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Hannah Arendt llevaba una productiva vida académica en las grandes universidades alemanas en la década de 1920, con un futuro esplendoroso por su capacidad de interpretación hermenéutica de grandes autores de diversas corrientes filosóficas. Pero la llegada al poder, por votación, en 1933 del Partido Nacional Socialista de los Trabajadores le atrajo una indeseada atención por su origen judío.
Alumna favorita del eminente filósofo Martin Heidegger en la Universidad de Heidelberg, tuvo la suerte de completar la mayor parte de sus estudios antes de emigrar a Estados Unidos, donde realizó la mayor parte de su carrera profesional.
Precisamente en ese país, por su doble condición de judía y escritora, fue seleccionada por la prestigiosa revista The New Yorker para cubrir en Jerusalén el primer juicio de un jerarca nazi.
Escribir para el New Yorker era equivalente a poseer una cátedra en cualquiera de las prestigiosas universidades de la Ivy League, las más antiguas de la Costa Este norteamericana.
Los periodistas del New Yorker llegaban al lugar de los hechos con unos seis meses de antelación para recoger antecedentes, y luego tenían otros seis meses, flexibles, para completar el reportaje. Los informes del New Yorker eran redactados con el mismo esmero con el que se escriben libros y se cotejan fuentes.
La historia de Adolf Eichmann era oscura, lo que le permitió recibir ayuda de la Iglesia católica para llegar a Argentina, donde un grupo filonazi le consiguió documentación falsa y trabajo. Allí comenzó una nueva vida con el nombre de Ricardo Klement. Trabajaba como técnico mecánico en una planta de Mercedes Benz y vivía en el apartado suburbio de San Fernando con su señora y un hijo adolescente, que comenzaba a participar en reuniones pronazis.
A mediados de la década de 1950, la opinión pública empezaba a considerar las atrocidades nazis cosa del pasado. Pero los servicios secretos del Estado de Israel decidieron llevar a los tribunales de Núremberg a los olvidados jerarcas del nazismo que habían logrado escapar, refugiándose en tierras americanas. Todo ello incentivado por el deseo de justicia de numerosos sobrevivientes de las prisiones y los campos de concentración alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, en lo que se dio en llamar «la solución final» del problema judío.
En las declaraciones comenzó a aparecer el nombre del comandante de las SS Adolf Eichmann, secretario general de la reunión donde se diseñó dicho operativo.
Eichmann no tuvo la visibilidad de Goebbels, Heinrich Himmler o el mariscal Goering, pero su paciente trabajo para eliminar a los judíos con eficiencia industrial terminó dando frutos con la creación de las cámaras de gas. Anteriormente, se había pensado en meter a los condenados a muerte en camiones cerrados donde recibirían el mortal humo del caño de escape. Pero no era eficiente. La Mossad le pisa los talones a Eichmann y diseña un arriesgado operativo de secuestro. Era 1960, sesquicentenario de la independencia argentina, y para las celebraciones Israel envió una frondosa delegación en un vuelo especial de su línea de bandera, El Al. Se aprovechó su presencia en el aeropuerto para drogar a Eichmann y llevarlo a bordo a Israel.
El texto de Arendt tiene 15 capítulos. El primero comienza con la audiencia pública que se inició con la llegada de los tres magistrados. Uno de los primeros problemas fue que no había un traductor competente que quisiera trabajar para Eichmann y su abogado. Excelente reportera, Arendt anotó que los jueces en ningún momento adoptaron actitudes teatrales. Solo acusaron la emoción natural «al escuchar los relatos de las atrocidades cometidas». Y «su comportamiento para con el defensor quizás resultó excesivamente cortés».
La reportera anotó también que el juicio no defraudó las esperanzas «de sacar de sus madrigueras a otros nazis y criminales de guerra», como Josef Mengele, hasta entonces desconocido en Paraguay, al punto de gestionar su naturalización bajo su propio nombre, José Mengele, en 1959.
En el siguiente capítulo, «El acusado», leemos que Eichmann se declaró inocente «en el sentido en que se formulan las acusaciones», aun sabiendo que lo podían condenar a la pena de muerte. Arendt se pregunta por qué ni los fiscales, ni los jueces, ni los abogados le preguntaron nunca al reo en qué sentido se declaraba inocente.
Decía Eichmann: «Ninguna relación tuve con la matanza de judíos, jamás di muerte a un judío ni a persona alguna, judía o no. Jamás he matado a un ser humano, lo niego rotundamente». Según Arendt, dejó sentado que hubiera matado a su propio padre si se lo ordenaban. Decía que solo se le podía acusar de ayudar a la aniquilación de los judíos y tolerarla. Eichmann ni siquiera era un buen nazi. Pero nunca dijo que estuviera en contra de aquel estado de cosas. Aburrido de la monotonía del servicio militar, pidió su ingreso a la SS, el servicio de seguridad, y ahí comenzó a destacar como especialista en Asuntos Judíos, que es el título del capítulo tres.
Eichmann se defiende diciendo que él era un especialista en migraciones y por lo tanto debía facilitar y documentar el transporte de los judíos a los campos de exterminio, a los cuales alegaba estar totalmente ajeno.
El capítulo seis, «La solución final», explica el papel de Eichmann en el diseño de las cámaras de gas.
El juicio aclaró, con testigos y testimonios irrefutables, que Eichmann había contribuido a las deportaciones de toda Europa Occidental, Francia, Bélgica, Holanda, Dinamarca e Italia, como se lee en el capítulo diez. Más adelante, durante la guerra, las deportaciones fueron organizadas también en los Balcanes, Yugoslavia, Bulgaria, Grecia y Rumania. El capítulo doce se completa con las de Hungría y Eslovaquia. Todos eran llevados a lo que el capítulo trece presenta como los «centros de exterminio en el Este», principalmente en Polonia.
Demostrada la culpabilidad, el capítulo quince estudia la sentencia, el recurso y la ejecución.
Se describe, ya con la guerra en sus estertores finales, una supuesta campaña humanitaria de Himmler hacia los judíos, y cómo, en su última entrevista, ordenó Eichmann seleccionar entre cien y doscientos judíos del campo de Theresienstadt, para que los transportaran a Austria y los instalaran en hoteles a fin de que Himmler los utilizara en sus inminentes negociaciones con Eisenhower, comandante norteamericano aliado en Europa.
Al final, la sentencia describe a Eichmann no como un criminal directo, dándole en algo la razón, pero lo encuentra culpable de acciones propias de quienes, mediante su consejo o asesoramiento, capacitan o ayudan a otros a cometer el acto criminal.
La sentencia concluye: «el grado de responsabilidad aumenta a medida que nos alejamos del que sostiene en sus manos el instrumento fatal». En otras palabras, el grado de culpabilidad de los autores morales de un crimen es mayor que el de los simples ejecutores.
Y a Eichmann se lo consideró el responsable burocrático de establecer el sistema de exterminio de los prisioneros judíos; su cargo no era muy elevado, pero facilitó la tarea. En el fondo no tenía la maldad de Himmler ni la ferocidad de Heydrich. Era, por el contrario, un gris burócrata, que cumplía las órdenes recibidas sin cuestionarlas y se jactaba de su eficiencia.
Al considerar estas características de Eichmann y su actuación durante el juicio, razonada, fría, sin mayores emociones, ni siquiera al escuchar la sentencia, la autora acuñó la expresión que ha quedado desde entonces asociada a su nombre y al de Eichmann, representante arquetípico de lo que designa: la banalidad del mal.
Los criminales nazis siguieron siendo perseguidos por los israelíes, pero los juicios, cuando era posible, se trasladaron a los países donde ocurrieron los desmanes. El más sonado fue el del jefe de la Gestapo en Lyon, Francia, Klaus Barbie, que pasaba tranquilamente su vejez en Bolivia, hasta que fue extraditado.
Estos ejemplos de justicia algo tardía, pero paliativa, se repitieron luego en Argentina con los juicios a las Juntas Militares de la década de 1970. En otros países, como Brasil, Chile, Uruguay y Paraguay, los juicios del «nunca más» jamás tuvieron lugar.