De bifes, chicas bonitas y perros testarudos en Caacupé (1992)

Un típico asado en una quinta del interior de Paraguay llega a nosotros desde el baúl de historias del profesor Thomas Whighan para llevarnos a 1992 y a lo alto de la colina que domina el pueblo de Caacupé.

"Parrilla", por Mon Tzé
"Parrilla", por Mon Tzé

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Entre los innumerables cuentos y aforismos que los eruditos azkenazíes recopilaron a lo largo de los siglos, hay una historia de la zona rural cerca de Vilna que intenta responder a un antiguo enigma sobre la apariencia de las esposas de ciertos sabios. Ni el Talmud ni Sholem Aleichem ni Isaac Balshevis Singer podrían mejorarla. La contaré con algo de temor, sabiendo que hoy los cuentos tradicionales sobre cómo hombres y mujeres se miran entre sí pueden ser mal recibidos. Aquí va:

Un joven talmudista le preguntó a su rabino: «¿Por qué la mayoría de los eruditos se casan con mujeres feas? ¿Es esa su justa recompensa?». El rabino le contó la historia de un sabio que invitó a cenar a un grupo de colegas y, cuando el cocinero quemó la mayor parte del asado, por cortesía sirvió las buenas porciones a sus invitados y las quemadas a su familia. «Lo mismo, hijo mío –dijo el rabino–, pasa con las mujeres de los piadosos. El Todopoderoso creó muchachas bonitas y feas. Las primeras, por cortesía, las cede a los extraños, los libertinos y los goyim. Las segundas las deja para los eruditos, que son, después de todo, miembros de su familia».

Bueno, no estoy argumentando aquí que en Paraguay las chicas más lindas estén inevitablemente relacionadas con las familias más corruptas y de peor reputación, aunque algunos podrían pensar eso. Tampoco que las más feas estén entre las más justas. Mi impresión es que guapos y no tan guapos, hombres y mujeres, están bien distribuidos en la población paraguaya. De hecho, en este momento no estoy pensando en absoluto en cómo Dios reparte las chicas bonitas y los hombres guapos, sino en el asado del rabino, en cómo su familia comió la parte quemada y en un cómico episodio que presencié en Caacupé, si no me equivoco, en 1992.

Me habían invitado a un asado en una agradable quinta en lo alto de la colina que domina el pueblo. Era un día soleado, agradablemente cálido, y se distinguían claramente a lo lejos Pirayú y Paraguarí. Mi anfitrión, hombre de unos 60 años, no sería el cacique, pero definitivamente era el rey de ese pequeño rincón arriba del pueblo de la Virgen Azul. Pasaba allí los fines de semana, cuidando del jardín y las gallinas y haciendo pequeñas mejoras en el edificio. Hacía poco había construido un tatakuá del que estaba muy orgulloso. Pasar tiempo en su quinta dio equilibrio a su vida.

Hubo mucha preparación en la reunión de ese sábado, y se había comprado una considerable cantidad de comida para los invitados. Los familiares venían en grupos, algunos de Asunción y otros de lugares tan lejanos como Villarrica. Se esperaba que una prima segunda, a quien nunca había conocido, llegara un poco tarde. Traía consigo de la capital a un nuevo novio sobre el que había corrido un poco de cotilleo desfavorable que nunca entendí del todo pero que parecía ser importante para la familia.

Mi anfitrión asaba a la parrilla los bifes, chorizos y salchichas mientras las mujeres preparaban ensaladas y mandió. Como la mayoría de los paraguayos, era un experto y volteaba la carne en el momento justo para que el fuego tocara uniformemente cada corte, sin pedazos quemados de los que arrepentirse. De pronto apareció alguien que no había sido invitado. Era de esa raza amarilla que se conoce en Paraguay como Delmer («del mercado»). Suelen aparecer cada vez que el olor de la carne asada llega a sus fosas nasales. Pueden parecernos una plaga, pero desde su propia perspectiva son príncipes o guerreros como los antiguos guaraníes. No pertenecen a nadie y no reconocen otra ley que la suya. Cuando Paraguay sufría bajo la dictadura, eran libres de hacer lo que quisieran e ir a donde desearan.

Ahora bien, este perro en particular se creía tan rey del lugar como mi amigo el anfitrión. Es casi seguro que había satisfecho su droit du seigneur en otras ocasiones, y ahora quería el mejor trozo de carne de la parrilla. Debía haber participado en este juego muchas veces antes, porque mostró una impresionante habilidad. Saltó la cerca con presteza y corrió delante de media docena de hombres pasando el tatakuá antes de volar a la parrilla, donde mi amigo no pudo impedir que el animal tomara un gran trozo de carne, pero no iba a rendirse sin luchar. Por puro instinto, agarró el lado opuesto del bife y tiró con fuerza. Era la pieza reservada para el novio de la prima y mi amigo no pensaba faltar a la cortesía dejando que un perro la robara.

El feroz tira y afloja entre hombre y bestia duró un minuto o dos, pero en mi mente, que tiende a exagerar, fue quizás una hora. Francamente, el perro se lo estaba pasando mejor. Había agarrado fuerte y hábilmente el bife con sus poderosas mandíbulas. Tiró, tiró y tiró. No era solo un trozo de carne, era un trofeo, un símbolo de la destreza del perro que debía quedar demostrada no solo ante la comunidad humana sino también ante la canina.

Mi anfitrión era un hombre fuerte y decidido. No dejaría que un perro lo derrotara. Se defendió con todas sus fuerzas en una batalla de voluntades clásica del universo maniqueo: el bien contra el mal, lo sagrado contra lo profano, Ormuz contra Arimán. Se podía sentir que los habitantes del Olimpo miraban desde lo alto, animando a sus campeones y haciendo apuestas como en una riña de gallos. Es curioso cuántos pensamientos pueden pasar por la mente en el lapso de un minuto.

Por supuesto, el de los pensamientos raros pasando por la mente soy yo. Mi amigo, en cambio, como buen campesino, no tardó en encontrar una solución práctica: sin soltar el bife, clavó el pie izquierdo en el suelo y pateó con la bota derecha la cabeza del perro, que aulló e hizo una rápida retirada saltando la cerca y llorando su humillación mientras huía por la calle arenosa.

La lucha de titanes había concluido. Las deidades volvieron a sus asuntos. Pero mi anfitrión, bife en mano, aún tenía algo pendiente, y de nuevo salió el paraguayo práctico que había en él: tomó la carne, le echó agua, la sacudió y la devolvió a la parrilla. Minutos después llegó la prima, y después de que su novio fue presentado a todos los parientes, le sirvieron la carne, ya bien cocida y evidentemente sabrosa.

Uno de los jóvenes presentes, que había presenciado todo, no resistió la tentación de preguntarle al recién llegado si le gustaba. ¿Estaba rica y tierna? ¡Sí, sí! He terei. ¿Y qué lección talmúdica podemos aprender de la historia del perro de Caacupé? Creo que lo sé: Dios quiere que seamos generosos con los invitados de honor. Debemos servirles bifes que no solo estén bien cocidos, sino bien ablandados.

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