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En los inicios de la antropología como disciplina, a fines del siglo XIX, los seguidores de la escuela denominada «difusionismo» se ocuparon de buscar los centros mundiales donde se dieron las grandes invenciones de la humanidad para trazar desde ahí las direcciones hacia las que estas irradiaron. Partían del supuesto de que no era posible que se hubieran dado invenciones simultáneas de los mismos objetos, sino que, más bien, las invenciones se dieron en unos pocos lugares, llamados «centros», y que, por medio del contacto entre grupos, fueron imitadas por los vecinos, expandiéndose dentro de un área determinada y dando como resultado regiones que compartían las mismas características culturales, a las que llamaron por ello «áreas culturales».
Unas décadas más tarde, a comienzos de los años 1940, el antropólogo estadounidense Ralph Linton llamaba la atención sobre la importancia de la difusión de las invenciones culturales de diferentes partes del mundo como algo de lo que no escapaba prácticamente nada de lo que creemos «parte de nuestra cultura». Para ejemplificarlo, imaginó un día normal de un típico ciudadano estadounidense de esos años para retratar a la «cultura americana» como resultado de la apropiación de elementos provenientes de todas partes del mundo. Solo lo usado por este individuo al despertarse por la mañana ya muestra que «su propia cultura» no era tan propia: «Nuestro sujeto se despierta en una cama hecha según un patrón originado en el Cercano Oriente, pero modificado en la Europa del norte antes de pasar a América. Se despoja de las ropas de cama hechas de algodón, que fue domesticado en la India, o de lino, domesticado en el Cercano Oriente, o de lana de oveja, domesticada igualmente en el Cercano Oriente, o de seda, cuyo uso fue descubierto en China; todos estos materiales se han transformado en tejidos por medio de procesos inventados en el Cercano Oriente. Al levantarse, se calza unas sandalias de tipo especial, llamadas mocasines, inventadas por los indios de los bosques orientales, y se dirige al baño, cuyos muebles son una mezcla de inventos europeos y americanos, todos ellos de una época muy reciente. Se despoja de su pijama, prenda de vestir inventada en la India, y se asea con jabón, inventado por los galos; luego se rasura, rito masoquista que parece haber tenido origen en Sumeria o en el antiguo Egipto. Al volver a su alcoba, toma la ropa que está colocada en una silla, mueble procedente del sur de Europa, y procede a vestirse. Se viste con prendas cuya forma originalmente se derivó de los vestidos de piel de los nómadas de las estepas asiáticas, y calza zapatos hechos de cueros, curtidos por un proceso inventado en el antiguo Egipto, y cortados según un patrón derivado de las civilizaciones clásicas del Mediterráneo. Alrededor del cuello se anuda una tira de tela de colores brillantes, supervivencia de los chales o bufandas que usaban los croatas del siglo XVI. Antes de bajar a desayunar, se asoma a la ventana, hecha de vidrio inventado en Egipto, y si está lloviendo, se calza unos zapatos de caucho, descubierto por los indios de Centroamérica, y coge un paraguas, inventado en el Asia sudoriental. Se cubre la cabeza con un sombrero hecho de fieltro, material inventado en las estepas asiáticas» (1).
Lo que menciona Linton respecto a los orígenes de los objetos usados por un estadounidense tipo de los años 1940, que probablemente se consideraría a sí mismo «auténticamente americano», podría ser ejemplificado con situaciones de cualquier tiempo y lugar del planeta. Al entrar en contacto dos grupos humanos, los miembros de uno toman del otro lo que desean, lo que les llama la atención y lo que valoran. Y es muy probable que en ese contacto cada grupo dé algo al otro y reciba algo de él.
Así, cuando Cristóbal Colón llegó por primera vez al Caribe trajo consigo una serie de bagatelas, que intercambió con quienes encontró en las islas por objetos que deseaba. Si Colón encontraba alguien dispuesto a intercambiar objetos de oro por estas chucherías sin valor para él, era una ganga. Lo mismo pensaban los taínos, ya que para ellos el oro no tenía valor económico y estaban obteniendo a muy bajo precio objetos usados por un ser que creían venido del cielo. En palabras de Colón: «creían que veníamos del cielo, y de lo que tienen luego lo dan por cualquiera cosa que les den, sin decir ques poco» (2).
El antropólogo sueco Erland Nordenskiöld, al recorrer aldeas chorotí en la zona del río Pilcomayo a comienzos del siglo XX, encontró que unas camisas que había dejado en una aldea para realizar un intercambio estaban en otras aldeas a las que fue días más tarde. Lo que le demostró a Nordenskiöld que sus camisas se intercambiaron en las aldeas por donde pasaba más rápido de lo que él se desplazaba (3).
El arte moderno europeo de comienzos del siglo XX tomó elementos del arte africano, conocido en Occidente entonces como «arte primitivo». Al inspirarse en los llamados «primitivos», Picasso le dio un toque renovador al arte moderno.
La incorporación de elementos del jazz estadounidense a la música popular brasileña, fundamentalmente al samba, dio lugar al bossa nova, que trascendió las fronteras de Brasil y se proyectó al mundo. Astor Piazzolla haría lo mismo en Argentina: agregó algo de jazz al tango, dándole a este género un toque de fusión. En Perú, cultores de la música tropical amazónica tomaron guitarras distorsionadas y dieron lugar a la música chicha, con grupos como Los Mirlos, Los Shapis y Chacalón y la Nueva Crema. Con los inmigrantes peruanos en Argentina, la chicha influenció a la cumbia argentina, particularmente a la cumbia villera. En Brasil, la música popular incorporó guitarras eléctricas distorsionadas y baterías del rock, dando lugar al tropicalismo y a grandes intérpretes de fama mundial como Caetano Veloso.
Nadie dudaría que el bossa nova y el tropicalismo son brasileños, que la música chicha es peruana y que Piazzolla y la cumbia villera son manifestaciones de la música argentina, a pesar de haber incorporado elementos foráneos.
Son apenas unos pocos ejemplos. Las culturas humanas en la actualidad –al igual que en el pasado– están conformadas por un mosaico de elementos provenientes de todas partes, donde las influencias que prevalecen en cada momento se encuentran entremezcladas con elementos cuya procedencia en la mayoría de los casos es imposible saber a ciencia cierta.
En estos y otros ejemplos, las nacionalidades o los grupos étnicos de origen de aquello que se usa no son relevantes para quienes lo consideran propio. El vodka es ruso aunque esté hecho de papas provenientes del altiplano andino. Unos espaguetis con salsa de tomate no dejarán de ser italianos porque el trigo proceda de Mesopotamia y los tomates de América.
Sea cual sea el proceso por el cual un elemento cultural pasa de una sociedad humana a otra, desde el momento en que es incorporado como propio deja de ser ajeno y se vuelve parte del propio grupo. No por eso el grupo en cuestión deja de ser auténtico o se vuelve menos puro. Un ayoreo del Chaco que usa una filmadora no es menos ayoreo que uno que no la usa. Un mbya guaraní no deja de serlo por usar un celular. Un inuit del congelado norte continúa siéndolo aunque viaje en motonieve.
¿Quién les dio, a los miembros de los grupos citados en estos ejemplos, derecho a usar elementos provenientes de otras culturas y hacerlos parte de la propia? La respuesta es sencilla: nadie lo hizo y no es necesario. Las personas deciden cómo vivir sus existencias desde su horizonte cultural y para hacerlo no necesitan pedir permiso ni autorización de nadie. Siempre que existan culturas diferentes, habrá quienes tomen de otras sociedades aquello que decidan tomar.
Notas
(1) Linton, R. (2006). Estudio del hombre. Fondo de Cultura Económica, pp. 287-288.
(2) Colón, C. (1892). Relaciones y cartas. Librería de la Vda. de Hernándo y Ca., p. 86.
(3) Nordenskiöld, E. (2002). La vida de los indios. El gran Chaco (Sudamérica). Apcob, pp. 128-130.