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Marco Aurelio fue quizás el último de los emperadores «buenos» del primer siglo. En los últimos años de la Pax Romana, coronó el que probablemente fue el mayor período de paz y prosperidad del mundo antiguo. No por casualidad, fue también un importante filósofo y propagador del estoicismo, del cual derivó muchas lecciones no solo sobre el arte gobernar, sino también sobre el de vivir. Afirmó, por ejemplo, que nunca debemos permitir que la ira se apodere de nuestras almas. Y que debemos aceptar los eventos transitorios que marcan nuestras vidas como las pequeñeces que son. Así estaremos mejor preparados para la muerte. También recomienda que olvidemos a nuestros enemigos y las relaciones amargas que a veces tenemos con la gente. Después de todo, finalmente moriremos y seremos olvidados. Y sucederá mucho antes de lo que pensamos. Al considerar la vida, observó, podríamos dedicar más tiempo a reflexionar sobre la muerte.
Ahora tengo 68 años y estoy mucho más dispuesto a dejar que las cosas fluyan de lo que hubiera estado hace una década. No quiero discutir más ni entrar en polémicas. Muy por el contrario, estoy dispuesto a aceptar el consejo de Marco Aurelio para ayudarme a allanar el camino durante el tiempo que me queda. Más que eso, ya estoy planeando incorporar de alguna manera la muerte más directamente en mi vida. En lugar de preocuparme por cosas mundanas, quiero ofrecer a mis lectores algo de mí mismo, aunque entiendo que primero seré malinterpretado y luego olvidado. Es completamente predecible que sea así.
Lo que me está pasando a mí en este sentido les ha pasado a todos los que se embarcaron rumbo al «país desconocido». Ahora, yo preguntaría: ¿tienen estos muertos todavía algo que decirnos sobre el pedacito del pasado en que vivieron? ¿Y cómo deberíamos incluirlos en nuestro pensamiento sobre el presente? Los chinos lo hacen en forma ritual a través del culto a los antepasados, que implica solicitar consejos de quienes se fueron hace mucho tiempo a cambio de una muestra de devoción adecuada. Incluso aquellos que viven bajo el actual régimen comunista participan en estos rituales hasta cierto punto. Al igual que los estoicos romanos, se orientan principalmente a calmar las emociones, a aprender a aceptar la muerte y brindarle la debida reverencia. Los católicos paraguayos también hacen algo de esto en el ritual de la novena, ofreciendo oraciones devocionales por los recién fallecidos.
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Entre los pueblos malgaches de la isla de Madagascar hay una curiosa costumbre funeraria para honrar a los familiares difuntos y darles un papel social después de la muerte. Cada veinte años, más o menos, los desentierran, limpian sus cuerpos, los visten con coloridos sudarios, consultan con ellos asuntos familiares y chismes, los sientan a la cabecera de la mesa en una fiesta de celebración y luego los vuelven a enterrar en terreno sagrado hasta que pasan otros veinte años. Entonces, los vuelven a desenterrar y a rendir honores de la misma manera. Me parece una costumbre decorosa que cimenta el amor familiar a lo largo de las generaciones y vincula simbólicamente pasado, presente y futuro. Un paso más que los que dieron los estoicos romanos, los chinos o los paraguayos.
Se me ocurre que podemos hacer lo mismo con nuestras memorias colectivas. Cada veinte años, más o menos, podríamos identificar los preceptos que dan claridad a nuestras sociedades, reconsiderarlos a la luz de la nueva experiencia y vestirlos con nuevas galas para satisfacer las necesidades de los tiempos cambiantes. Algunos de mis lectores dirán que ya lo hacemos con el proceso pendular por el que una idea es elogiada, luego rechazada y luego redescubierta y elogiada de forma nueva. Pero estoy proponiendo dar a tales reconsideraciones una forma ritual. No creo que haga falta desenterrar a Blas Garay y Cecilio Báez para consultarlos en la mesa. Pero podríamos «exhumar» sus ideas para ver qué nos dicen hoy, en el siglo XXI. Quizá Marco Aurelio respaldaría la propuesta como una forma de aprender sobre nosotros mismos y lo que podría ser importante para nosotros. De esta forma, nuestros antepasados podrían volver a vivir, de manera no muy diferente a la de los malgaches.
Todo esto es preludio de una sugerencia radical. Creo que es hora de que exhumemos los restos del mariscal Francisco Solano López para ver qué nos dice sobre su historia y también para resolver algunas cuestiones pendientes. No hay gran misterio sobre su muerte, espada en mano, en la batalla de Cerro Corá. Algunos polemistas aún discuten si gritó «¡Muero con mi patria!» o «¡Muero por mi patria!», pero ese es un tema menor. Tanto testigos paraguayos como brasileños dejaron constancia de lo que vieron de su muerte y no hay razón para cuestionar sus recuerdos.
Me interesa lo que pasó después de su muerte, y cómo sus supuestos restos llegaron al Panteón Nacional. Es sorprendente lo inciertos que son muchos de los detalles. Esto es lo que sabemos. Habiendo presenciado la muerte de su hijo Panchito a manos de los brasileños, Madame Lynch fue llevada al lugar del fallecimiento del Mariscal junto al Aquidabán-nigui. Todavía vestida con sus galas parisinas, pidió permiso a sus captores aliados para enterrar a su amante muerto y a su primogénito cerca del campamento en Cerro Corá. El comandante brasileño accedió y asignó soldados para ayudarla a cavar las tumbas.
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El exministro de Estados Unidos Charles Ames Washburn afirmó, de manera poco convincente, que el general Antonio Correia da Cámara le proporcionó guardias adicionales para protegerla de las residentas, quienes «sin duda le habrían sacado los ojos con punzones y habrían arrojado su cadáver mutilado al Aquidaban para convertirlo en alimento para los caimanes» (1). Ciertamente hubo malos sentimientos hacia el difunto Mariscal por parte de paraguayos y brasileños por igual. Los soldados que ayudaron a la Madama debieron sentirse reivindicados, pues a sus ojos López, su máximo enemigo, no era solo un hombre muerto, era un tirano muerto. Dicho esto, el momento de su muerte fue heroico, algo que reconocieron todos los testigos brasileños. Tampoco pudieron evitar admirar a esa valiente mujer cuya familia acababa de ser destrozada (2).
El entierro fue apresurado; dos agujeros excavados en la tierra blanda, dos cuerpos envueltos en sábanas blancas, dos simples cruces de madera y ninguna indicación de quién yacía debajo. Solo 66 años después, en 1936, el gobierno febrerista del coronel Franco exhumó los huesos del Mariscal y de Panchito para volver a enterrarlos en el Panteón Nacional.
Casi de inmediato surgieron preguntas sobre su autenticidad, preguntas que vale la pena repetir hoy, en 2023. La ubicación de las tumbas anteriores dependía completamente del testimonio de un anciano veterano, que había vuelto a visitar Cerro Corá unos diez años después del último enfrentamiento. Encontró que las cruces que marcaban las dos tumbas se habían caído –o habían sido arrojadas–. Reemplazó las cruces donde pensó que estuvieron e hizo una muesca en un árbol cercano para marcar el lugar. Regresó en 1897 y solo encontró el corte de machete en el árbol; las cruces habían desaparecido. El equipo que visitó el sitio en 1936 solo tenía su testimonio y ya era un anciano muy legañoso.
Toda la tierra alrededor del escenario de la batalla en Cerro Corá había pasado durante la década de 1880 a manos del principal establecimiento de yerba mate, la Industrial Paraguaya. Recién durante la administración de Morínigo en la década de 1940 se expropió el terreno para un parque nacional, mantenido esporádicamente durante los años de Stroessner (3).
Es una historia cuyos detalles tienden a contradecirse entre sí. En mi opinión, el habitante principal del Panteón Nacional tiene más en común con el hombre enterrado en la Tumba del Soldado Desconocido en Arlington y el inconnu enterrado bajo el Arco del Triunfo en París. Esos dos soldados muertos, cuyos nombres desconocemos, conmemoran simbólicamente a todos los que murieron por sus respectivos países. Quizá los «restos» de Francisco Solano López estén destinados a hacer lo mismo.
¿Pero es él? Hace una década, cuando escribí por primera vez sobre esto en el tercer volumen de mi Guerra de la Triple Alianza, señalé que probablemente aún era muy pronto para investigar con garantías científicas (4). Además, los sentimientos de demasiados paraguayos estaban tan atrapados en esta cuestión que seguiría siendo controvertida y políticamente sobrecargada en el futuro próximo. Sin embargo, tal vez finalmente sea hora de volver a examinar lo que sabemos. Las metodologías modernas de investigación del ADN ya han abierto puertas a otras figuras importantes. Quizá haya llegado el momento de que Francisco Solano López se incorpore a esas filas.
Deberíamos, en todo caso, poder determinar si los restos del Panteón realmente le pertenecen o no. Existe un gran número de descendientes del Mariscal que aún viven en Asunción, por lo que la obtención de pruebas comparativas de ADN no presenta problemas, suponiendo que los huesos estén relativamente intactos. Dicho esto, seguimos tratando con emociones más que con ciencia, precisamente el tipo de emociones que Marco Aurelio aconsejaba dejar de lado. Para quienes deseen enorgullecerse patrióticamente del sacrificio del Mariscal, viendo en su relato un símbolo de amor a la patria, realmente no importa si los huesos del Panteón son suyos.
¿Pero no querrían estar seguros?
Notas
(1) Washburn, C. A. (1871). The History of Paraguay. Boston, Lee and Shepard.
(2) Cardozo, E. (1971). Hace 100 años: Crónicas de la Guerra de 1864-1870. Emasa.
(3) La Hora. Órgano de la Asociación Nacional de excombatientes (Asunción), 5 de septiembre y 14 octubre de 1936; testimonio de Juan Stéfanich, La Nación (Asunción), 23 de septiembre de 1936; y Efraím Cardozo, «¿Dónde están los restos del mariscal López?», La Tribuna (Asunción), 29 de marzo de 1970.
(4) Whigham, T. (2012). La Guerra de la Triple Alianza, vol. III. Asunción, Taurus.