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La miniserie histórica de HBO Catalina la Grande (Catherine the Great, 2019) es una apuesta interesante (aunque aprovechada sólo a medias) para volver la mirada a aquella Rusia situada en la encrucijada de la segunda mitad del siglo XVIII, a medio camino entre la tradición y la modernidad, entre Europa y Asia, entre el cristianismo, el Islam y una infinidad de creencias populares heredadas y legadas a lo largo de siglos de historia, entre la zozobra embravecida del Báltico y el vértigo desolador de la estepa.
Un país que, antes que como una nación, se presenta como un rompecabezas de pueblos dirigidos por la mano de hierro de una autoridad común. Bueno, a fin de cuentas, un poco eso es el Estado.
Y si bien varios de estos problemas son transversales a la historia rusa de casi cualquier siglo, y, añadimos, a la conformación fundamental de más de una nación contemporánea, el período que abarca esta serie de HBO escrita por Nigel Williams y dirigida por Philip Martin nos permite observar el ascenso y el declive de un movimiento singularmente apasionante, portador de varias enseñanzas para el debate actual: el despotismo ilustrado.
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Puede decirse con justeza que este movimiento fue la última gran apuesta de la nobleza terrateniente para salvar de la decadencia absoluta al sistema que la había encumbrado, con tronos, palacios y ejércitos imperiales, sobre territorios sembrados de famélicos hijos de familias campesinas.
Así, Catalina (interpretada por la extraordinaria Helen Mirren), a la vez que nunca deja de recordar a todos su condición de Zarina y Autócrata de Todas las Rusias, también se exhibe políticamente como una audaz reformadora: promueve las ciencias y las artes, lee a Voltaire –con quien además se escribe asiduamente–, reivindica la condición de la mujer y el libre ejercicio de su sexualidad en una sociedad opresivamente patriarcal, e incluso la podemos ver, en el primer episodio, exponiendo ante las principales familias de la corte, en San Petersburgo, un proyecto de decreto para la abolición de la servidumbre de la tierra, columna vertebral del sistema de tributación feudal y de la obediencia y sumisión social de las familias adscriptas a los campos.
Pero la esperanza se queda corta de nafta apenas puesta en marcha. El florecimiento de las ciencias y las artes queda reducido a un campo muy selecto (y endogámico) de la población, con la inmensa mayoría de la misma forzada a vivir en los deshonrosos límites de la economía de subsistencia. El proyecto de abolición de los derechos serviles nunca se implementa, ante la más que previsible resistencia de las familias de la aristocracia (Rusia deberá, así, esperar otros cien años para que, más que tardíamente, el bisnieto de Catalina impulse una reforma jurídica en ese sentido).
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Y si en la serie podemos ver a mujeres relativamente «libres» eligiendo sus amantes, ejerciendo funciones de poder o accediendo a lecturas y conciertos a la par de sus contrapartes masculinas, hay que recordar (y esto es algo que el progresismo suele olvidar con relativa facilidad) que esto se reducía al exclusivísimo mundillo de la nobleza cortesana. Para las millones atadas a la labor agraria, a las labores domésticas y a los oficios religiosos ortodoxos, los placeres de la modernidad nunca llegarían.
¿Qué queda, entonces?
Una de las escenas finales de la obra resulta aleccionadora. Tras una quema pública de libros de autores franceses (promovida por la propia zarina, la misma que se jactaba de escribirse con los ilustrados occidentales), fruto del pánico provocado por el movimiento revolucionario iniciado en Francia, Catalina sostiene un breve diálogo con la condesa de Bruce, su amiga y confidente:
–¿Qué estás haciendo aquí?
–Leyendo.
–Deberías tener cuidado con lo que lees.
–Solía gustarte Voltaire.
–Tal vez, cuando era joven y tonta.
–Estabas tan llena de esperanza... y caridad.
–Hice lo que hice. Cuando era joven soñaba con la libertad. Pero a medida que envejeces tus opciones se reducen.
¿Y qué conseguí a cambio? Nos he dado un imperio. Que ya es algo.
Al final, el proyecto reformador del despotismo ilustrado fue eso, el enésimo intento de salvar a una clase dirigente decadente y corrupta de la pérdida del poder.
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