de Economía de la última dictadura militar.
(12) Consultar: https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-145745-2010-05-16.html
(13) https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/cash/17-7320-2013-12-15.html
(14) Consultar: https://www.infobae.com/opinion/2019/07/28/argentina-canada-y-australia-tres-paises-con-distinto-destino/
(15) Lenz, M. H. (2012). O período de intenso crescimento econômico argentino de 1870 a 1930: uma discussão. En: História Econômica & História de Empresas, v. 6, n. 2, 19 jul. 2012, p. 132.
(16) Ídem, p. 131.
(17) Datos de Oxfam. Consultar: https://www.oxfam.org.br/publicacao/desterrados-tierra-poder-y-desigualdad-en-america-latina/
*Ronald León Núñez es doctor en Historia Económica por la Universidad de São Paulo y graduado en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional de Asunción. Para leer más de este autor, recomendamos sus libros Revolución y genocidio (Arandurã, 2011) y La Guerra contra la Triple Alianza en debate (Lorca, 2019), y su blog ronaldleonnunez.org.