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«¡La propiedad es el robo!»
(La propriété, c’est le vol!).
Pierre Joseph Proudhon, ¿Qué es la propiedad? (Qu’ est-ce que la propriété?), 1840.
«Javier Milei es una versión mucho más extrema, que roza el anarquismo» (Mauricio Macri, La Nación, 2021), «Milei é uma espécie de anarquista, que atrai muito os jovens» (Pablo Stefanoni, O Globo, 2021), «Milei es una suerte de anarquista de derecha» (Alberto Fernández, El País, 2022), «Milei propone un estado de anarquía total» (Roque Gervasoni, Misiones Plural, 2023), «Milei plantea un grado de anarquismo... El anarquismo, la destrucción de derechos ajenos como si fueran una casualidad» (Julio Bárbaro, La Kalle, 2023), «Javier Milei: una amenaza libertaria para la política argentina» (Pablo Stefanoni, Open Democracy, 2023)…
Ácrata, libertario, anarquista, ácrata de derechas, anarquista de derechas, anarcocapitalista son algunos de los adjetivos que políticos, analistas y medios de comunicación desparraman al hablar del economista Javier Milei (Buenos Aires, 1970), candidato de la coalición La Libertad Avanza a la presidencia de Argentina que ha sabido subirse a la cresta de ola del descontento popular. Voy a aprovechar su rotunda victoria en las elecciones primarias del domingo pasado, con más del 30% de los votos a favor de su coalición, para explicar por qué, a pesar de todos los epítetos arriba citados, Javier Milei no es anarquista, siguiendo el ejemplo de un amigo y colaborador que hace poco explicó en estas mismas páginas por qué Payo Cubas, también tildado de anarquista por los medios de prensa, no es tal (1).
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¿Por qué Javier Milei no es anarquista? Fuera de lo más obvio –el anarquismo es antiautoritario y enemigo, como tal, de los liderazgos mesiánicos, así como del Estado, por lo cual no se presta al juego electoral–, la clave está en el conflictivo tema de la propiedad privada. Si incluso durante la Revolución francesa se usó con relativa frecuencia la palabra «anarquista» con intención peyorativa fue porque, para el sentido común, «sólo quien no está en sus cabales puede oponerse al mismo tiempo a la monarquía y a la república y puede pensar en la supresión radical de la propiedad privada» (2).
Mi tesis puede resumirse en dos frases: el Estado es la cara política de la propiedad privada y la propiedad privada es la cara económica del Estado. Por ende, rechazar la autoridad del Estado y defender la propiedad privada es una contradicción. Contradicción formal que bajo la consigna explícita de abolir el Estado oculta, como veremos, encriptada, una verdad latente.
«Admitir la propiedad es admitir el Estado»
La contradicción fundamental de los llamados «anarcocapitalistas» o «anarquistas de derecha» es que por un lado defienden la propiedad privada del capital y por otro rechazan el Estado (3). Para el anarquismo propiamente dicho, por el contrario, propiedad privada y Estado son dos caras de la misma moneda: la propiedad privada es necesaria para la acumulación de capital y, por ende, mientras exista existirá el Estado, guardián de los privilegios que ella sostiene y reproduce; rechazar el Estado y defender el capitalismo es, en consecuencia, extremadamente superficial. Como escribe Cappelleti, resumiendo la tesis expuesta por Proudhon (4) en ¿Qué es la propiedad? (1840), para los anarquistas aceptar la propiedad equivale a aceptar el Estado, porque el dualismo gobernante-gobernado no es sino el correlato del dualismo propietario-proletario:
«A la propiedad como institución básica de la economía le corresponde el gobierno como institución básica de la política. En realidad, éste se fundamenta en aquélla. Proudhon sostiene, antes que Marx, la tesis general de que lo que explica la naturaleza de una estructura política es una estructura económica. Así, el hecho de que nuestra sociedad capitalista y burguesa se erija sobre la piedra fundamental del derecho de propiedad como dominio irrestricto sobre la tierra y los medios de producción por parte de individuos, explica por qué no puede imperar en ella otra forma de organización societaria que no sea la gubernamental: al dualismo propietario-proletario le corresponde el dualismo gobernante-gobernado. He aquí la tesis central de ¿Qué es la propiedad? Admitir la propiedad es admitir el Estado; admitir el derecho absoluto sobre las cosas equivale a admitir el dominio absoluto sobre las personas» (5).
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De igual modo, para Kropotkin: «Ya que toda riqueza es producto de la labor colectiva de todos los hombres del presente y del pasado, resultaría arbitrario e injusto dividirla, reconociendo la propiedad privada en cualquiera de sus sentidos. Lo que se ha producido en común debe seguir siendo siempre propiedad común. El salariado deberá desaparecer. El principio que regulará toda la actividad económica será: de cada uno según su capacidad; a cada uno según sus necesidades» (6). Como escribe Proudhon: «El pauperismo, los crímenes, las revoluciones, las guerras han tenido por madre la desigualdad de condiciones, que es hija de la propiedad» (7).
Este es un punto central del pensamiento anarquista que resulta difícil de aceptar para muchas personas, porque va contra el «sentido común» de nuestras sociedades, fundadas en la propiedad privada, e incluso contra la propia constitución psíquica del sujeto capitalista. De ahí que, aunque se declaren anarquistas e incluso aunque crean serlo, los anarcocapitalistas no lo sean (a menos que admitamos la existencia de unos paradójicos «anarquistas de derecha»). No, al menos, en el sentido en que son anarquistas, por ejemplo, Kropotkin o Durruti. Los «anarquistas de derecha» o «anarcocapitalistas» parecen no comprender el parentesco estructural entre Estado y propiedad privada. Desconocen el proceso por el cual ésta conlleva la división de la sociedad en clases con intereses económicos opuestos, antagonismos que generan la necesidad de un Estado que, para preservar el «orden», se abstrae (ilusoriamente) de su origen, presentándose como una institución «neutral», es decir, ocultando su carácter de clase (tesis con la que el marxismo coincide). Por eso ignoran que es imposible abolir el Estado sin abolir también las relaciones de producción (y de propiedad) que son la base de su existencia.
Estado y lucha de clases
Anarquismo y marxismo reconocen el carácter de clase del Estado; Engels lo dice así en 1884: «Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que, con ayuda de él, se convierte también en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida. Así, el Estado antiguo era, ante todo, el Estado de los esclavistas para tener sometidos a los esclavos; el Estado feudal era el órgano de que se valía la nobleza para tener sujetos a los campesinos siervos, y el moderno Estado representativo es el instrumento de que se sirve el capital para explotar el trabajo asalariado» (8).
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El Estado representa, pues, los intereses de la clase propietaria, y perpetúa la división en clases. Por eso sostengo que el Estado es la cara política de la propiedad privada, que la propiedad privada es la cara económica del Estado y que es absurdo afirmar que se pretende abolir el Estado mientras se defiende la propiedad privada. Los antagonismos que la propiedad genera vuelven inevitable que un sistema jurídico la garantice y unas fuerzas represivas la defiendan, es decir, vuelven inevitable el Estado. Y así llegamos al mensaje encriptado que mencioné al comienzo: la verdad latente que el «anarquismo de derecha» oculta bajo sus contradicciones formales es que lo que quieren los «anarcocapitalistas», defensores de la propiedad privada, no es abolir el Estado, sino privatizarlo.
Esto equivale a llevar la impunidad de las clases propietarias a su grado absoluto. Un ejemplo de represión privatizada –lo leí hace unos años; por desgracia, no recuerdo dónde– son los grandes hacendados de la Amazonia brasileña, que imponen su ley con grupos de pistoleros que cuentan con el visto bueno de las fuerzas federales. Trabajadores sin tierra, indígenas y defensores del medioambiente han sido asesinados por esos ejércitos privados. Tal es el lúgubre horizonte de la violencia privatizada al servicio del capital. En oscura conexión con las pulsiones secretas que suelen rondar ese tipo de escenarios, los «anarquistas de derecha» casi siempre son defensores de la libre portación de armas (Milei lo es).
Historia de la utopía
Aunque los ideales anarquistas parezcan extraños (para la mayoría de las personas, rechazar la propiedad es «antinatural»), el sueño de un mundo más libre y fraterno, sin siervos ni señores, ha acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia, desde la Antigüedad. Mucho se habla del filósofo del no-saber, Sócrates, y muy poco de aquellos que llamo los filósofos del no-tener, como Diógenes de Sínope, que no poseía nada porque toda propiedad para él era esclavitud, o su maestro, Antístenes, que, a fuerza de no tener nada, ni siquiera tuvo patria –aparte del universo–: ciudadanos del mundo (kosmopolités), los cínicos rechazaban tanto el Estado como la propiedad privada. La idea de la propiedad como robo, que Proudhon defiende política y económicamente en el siglo XIX, es sostenida con bases teológicas en el siglo III por Cipriano, obispo de Cartago, para quien los apóstoles «no reputaban como propio nada de los bienes que poseían, sino que todo les era común. Esto es hacerse de veras hijos de Dios Padre, según las leyes del cielo». Y en el siglo IV por Gregorio de Nisa, que predica: «todo es propiedad de nuestro padre común, y todos somos hermanos. Por eso sería mejor y más conforme a los dictados de la justicia participar por igual de los bienes»; por Agustín de Hipona, que escribe: «Dios hizo a pobres y ricos del mismo barro y la misma tierra sustenta a unos y otros. Quitad el derecho establecido por los emperadores, ¿y quién osará decir: aquella quinta es mía, este esclavo es mío, esa casa es mía?»; por Basilio el Grande, que afirma: «el pan de tu despensa pertenece al hambriento; el abrigo que no usas pertenece a quien lo necesita; los zapatos que se están estropeando en tu armario pertenecen al descalzo; el dinero que acumulas pertenece a los pobres». En los siglos posteriores, el ideal de un mundo sin Estado ni propiedad privada florecerá sobre todo entre herejes y heterodoxos, y su fermento revolucionario estallará en los movimientos milenaristas y las grandes insurrecciones campesinas de la Edad Media.
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La defensa de la propiedad privada como algo «natural» es parte de un «sentido común» forjado por la ideología dominante en estas dictaduras del capital que son nuestras democracias, sentido común que siempre favorece, consciente o inconscientemente, al poder que lo ha engendrado. El rechazo que despertaban en los conservadores durante la guerra civil española anarquistas como Buenaventura Durruti, que a su paso por los pueblos iban realizando la abolición de la propiedad privada aprobada en el Congreso de Zaragoza de mayo de 1936, se debe a que esa abolición amenaza la constitución psíquica del propio sujeto burgués configurado por el capitalismo que Milei y los «anarquistas de derecha» representan, por mucho que se proclamen antisistema.
Notas
(1) Pelao Carvallo (2023). Payo Cubas, tildado de anarquista. El Suplemento Cultural, 21/05/2023, edición impresa y digital.
(2) Ángel Cappelletti (1985). La ideología anarquista. Barcelona, Alfadil Ediciones, p. 37.
(3) Según el anarquista francés Charles Malato (1857 - 1938): «Tres formas se dibujan y parecen destinadas a prevalecer al día siguiente de la revolución social. I) La propiedad común o universal, extendiéndose a las fuentes naturales de producción (tierra, minas, aguas), y comprendiendo el capital idea (instrucción, inventos, descubrimientos). II) La propiedad colectiva abrazando la posesión de los instrumentos industriales para las agrupaciones obreras. III) La propiedad individual afecta a los objetos de un uso personal. Es evidente que si la justicia y el interés público reclaman que las fuentes de riqueza estén a disposición de la sociedad entera, existe una especie de sociedad privada que conviene respetar en absoluto, so pena de desconocer toda libertad y provocar incesantes conflictos, y ésta es la propiedad de las cosas que sirven al individuo para sus necesidades particulares. Arrebatar el pan o el traje a alguien sería un acto inconcebible, tanto más cuanto que ni pan ni ropas faltará en los almacenes generales en los que los consumidores encontrarán la satisfacción de sus necesidades» (Charles Malato, Filosofía del anarquismo, Valencia, F. Sempere y Cía., pp. 65-66). Para evitar confusiones, aclaremos que las críticas a la propiedad privada que este artículo respalda no se aplican a lo que Malato llama «la propiedad individual» o «los objetos de uso personal».
(4) Por supuesto, el pensamiento de Proudhon sobre la propiedad no se limita a un solo libro, pero exponerlo exhaustivamente requeriría otro artículo, dedicado a sus ideas, y no, como este, a las mías. «De las ideas de Proudhon, hoy se tiende a recordar únicamente sus veleidades –ingenuas y antieconómicas, por cierto– de hacer sobrevivir la pequeña empresa artesanal y comercial. Pero en este punto su pensamiento es ambivalente. A decir verdad, Proudhon era la contradicción en persona. Censuraba enérgicamente la propiedad privada por considerarla fuente de injusticia y explotación, mas también creía ver en ella cierta garantía de independencia personal; de ahí su debilidad por la propiedad» (Daniel Guérin, El Anarquismo, Buenos Aires, Paidós, 1971, p. 72).
(5) Ángel Cappelletti, op. cit., p. 41.
(6) Ángel Cappelletti, op. cit., p. 52.
(7) Pierre Joseph Proudhon (1975). ¿Qué es la propiedad? Barcelona, Tusquets, p. 75.
(8) Friedrich Engels (1884). El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. En: Karl Marx y Friedrich Engels (1974). Obras escogidas, t. III, Buenos Aires, Editorial Cartago, p. 346.