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Parece justo advertir, aunque sea obvio por el subtítulo, que este artículo no es sobre la moda superheroica que desde el cómic invadió el cine y la televisión, sino a propósito de pensadores sobresalientes que se ganaron una avalancha de detractores. De lo que acá se trata, entonces, es de rescatar de la furiosa animadversión que ha caracterizado como supervillanos a algunos de los más destacados pensadores del pasado que aún son muy influyentes en el presente.
Para que un pensador sea declarado, por algún grupo de detractores, supervillano del pensamiento, obviamente, tiene que haber logrado un impacto sobresaliente en la historia de las ideas; así que lo primero que hay que decir es: no lograron ese lugar de privilegio dedicándose a decir toneladas de tonterías ni equivocándose en absolutamente todo lo que dijeron, pero ¿cuándo una obviedad conspicua ha detenido el odio exacerbado de un fundamentalista?
Quizás porque esos pensadores para algunos llegaron a ser demasiado superhéroes o poco menos que dioses, para otros muchos se constituyeron en supervillanos… o, peor aún, en superidiotas que no dijeron ni escribieron una palabra inteligente a lo largo de toda su vida y a los que se adjudica haber dicho toda clase de tonterías que nunca dijeron.
Por otra parte, supervillanos y superhéroes son recíprocamente necesarios. No existen los unos sin los otros o, para afinar más el concepto siguiendo el razonamiento de Borges («El tema del traidor y del héroe» es el cuento, y La estrategia de la araña, la versión cinematográfica de Bertolucci), nadie llega a ser héroe para alguien sin convertirse en villano para otros.
Cualquier lista de supervillanos del pensamiento, incluso si no tiene, como esta, la pretensión de ser exhaustiva, debe empezar inevitablemente por Charles Darwin, favorito del odio religioso que últimamente ha incorporado como nuevos haters a los posmodernos pseudoprogresistas, nuevaoleros y anticientíficos, bajo el lema «la biología no es el destino»… De hecho, estimados creyentes del poder de la mente para todo menos para aprender, la biología evolutiva darwiniana está regida por el azar y no por el destino, pero el azar biológico pone límites bastante molestos al voluntarismo de la new age, quizás por suerte, porque de lo contrario todos seríamos atletas de élite, bellos como Brad Pitt y Angelina Jolie (en su mejor momento y ambos al mismo tiempo), sobresalientes científicos como Madame Curie y Einstein y jugaríamos al fútbol mejor que Messi, al tenis mejor que Federer y al ajedrez mejor que Magnus Carlsen y, ya puestos, ¿por qué no hacernos inmortales? Francamente, el resultado sería un mundo insufrible.
La segunda posición quizás deberían compartirla los amigos Adam Smith y Carlos Marx; ambos deben estar revolcándose en sus respectivas tumbas sin un segundo de respiro ante la cantidad de afirmaciones que les adjudican y no dijeron y la enormidad de las interpretaciones antojadizas de lo que sí dijeron, que son abundantísimas no sólo entre sus detractores, sino también (¡y sobre todo!) en las entusiastas filas de sus adherentes.
Imagino a Smith al borde de la apoplejía tratando de explicar (¡a sus admiradores!) que olvidaron que era profesor de ética y creía que los estados tienen no solo la potestad, sino también el deber de controlar e impedir la «tendencia inevitable a los excesos de la codicia» o que deberían citarlo menos y leerlo más, recordando de paso que no escribió solo La riqueza de las naciones sino también Teoría de los sentimientos morales, que no parece tener contenidos tan del gusto del capitalismo actual.
Similares problemas tendría Marx para explicar, a unos y otros, que tenía muy mala opinión de las sociedades de economía agropecuaria en su conjunto (consideraba inevitablemente reaccionarios tanto a campesinos como a terratenientes, en esto era muy democrático) y que para que una revolución prosperara creía necesario un proletariado (léase: trabajadores asalariados, y no todo el que es pobre o víctima de explotación) ¿Qué tal si las revoluciones comunistas, todas ellas ocurridas en sociedades de economía esencialmente agraria, fracasaron por aquello en lo que el amigo Karl tenía razón y no por aquello en lo que se equivocó?
Tampoco tendría fácil explicar que su metáfora «la religión es el opio del pueblo», como en la época el opio no estaba prohibido ni demonizado sino que su consumo contra el dolor o por placer era normal, no es muy diferente a la comparación del actual Papa, cuando dijo «Dios no es una aspirina»… analgesia sagrada a fin de cuentas, en ambos casos.
Tercer puesto de supervillanía, por lapidación reciente pero no por ello menos entusiasta, para el amigo Sigmund Freud… Las autoridades religiosas siempre lo aborrecieron, porque la represión y la culpa, que al psiquiatra le parecían los males a solucionar y principal fuente de los trastornos mentales, son la base del negocio religioso. Específicamente, al catolicismo le destruyó, además, el monopolio de la confesión, trasladando los desahogos del confesionario del cura al diván del psicoanalista.
Desde otras trincheras, el neomoralismo woke que se ha instalado de un tiempo a esta parte está furioso con Freud por patriarcal y tan enojado como las religiones por darle al «sexo morboso» tanta importancia (no hay manera de explicarles que el eros freudiano no es equivalente a sexo). La new age lo aborrece por parecer «científico» y los cientificistas lo escrachan por parecer «chamánico» al interpretar sueños, actos fallidos y cosas por el estilo. Hasta el muy razonable Marvin Harris lo describe como «nuestro machista tribal», cosa en la que mucha razón llevaría, si no fuera por el anacronismo de aplicar criterios actuales de machismo que en el siglo XIX habrían sido marcianos.
El problema, en todos los casos, es que arremeten contra una pequeña parte de la obra freudiana como si fuera su totalidad y, desde luego, pasan por alto que el principal mérito de la obra de Freud es haber modificado radicalmente la perspectiva desde la que se abordaban las enfermedades mentales; así que probablemente El malestar en la cultura o Psicopatología de la vida cotidiana son bastante más esenciales que La interpretación de los sueños, que es sobre todo una propuesta terapéutica, desarrollada cuando prácticamente no existía la neurociencia, que, por cierto, en gran medida se desarrolló, ya sea a favor o en contra, pero siempre a partir de Freud. Tampoco hay que olvidar que dinamitó las brutales terapias al uso en la época.
Por cierto, también tiene el amigo Freud algunas anacrónicas críticas por el tema de los estupefacientes, ya que consideró que tenían efectos positivos algunas drogas que hoy están prohibidas y son consideradas muy peligrosas, pero que en su época acababan de desarrollarse, cuyos efectos adversos aún no estaban claros y que eran de uso legal y hasta bien visto… Conviene recordar que el detective de los detectives, Sherlock Holmes, se pegaba con todo; entusiasta consumidor de opiáceos, era tan heroinómano como heroico sin que, por aquellas épocas, nadie se escandalizara por ello… Por cierto, con honrosas excepciones, películas y series han censurado mayoritariamente tan poco ejemplar, pero tan literariamente esencial aspecto de su personalidad.
Podría hacer la lista de supervillanos casi interminable, recorriendo la historia de las ideas de Sócrates a Slavoj Zizek (cuyo superpoder es la verborragia), pasando por los maltratados sofistas, Spinoza, Galeano y otros mil que se han granjeado, época tras época y hasta el día de hoy, la igualmente acrítica y, en consecuencia, similarmente necia admiración absoluta de unos y el aborrecimiento total de otros. Sin embargo, me voy a limitar, una vez establecido el podio olímpico de la supervillanía, a un puesto honorario: Ortega y Gasset, que tiene el gran mérito de contradecir a Borges siendo supervillano para todos sin ser superhéroe para nadie.
En mi época de estudiante universitario, llevar debajo del brazo un libro de don José Ortega y Gasset era exponerse al fuego cruzado de izquierdistas radicales, que lo acusaban de «elitista oligárquico», y de derechistas furiosos, que lo consideraban un «enemigo de la patria y la religión, disfrazado de librepensador» (expresión de moda en la época). Mi frase favorita de Ortega es: «Siempre he preferido ser razonable a tener razón», una posición ante la vida y ante la actividad intelectual que no era muy apreciada en unos años en que las derechas estaban dominadas por nazismos, fascismos y franquismos y las izquierdas por estalinismos, todas posturas ideológicas autoritarias que pretendían tener el cien por ciento de la razón y que, en consecuencia, eran cero por ciento razonables.
Convengamos en que primero la televisión y después internet han hecho que el occidente actual se parezca más a las previsiones de Ortega en La rebelión de las masas de lo que nos gustaría y de lo que muchos están dispuestos a admitir. ¡Y lo escribió cuando las radios apenas transmitían en las ciudades, no existía siquiera la televisión, menos aún internet y la telefonía celular!
De hecho, nuestra sociedad se parece bastante más a la visión de Ortega que a la de Smith (cuyo liberalismo en nada se asemeja al capitalismo actual, ni en la ética ni en la práctica) o la de Marx (que consideraría las políticas identitarias de la ñembo izquierda actual profundamente reaccionarias).
A fin de cuentas, al menos desde mi punto de vista, José Ortega y Gasset se dio el lujo de ser razonable y además tener razón; pero cuando dijo «Yo soy yo y mis circunstancias», ya sabía que le habían tocado algunas de las peores posibles: autoritarismo, guerra civil y guerra mundial. Quizás sea por todos esos motivos por los que a nadie le gusta Ortega y, como ya dije, contra la opinión de Borges, ha conseguido ser un supervillano para todos sin ser superhéroe para nadie.
Cuando escucho el desprecio con que tantas personas hablan de todos estos supervillanos del pensamiento (Smith, Marx, Freud, Ortega y otros muchos), la facilidad con que les acusan de decir tonterías, me digo a mi mismo: «Ya quisieran tantos necios (y yo también) haber propuesto teorías capaces de marcar a fuego por, poco más o menos, dos siglos la historia de las ideas y que se seguirán estudiando en cualquier futuro imaginable». Los admiro, tanto por sus aciertos como por sus brillantes errores, y los envidio. Tal es mi elogio de los supervillanos.