Guerreros de metal: los bronces de Riace

En el 50º aniversario del descubrimiento de los bronces de Riace (1972), uno de los momentos más emocionantes de la historia de la arqueología, Julián Sorel se siente nostálgico y constata la frivolidad de ciertos reflejos del antiguo ideal antropológico griego en el cine reciente.

Guerreros de metal: los bronces de Riace
Guerreros de metal: los bronces de RiaceGENTILEZA

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Hace medio siglo, un joven italiano que buceaba a trescientos metros de la costa de la playa de Riace se llevó un susto de muerte al descubrir un brazo de rigidez cadavérica que emergía de la arena submarina. Pero la rigidez no era de cadáver, sino de estatua. Era el brazo de una de las dos esculturas de bronce de 1.98 y 2.05 metros de altura que fueron descubiertas, previo susto, ese 16 de agosto de 1972 por aquel joven, Stefano Mariottini: los guerreros de Riace, como los bautizó la prensa, preservados del tiempo bajo el mar, cual imágenes olvidadas que volvieran en sueños desde el fondo de la memoria.

Estos guerreros, el Bronce A y el Bronce B, que se encuentran actualmente en el Museo de Regio Calabria, son originales griegos del siglo V antes de nuestra era, el «siglo de Pericles», siglo fértil en piezas metálicas de las cuales la mayoría de las esculturas de mármol que llenan los museos son copias helenísticas o romanas. El Bronce A y el Bronce B difieren en estilo, por lo que probablemente fueron forjados con varios años de distancia, pero, con misterioso simbolismo, el destino los reunió en la eternidad. Aunque no se sabe a quiénes representan, es inevitable que, por freudiana asociación de ideas, sus nombres populares, el Joven y el Viejo, hagan pensar en Aquiles y Patroclo, en Alejandro y Hefestión.

A comienzos de este siglo pudimos ver películas como Alexander, de Oliver Stone, que cuenta la historia del rey macedonio Alejandro Magno incluyendo su amistad con Hefestión, o Troya, de Wolfgang Petersen, con Homero (la Ilíada y la Odisea) y Virgilio (la Eneida) como fuentes, y Aquiles y Patroclo como personajes. Estrenadas el mismo año (2004), con los pares Alejandro / Hefestión (Alexander) y Aquiles / Patroclo (Troya) parecen remitir al modelo erastés / erómeno, amante / amado, tipo de relación homosexual entre un discípulo adolescente y un maestro adulto socialmente aceptada en la antigua Grecia con el propósito de iniciar a los jóvenes cachorros de la aristocracia en las destrezas y saberes indispensables para pasar airosamente del gineceo a la palestra.

Conversando hace varias noches con un amigo en la terraza de una pizzería del centro, en medio de la charla él mencionó otra película, Call Me by Your Name, de Luca Guadagnino, estrenada en el Sundance Film Festival del 2017 y basada en la novela homónima de André Aciman, publicada en el 2007. Si bien mi amigo y yo coincidimos en el disgusto por la complacencia del largometraje (no hemos leído la novela) en las armoniosas relaciones familiares que presenta, motivo por el cual me empalagó y dejé de verlo antes de que terminara (y también porque –de modo totalmente arbitrario y probablemente injusto, lo sé– de Timothée Chalamet no soporto ni la cara), lo que él dijo del film despertó mi interés. Fuera de las diferencias obvias –Call Me by Your Name no es un relato épico situado en la Antigüedad como Alexander y Troya–, la pareja Oliver / Elio sigue también el patrón erastés / erómeno.

En el verano de 1983, Oliver, estudiante estadounidense de posgrado, llega a la casa del doctor Perlman, profesor universitario de arqueología, en el norte de Italia, a trabajar como su asistente durante unas semanas, y termina siendo parte importante del paso a la adultez de su hijo Elio, de la iniciación del adolescente en los códigos sociales y culturales de la clase alta. La similitud con la función del erastés en Grecia es reforzada tanto por la aceptación de la relación de ambos en ese cultivado ambiente cuanto por la belleza física –tan «griega»– y el amor por el arte –ídem– de Oliver y Elio. No son casuales las conversaciones sobre historia y etimología ni las imágenes de esculturas clásicas en los primeros minutos –las fotografías que forman parte del material de trabajo del profesor Perlman– y en la escena del hallazgo de un bronce que emerge del agua, en la que Oliver y Elio se reconcilian tras un pasajero enfado y a partir de la cual el ritmo se acelera y comienza la historia de amor propiamente dicha.

Esa escena evoca el descubrimiento de los bronces de Riace, pero lo que la película intenta, sin lograrlo, representar con la pareja idealizada de modo tan esnob –un antiguo ideal antropológico que integra la belleza física y espiritual en el ser humano completo, banalizado aquí, fuera de su complejo universo– vive, en cambio, plenamente en la poderosa y muda dignidad de las estatuas, que, en las antípodas de Oliver y Elio –burgueses tediosamente enamorados de sí mismos y de sus aspiraciones artísticas e intelectuales–, son dos guerreros que han cruzado de pie los siglos, barbados ambos, los espesos rizos escapando del casco, el brazo izquierdo en ademán de sostener el escudo –del que uno conserva restos en el hombro, y el otro, solo el gesto del doblado codo–, la diestra en ademán de empuñar la lanza, altas sobre la frente las viseras de los yelmos corintios. La coincidente disposición de sus cuerpos permite imaginarlos como sobrevivientes de un grupo de varias estatuas, de una fabulosa coreografía sangrienta de héroes extintos. El análisis químico de la tierra usada en la fundición nos dice que el Bronce A, de ardiente mirada, fue forjado en Argos, y el melancólico Bronce B, en Atenas. Quizá sus similitudes sean magia del azar. Entre los labios entreabiertos del feroz Bronce A –vuelto el rostro a la derecha, adelantada la pierna– asoman los dientes, y aunque ha bajado el brazo, por los músculos tensos lo sabemos a punto de blandir el arma. El rostro extrañamente distante y reflexivo del Bronce B delata el presentimiento de la muerte. Fueron hechos por distintos artistas en distintas décadas, el más hiératico bajo el noble signo de Fidias, quizá con los últimos rayos de la luz del ocaso del periodo arcaico, hacia el año 480, el más nervioso bajo el vibrante signo del genio de Policleto, quizá en el esplendor solar del periodo clásico, hacia el 450. Otro mundo –y otro arte, perdonen la nostalgia–.

juliansorel20@gmail.com

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