La sordera unánime

Sobre la paradoja de esos debates que son en realidad antidebates o meros simulacros de debates que finalmente impiden debatir.

Francisco de Goya y Lucientes: “El sueño de la razón produce monstruos”, 1799.
Francisco de Goya y Lucientes: “El sueño de la razón produce monstruos”, 1799.GENTILEZA

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Menudo invento la nación, que viene dando problemas desde el siglo XIX. Y pensar que en su dieciochesco origen pretendió reemplazar las jerarquías y desigualdades del orden feudal por una comunidad política (no étnica, ojo, ni cultural, ni nada por el estilo) que garantizara la igualdad de derechos entre todos los ciudadanos en el territorio de la Francia posrevolucionaria. Y quién hubiera pensado que Napoleón tendría la ocurrencia de tratar de imponer tan ilustrados ideales a bayonetazo limpio al resto de Europa. Algo que, naturalmente, resultó desagradable para gente como Fichte, por nombrar uno que, como si se hubiera propuesto ejemplificar aquello de que el remedio es peor que la enfermedad, levantó contra los principios ilustrados la religión y la lealtad nacional, baluartes del orden moral del pueblo germano, por él definido en un «sentido superior» que excluía toda referencia a la democracia o los derechos ciudadanos:

«…pueblo en el sentido superior de la palabra (…): el conjunto total de hombres que conviven en sociedad y se reproducen natural y espiritualmente de manera continuada, sometido en su totalidad a una determinada ley especial del desarrollo de lo divino a partir de él. (…) Esta ley determina por completo y consuma lo que se llama el carácter nacional de un pueblo» (1).

Leyendo estos Discursos a la nación alemana (1808) de Fichte, no es difícil caer en la tentación de trazar una genealogía retrospectiva que remonte el nazismo del siglo XX a varios pensadores del XIX (así lo hizo Bertrand Russell, que, en sus Unpopular Essays de 1950, dejó escrito: «The Nazis upheld German idealism, though the degree of allegiance given to Kant, Fichte or Hegel respectively was not clearly laid down»), pero ignoro si los jerarcas del Reich leyeron a Fichte, y, aunque lo hubieran hecho, no tengo el hábito de responsabilizar a los filósofos por sus lectores (como si Marx fuese culpable de los crímenes bolcheviques, o Platón, con su polis utópica, de todos los despotismos, etcétera). Creo que la raíz del problema es más honda. Que quizá porque la luz de la razón proyecta sombras –de la Ilustración, apunta finamente en uno de sus bellos ensayos Rafael Llopis, brotó la novela gótica, y en su capricho 43 retrató Goya al durmiente cuyo sueño crea monstruos como un típico ilustrado en su escritorio–, el sujeto racional sobre el cual las modernas democracias descansan nunca pudo desprenderse de su reserva de ferocidades masivas, ese arrollador «inconsciente colectivo» que fascinaba a Le Bon.

Prueba de ello es que, aunque todos los historiadores serios han explicado que nuestras naciones son inventos recientes, y aunque el Diccionario de la Real Academia Española incluyó recién en su edición de 1884 términos como estado y nación en sentido actual (2), las creencias contrarias –que la nación es algo «natural», ahistórico, y, peor, homogéneo– están generalizadas. Las masas de Le Bon conviven con el sujeto de Descartes, la vocación autoritaria, con las democracias, y el nacionalismo moderno, con las modernas naciones a cuya sombra creció. Lo reprimido regresa como síntoma desde el inconsciente de la modernidad.

Esto sucede en todo el mundo, y es un fenómeno complejo con múltiples manifestaciones. Hace unos días recibí por WhatsApp el comunicado de unos periodistas contra el lenguaje misógino de un colega suyo en un programa de radio. Por solidaridad automática, compartí el comunicado sin haber escuchado esa emisión (ni ninguna otra) del programa (muy popular, pero yo vivo en un termo). Así que la escuché y descubrí el motivo del escándalo: en protesta por la falta de apoyo a su deporte, las jugadoras de la selección femenina de fútbol, antes de un partido con Brasil, cruzaron los brazos sobre el pecho (a lo «Wakanda forever») cuando sonaba el himno nacional paraguayo.

Tanto el comunicado como los tuits, columnas de opinión en la prensa, etcétera, que lo siguieron, repudiaron exclusivamente el léxico –machista– del locutor, no el motivo del ataque, que expuso de forma clara antes de ser poseído por las convulsiones verbales de su indignación epiléptica. Ese motivo fue ignorado –e incluso, en algunos casos, negado («dice que lo enoja A, pero en realidad lo enoja B», «usa el patriotismo como pretexto», etcétera)– por todos.

No tengo explicación para el enigma de tal sordera unánime. Podría atribuirla al tópico de la real o supuesta superficialidad progre –ser feministas, proderechos, etcétera, pero jamás hacer críticas radicales–, al miedo a ser linchados por cuestionar el nacionalismo –o quizá a otros miedos, más concretos, dado que hasta los medios de comunicación conservadores desalientan el machismo, que está mal visto, pero no han dejado de alentar el «patriotismo»–, a una genuina miopía, a una incapacidad real de ver la complejidad del «combo» ideológico expresado en casos como este, a una mezcla de todo lo anterior, o quién sabe a qué. Pero lo cierto es que gran parte del fandom del locutor de nuestra anécdota ha defendido esta semana la represión, incluso policiaca, de toda «falta de respeto» a los símbolos «patrios» del poder estatal, que hubo en el programa una abierta justificación de la violencia contra cualquiera que cometa tamaña blasfemia y que, sin embargo, todos escucharon solo expresiones machistas.

«A lo largo de este siglo –decía Hobsbawm en 1993– dos peligrosas ideas han contaminado al Estado territorial: la primera, que todos los ciudadanos de tal Estado pertenecen a la misma comunidad o “nación”; y la segunda, que los une algo así como una etnicidad, lengua, cultura, raza, religión o antepasados comunes» (3). Sobre esta confusión, señalada por Hobsbawm, entre el Estado como realidad política y territorial, y las comunidades en sentido sociológico, cultural o antropológico, se han forjado identidades que, como muchas cosas, entran en crisis hoy. Por eso resurgen defensas extremas de la nación (que, indica también Hobsbawm, se solapa con el Estado) y de su autoridad sobre cada habitante de un trozo de mapa. Desmantelada por los cuatro costados la fantasía de un orden ya imposible, asistimos a reacciones autoritarias que alzan con violencia la voz, intentando restablecer una comunidad imaginada.

Aunque ya más apagado, todavía prosigue el diálogo de sordos entre los defensores del locutor, que, indignados, como él, por el «ultraje» al himno, braman amenazas contra cualquiera que ose repetir ese gesto «antipatriótico», y los colegas de aquel, que insisten en repudiar la forma de su mensaje ignorando el contenido y evitan con rodeos feministas el peligroso núcleo, el sacrosanto tema de la patria. Sin embargo, más que lo que suponemos implícito en sus formas (que también se puede considerar, pero en segundo término), lo que dijo expresamente el locutor, antes de ser poseído como Linda Blair en El exorcista y lanzar gritos inarticulados en cien lenguas, es lo primero que hay que responder, tanto porque eso fue realmente lo más grave, cuanto por la obvia razón de que eso fue lo que dijo.

Que nadie haya estado dispuesto a recoger ese guante no deja de ser cómico: llevando el ejemplo al extremo, hasta un orate en pleno delirio tendría derecho, si se le escupiera, a ser escupido por lo que realmente está diciendo. Estos episodios suelen ser llamados debates, y son exactamente lo contrario. De un lado, alguien insulta, intenta callar al oponente a gritos –para eso se insulta, no para invitar al diálogo–, y del otro nadie responde pero todos fingen que responden para no tener que responder.

Sin embargo, la respuesta es muy sencilla: si alguien decide que no quiere cuadrarse ante un himno o lo que sea, es su legítimo derecho, y el Estado nacional supuestamente ultrajado por tal «falta de patriotismo» tiene la obligación de garantizar la libertad irrestricta de todos sus ciudadanos de no cuadrarse ante ese himno ni ante el mismísimo dios, si no lo desean.

Notas

(1) Johann Gottlieb Fichte: Discursos a la nación alemana, Barcelona, Orbis, 1984.

(2) Lluis García i Sevilla: «Llengua, nació i estat al Diccionario de la Real Academia española», en UAveng, mayo de 1979, pp. 50-55. Citado por Eric Hobsbawm en Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Grijalbo, 1992.

(3) Eric Hobsbawm: Nation, State, Ethnicity, Religion: Transformations of Identity. Conferencia inaugural del Congreso Internacional «Los Nacionalismos en Europa: Pasado y Presente», Santiago de Compostela, 27-29 de septiembre de 1993.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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