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Nos sacudió ver los cuadros de Carlos Andrés Oleñik Memmel durante el allanamiento de su vivienda en el operativo Pavo Real (10/07/2023), pues nos dice una nota periodística que son «verdaderas joyas del arte nacional». Lo confirma, consultado por el medio, el pintor Félix Toranzos: este «artista visual, arquitecto, diseñador gráfico y director del Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo [y actual director del Centro Cultural de la Ciudad Carlos Colombino - Manzana de la Rivera, apuntamos nosotros] manifiesta que se trata de obras verdaderas de alto valor». Y más adelante leemos que «entre risas, se animó a la ironía y dijo que sorprende que por fin tuvieron buen gusto con arte verdadero» (1).
Apoyando la importancia de la colección, se menciona que estaría evaluada en diez mil millones de guaraníes (un millón y medio de dólares). Entiendo que lo sustancial de la noticia no son el arte ni el gusto sino la escandalosa magnitud del lavado de dinero y los bienes mal habidos. Pero no deja de abrirnos una rendija por donde casi espiar el campo local de las artes visuales desde el punto de vista del «consumidor» antes que del «productor».
No cabe duda de que estamos frente a una colección muy importante en nuestro medio, al punto de que en las redes se está proponiendo que se haga un museo donde exhibirla para que sea de acceso público. No solo porque es más importante que la de varios museos locales, sino también, creo que vale la pena señalarlo, porque el público en general no tenemos acceso a la mayor parte de las obras de arte en nuestro país, pues son propiedad privada y están en ámbitos privados, por lo que desconocemos nuestro acervo visual. Hay coleccionistas generosos que sí han creado espacios abiertos al público donde exhiben obras, pero remarquemos que, al ser espacios privados, cuándo y cómo se exhiben y sobre todo la lectura de esas obras es, obviamente, potestad de cada coleccionista. No nos queda más remedio que señalar también que las artes visuales poco han aportado al desarrollo de la esfera pública en nuestra sociedad, a pesar de la grandilocuente retórica que solemos leer en reseñas de exposiciones y entrevistas a los actores de este campo.
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Entonces, yendo al tema de este artículo, las obras que fue adquiriendo Carlos Andrés hablan de un «gusto» que aparece en su selección: ¿qué le gustó del arte nacional? Hay que advertir de entrada que casi todo debate sobre el arte se suele clausurar con un lapidario: «sobre gustos y colores no hay nada escrito». Y en vano se argumentará que hay muchísimo escrito y teorizado, por lo menos desde la competencia entre los pintores de la Grecia antigua Zeuxis y Parrasio que narra Plinio el Viejo, y que el gusto es abordado desde la sociología, la semiótica/semiología, los estudios culturales, etcétera, por lo mucho que dice sobre la sociedad.
Pero miremos el listado –al menos inicial– de los autores de las obras halladas en la vivienda: Ignacio Núñez Soler, Pablo Alborno, Jaime Bestard, Roberto Holden Jara, Héctor Da Ponte, Jorge Von Horoch, Luis Toranzos, Koki Ruiz, Fidel Fernández. La mayoría son artistas nacidos a fines del siglo XIX o comienzos del XX. Aunque con estilos distintos, empezaron a pintar en las primeras décadas del siglo XX. Hoy podríamos pensarlos como nuestros clásicos. Héctor da Ponte (1879-1956) fue un italiano que vino al Paraguay a finales del siglo XIX y abrió una academia de arte en el Instituto Paraguayo donde formó a muchos pintores locales. Pablo Alborno (1875-1958) es uno de los becados por el gobierno nacional que viajó a Italia a formarse. Además de sus paisajes, se le encomendó hacer retratos de los próceres de nuestra independencia, pero como todos ya estaban muertos y no había imágenes de ellos, definió sus rasgos físicos en base a algún pariente vivo del prócer y el temperamento que les atribuyó para legarnos/inventar la imagen que tenemos de cada uno de ellos, como nos enseñaron las ilustraciones de los manuales escolares. Jaime Bestard (1892- 1965) se formó en Buenos Aires y París, pero por su cuenta. A su vuelta se dedicó no solo a producir su obra pictórica sino también a aportar a la profesionalización del arte por medio de la enseñanza en el Ateneo Paraguayo, y fue uno de los fundadores del Salón de Primavera, competencia que funcionaba como principal instancia de legitimación en aquellos años. Roberto Holden Jara (1900-1984), también becario, se formó en España, donde aparentemente compartió clases con Salvador Dalí. Con incuestionable dominio técnico, se lo conoce más por sus retratos de indígenas, sobre todo maká (también por su labor indigenista) y como fundador de la Escuela de Bellas Artes. El célebre don Ignacio Núñez Soler (1891-1983) fue un pintor autodidacta, independiente, que además de su activa participación política y sindical alternó la pintura de brocha gorda, por su oficio de pintor de paredes, con una pintura de estilo naïf, retratando con insistencia la ciudad de Asunción. Tras muchas décadas –y, huelga decirlo, más que nada post mortem– se convertiría en uno de los pintores más reconocidos de nuestro país. A esta «vieja guardia» pertenece también Luis Toranzos (1911-1992), aunque de una generación un poco más joven y, hasta hoy al menos, con menor reconocimiento que los antes citados.
Estos pintores fueron prácticamente olvidados a partir de la década del 50. Y es que una mañana de junio de 1954 un grupo de artistas fundó el Arte Moderno en Paraguay. Tildándolos de «académicos», retrógrados y desactualizados, hicieron una exposición en vidrieras de locales en la calle Palma –práctica no inusual en una ciudad que no tenía galerías propiamente dichas, excepto espacios donde a veces se colgaban cuadros, como el Ateneo, el Gimnasio Paraguayo, el Centro Cultural Paraguayo Americano, algún salón de la Casa Argentina y poco más–. Desde entonces, se colocaron como la incuestionable vanguardia del arte, con obvio retraso respecto al proceso sucedido en Brasil (1922), aunque tomando el mismo nombre, «Semana de Arte Moderno». Y también a posteriori de lo sucedido en Argentina, siempre más atentos los porteños (que bajaron luego de los barcos) a los gustos europeos, aunque, en este caso, más lerdos que los brasileros para posicionarse.
Un crítico de arte que se inició a fines de la década del 50 vendiendo cuadros me contó que muchas familias que habían tenido un buen pasar pero estaban empobrecidas debieron vender sus bienes para ir solventando su vida, y, así, ofrecían cuadros de todos estos artistas pre sacudón modernista, pero el gusto estaba cambiando y la nueva élite en formación, la gente con poder adquisitivo para comprar arte, no se identificaba con esa pintura. Es decir, el gusto de la élite estaba cambiando, como la sociedad. Y la visión rural, bucólica, de los lapachos de Da Ponte o los paisajes de Bestard ya no ofrecía la imagen del Paraguay que la nueva élite deseaba, pues desde su llegada al poder Stroessner impulsó un explícito proceso de modernización donde «lo tradicional» podía representar al pueblo pero no a quienes se sienten poder. El arte, para serlo, tiene que expresar las problemáticas de su tiempo. Y el gusto de los consumidores de arte de las décadas del 60 y 70 de hegemonía colorada era distinto al de las élites del periodo de hegemonía liberal pre guerra del Chaco. El consumo de arte mas significativo del inicio de la era estronista, sorprendentemente, ¡fue de arte público! Así, tenemos hasta hoy el imponente mural de J. Plá y Laterza Parodi en el Instituto de Previsión Social, sobre la calle Pettirossi. El de Olga Blinder en el Colegio Nacional de Niñas. El de Carlos Antonio López, solicitado por el diario Patria, en la sede actual de la ANR. Otros murales, cubiertos para frenar su deterioro, en espera de restauración, en la entrada del Hospital del Trauma. Es claro que estos artistas –los verdaderos creadores de la Modernidad en junio de 1954 y la vanguardia artística del momento, al menos según sus escritos– fueron quienes materializaron visualmente los valores de modernidad y progreso que Stroessner instaló como su bandera. Sus contenidos siguieron siendo tradicionales, con la familia como centro de la sociedad paraguaya, «nuestros niños», nuestro pasado glorioso y de progreso, pero con un lenguaje renovado: el lenguaje formal moderno.
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Mientras los «académicos» apenas vendían ya, nuevas figuras iban renovando los aspectos formales de sus obras –antes que lo temático en sí–, lo que de por si señalaba la modernidad de sus obras. Unos tiraron a lo telúrico y lo local, otros a lo pop, otros a la no figuración, otros a la abstracción, muchos de ellos instruidos o influenciados por el gran maestro del lenguaje moderno en el Paraguay, Livio Abramo. Surgen las figuras ineludibles de Olga Blinder, Edith Jiménez y Laura Márquez; los entonces veinteañeros Enrique Careaga, William Riquelme, Ángel Yegros. Y una larga lista de artistas que van desarrollando sus obras dentro de este lenguaje moderno. De aquí también surge la figura que pasará a ser el mayor representante de las artes visuales del Paraguay, Carlos Colombino, quien, de haber ganado algún premio internacional importante, habría sido nuestro Roa Bastos de lo visual.
Con el boom económico que trajo la construcción de la represa de Itaipú, entró a la economía paraguaya una cantidad exorbitante de dinero del Brasil, que solventó la empresa, y surgió una nueva élite económica, dentro del estronismo. Además, gracias al desarrollo edilicio, hubo una cantidad enorme de metros cuadrados de paredes vacías donde colgar cuadros. Bancos, oficinas y viviendas del característico estilo itaiputense, mansiones con mucho cemento, pintadas de blanco. Esto hizo posible que emerja un «mercado del arte», cosa hasta entonces inexistente en nuestro medio. Para un consumidor con un gusto distinto. Si las dos décadas anteriores los artistas se dedicaron a explorar y experimentar en el arte, en los 80 hubo que aprender rápidamente cuál era el gusto de los nuevos compradores, enriquecidos, algunos legitima y otros, oh sorpresa, ilegítimamente, que necesitaban –porque sin estar «cerca» de Stroessner no se podía acceder a semejante banquete– diferenciarse de esos otros estronistas nacionalistas tradicionales, también cercanos al dictador. ¡Es aquí realmente donde el arte moderno se pega una panzada! Siempre y cuando las obras estuvieran prolijas y no fueran tilingajes, eran alabadas por el discurso artístico imperante, que destacaba su valor e importancia. Se vendieron obras «importantes» a los compradores VIP, se vendieron «empanaditas de Alberdín» (2) a aspiracionales que merodeaban a los principales y gracias a quienes ganaban su dinero, y algunos ya solo recibieron cajitas felices, a modo de carpetitas con reproducciones serigráficas (3) (la obra gráfica siempre es de menor valor monetario que la pintura) de obras conocidas y otras que no tanto pero que igual colaban. Y hasta se difundieron en programas de eventos, de teatro, etc., como unas manos en fondo verde limón y algún otro chirimbolo que se entregaba al público que asistió a ver a Marcel Marceau en Asunción. En fin, se llegó a la baratija, pero «moderna». Pareciera que el surgimiento del mercado vino en desmedro de la calidad artística. Como cada etapa tiene sus nuevos enriquecidos y sus nuevos empobrecidos, es muy triste romperle la ilusión a un nuevo empobrecido que te pregunta por cuánto vender un cuadro de tal o cual artista –nombres conocidos– que heredó de sus padres. Porque es una serigrafía, la 87 sobre 100, y la venderá por un monto irrisorio, si encuentra quien la quiera.
La cosa es que el campo artístico cambió entre los 60 y el fin de la dictadura y los artistas enmarcados en la lógica moderna se fueron adaptando a los gustos. La figura más resaltante de los 80 y 90 es sin duda Ricardo Migliorisi. Para la burguesía paraguaya, no tener un Migliorisi era simplemente imposible. Hay quienes tienen los cuadros buenos, hay quienes tienen cuadros copias de los buenos, hay quienes tienen empanaditas que remedan lo que es la obra de Migliorisi y algunos se contentaron con un gato comprado en Casa Paraná, que alguien del taller pintó al estilo correspondiente. Lo lamentable es que Ricardo M. es sin lugar a dudas uno de los artistas más importantes que hubo en el Paraguay. Pero la gente seguía pidiendo/consumiendo un tipo de obra que se amaneró y desgastó: solo quería eso de Ricardo, no lo que él seguía inventando, que es infinitamente más potente en términos artísticos que lo que quedó en el imaginario cuando se nombra a este Artista (con mayúscula). Vemos entonces que muchas veces, por medio de discursos, se construye un público y se le dice qué debe consumir, y allí se inicia la retroalimentación entre gusto, mercado y arte. Las obras en el Museo de Bellas Artes son de acceso público y cada uno de nosotros puede acceder a hacer su lectura. Las de colecciones privadas ya están curadas y tienen una intencionalidad.
Me fui otra vez. Todo lo que quería decir es que todo este periodo de la producción visual del que hablé, y los artistas más reconocidos de la segunda mitad del siglo XX, que nombré y que además conforman el canon del arte paraguayo, en esta colección solo gritan por su ausencia. Al menos hasta ahora, de lo que pudimos ver que decoraba el living-comedor, y los cuadros que los testigos mencionan.
Nos queda, entonces, Von Horoch. También autodidacta, Jorge nació en 1940. Pudo haber visto de adolescente la exposición de Arte Nuevo en las vidrieras de la calle Palma; vivió y pintó durante la revolución moderna que luego se conformó en el establishment actual, pero siguió un camino paralelo. Siguió pintando paisajes campestres, con lapachos y ranchos, y actividades rurales, y encontró sus compradores. Tal vez muchos de esos otros cercanos a Stroessner de quienes los de gusto moderno sentían vergüenza. Y, medio entre risas también, parece ser que los modernos se burlaban un poco de él.
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Otro artista que también hizo su propio camino por fuera del mainstream es Koki Ruiz, de quien vimos al menos una obra en las fotos publicadas. Un poco más joven aún que Von Horoch, nació en 1957, y no es asunceno sino misionero, de San Ignacio Guazú. Y produjo su obra desde allí, además de llevar adelante proyectos comunitarios de arte. Al recorrer su pueblo, vemos en las fachadas de las casas pinturas que los mismos pobladores hicieron, y siguió Koki, organizando y craneando la festividad de Semana Santa, siendo hoy la celebración de Tañarandy de reconocimiento internacional. Al igual que su obra, que se exhibe en ferias internacionales y representa al Paraguay en muchos eventos, como la Feria de Dubai en 2021. Su obra está lejos, muy lejos del paradigma instalado en Asunción. Pero es probablemente el nombre que le viene en mente a la gran mayoría de la población paraguaya cuando se le pregunta por un artista plástico. Y es que, después del altar que hizo para la visita del papa Juan Pablo II al Paraguay, Koki es ya casi una celebridad.
Y llegamos a Fidel Fernández (1984), otro autodidacta, de San Juan Bautista del Ñeembucú, que también se inició en el arte por fuera de toda la estructura del arte local, y fue construyendo su propio circuito para mostrar su obra y, por el éxito (de venta) que fue obteniendo, se ganó solo su legitimidad. Tanto Fidel como Koki vuelven a poner el foco en lo temático, y hablan del mundo del interior, donde crecieron y se nutrieron; Koki con cierto lirismo y más apegado a lo rural, Fidel desde el realismo, golpeando con paisajes urbanos cargados de crítica social y política.
Sintetizando, la colección se puenteó la Modernidad en Paraguay. Prefirió apostar a los pintores «académicos» para saltar luego a figuras independientes que tematizan la sociedad en la que vivimos y que, compartamos o no sus imaginarios, han logrado insertarse con su propia obra y gozan de vasta legitimidad. Se cuenta por ahí que alguna vez un político eligió las obras de F. Fernández para exhibir en algún evento internacional importante. Y hubo airadas quejas de un gran referente de las artes que intentó explicarle al político que era mal arte el del joven que iniciaba su carrera (y osó hacer su propio camino).
Mucho se ha escrito sobre el gusto y el arte. Incluso aquí, en Paraguay. Y es necesario conocer y leer, porque el gusto es profundamente político. Y si quienes escriben sobre arte saben que no sabés, les será fácil hacerte creer que solo por tu gusto comprás obra de tal artista y no de otro. Gato por liebre en modo ON.
Notas
(1) «Operativo Pavo Real: antigüedades de alto valor histórico y económico en la casa de Oleñik», ABC Color, 10/07/2023.
(2) Se llama así a obras que los artistas hacen solo con fines comerciales. Casi siempre están hechas en serie, repiten signos o imágenes que el mismo artista cambia de lugar de un cuadro a otro, y los más exitosos las encargan a asistentes que pintan la mayor parte y el artista les da un «toque» final y las firma.
(3) Aunque la serigrafía es una técnica gráfica que puede ser utilizada de manera autónoma y hay obra serigráfica de importante valor, en esta época se la utilizó solo por ser el medio de reproducción que más abarataba su costo. Es decir, no buscando sus posibilidades gráficas sino como medio de reproducción.
* A quien interese bibliografía complementaria, recomiendo la serie de libros publicados por Amalia Ruiz Díaz y los documentales de Mónica Ismael.