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Aunque la frase es temporalmente inversa al tópico, bastante acertado, de que para entender el presente hay que conocer el pasado, no se asusten pensando que mi intención es promocionar profetas, adivinos y lectores de cualquier sustancia imaginable entre los astros y los restos de café (¡de todo menos libros, por supuesto!). En realidad, este artículo se origina en la cantidad de gente que, sabiéndome aficionado a la ciencia ficción, me pregunta por qué la gran mayoría de sus grandes obras son distópicas.
Como todas las buenas preguntas, esta tiene una contestación corta, sencilla y evidente, pero también tan inexacta que resulta completamente falsa. Esa respuesta afirma la siguiente verdad a medias: los futuros imaginarios son distópicos porque los presentes reales también lo son, al menos para gran parte de la humanidad y en muchos aspectos.
Tal afirmación es de fácil digestión porque coincide con nuestra experiencia inmediata y confirma nuestra intuición. De hecho, sin ser lector de ciencia ficción, basta con tener la costumbre de mantenerse informado a través de los medios de comunicación de cualquier tipo para encontrarse diariamente con unas cuantas distopías. Da escalofríos, por ejemplo, lo mucho que se parecen las declaraciones de las autoridades rusas para explicar la guerra de Ucrania al, no tan imaginario, mundo de la novela 1984, de Orwell.
La respuesta larga es, en cambio, muy compleja y anti-intuitiva, pero mucho más interesante y ajustada a la realidad. Si quieren conocer mi versión, tendrán que resignarse a leer estas líneas hasta el final.
Para empezar a entender el fenómeno hay que comenzar por afrontar una paradoja sorprendente: las utopías también son distopías. Es decir que ni siquiera aquellos que ensayaron imaginar un mundo mucho mejor, limítrofe con la perfección, lo lograron.
En realidad, decir que no lo lograron es quedarse bastante corto. Dudo que alguien en su sano juicio quisiera vivir, si acaso alguna de ellas existiera, en la República de Platón, la Ciudad del sol de Campanella o incluso en la algo más razonable Utopía de Tomás Moro, que dio nombre al género, por citar solo las tres más famosas. Así que, a fin de cuentas, los utópicos son distópicos despistados –o bien, otras veces, demasiado listillos y «ñembotavy kuéra»–.
Parece que las sociedades perfectas imaginadas, sea por ideólogos radicales, políticos avivados, economistas desaforados que anuncian el fin de la historia, exégetas religiosos, líderes iluminados o dictadores semianalfabetos, no son lugares adecuados para los seres humanos comunes, porque una sociedad perfecta implica necesariamente la anulación de la imperfección individual y de la disidencia de cualquier tipo, lo cual al final significa inevitablemente instalar alguna forma de autoritarismo.
Pero hablemos ahora de algunas de las distopías más interesantes. Ya que hablar de todas sería de nunca acabar, me limitaré a las más clásicas y que abrieron una línea de desarrollo del género. Hay distopías más recientes muy buenas (La expansión, Carbono alterado, La ciudad y la ciudad, etc.), pero todas las que conozco proceden de alguna línea abierta por los clásicos.
Desde luego, las más conocidas son 1984 y Rebelión en la granja, ambas de George Orwell, ambas reacciones a los autoritarismos tanto de derechas como de izquierdas de principios del siglo XX. Llevar los planteamientos del fascismo y del estalinismo hasta sus últimas consecuencias era casi la única forma disponible de oponerse al autoritarismo reinante en las ideologías y movimientos políticos dominantes de la época, y no solo en la práctica política sino también en la reflexión filosófica, bajo la autoridad de un Hegel que afirmaba taxativamente que el ser humano «solo puede realizarse a través del Estado».
Pocos pensadores fueron capaces de escapar al espíritu autoritario de la época (como pocos son capaces de escapar, en la actualidad, a la superficialidad inquisitorial de la corrección política), y lo pasaron bastante mal. Si no, que le pregunten a Ortega y Gasset, exilado por la derecha y excluido y despreciado por la izquierda… No me estoy saliendo del tema: a fin de cuentas, La rebelión de las masas es, en cierto modo, una distopía que las redes sociales han hecho realidad, por más que esté formulada en forma de ensayo y no de libro de ficción.
Hasta acá los que detestan los estados estarán contentos, pero la verdad es que en las formas de distopía posteriores a Orwell los villanos no solo no son los estados, sino que inclusive en muchos casos el disparador distópico es la ausencia de autoridad estatal. La fórmula más sencilla, ampliamente usada y abusada por el cine, es la medievalización, como propone, por ejemplo, la saga de Mad Max, con sus comunidades aisladas de alto riesgo y sus señores de la guerra en interminable lucha por el combustible.
William Gibson propone en su trilogía (Neuromante, Conde Cero y Monalisa acelerada) un modelo muy diferente y bastante más interesante de distopía: ya no es un estado casi omnisciente ni un igualitarismo falaz que justifica cualquier abuso, ni tampoco un colapso estatal y la consiguiente feudalización, sino un universo tan radicalmente ultratecnológico que se pierden las fronteras entre lo real y lo virtual, lo natural y lo protésico, y que, sin embargo, paradójicamente deriva hacia la construcción de un universo virtual organizado como un sistema mágico-religioso inspirado en el vudú.
Salvo algunas excepciones –como Philip K. Dick, el autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Blade Runner en el cine) y tantas otras historias–, de hecho la ciencia ficción norteamericana, distópica o no, tiende sospechosamente
a derivar hacia la «religión-ficción», quizás porque la religión es un fenómeno fundante en la sociedad estadounidense o quizás porque la única forma de escapar de algunas distopías es algún suceso milagroso.
Los robots de Asimov son más parecidos a dioses que a máquinas, el Ender de Scott Card pasa de genio militar a líder religioso sin decir agua va; y ni hablemos de Dune, que es abiertamente la historia de un líder militar mesiánico clásico, destinado a llevar al poder mundano a un pueblo elegido, encabezado por su líder político, confesional y tribal; muy parecido a los propuestos por religiones reales, salvo por estar algo sobrepasado de sustancias psicoactivas.
Ahora bien, entre las utopías más aterradoras por lo cercana a la realidad sobresale Mercaderes del espacio, de Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth, que formula (por suerte, en un tono burlesco y satírico que alivia el susto) una distopía de corte económico que podríamos llamar «El Gran Libremercado» o «El Supremo Publicista». Como es un texto no tan conocido, se los resumo: la tendencia del liberalismo radical a la concentración de capital ha llegado a tal extremo que solo monstruosas corporaciones controlan absolutamente toda la economía… Supongo que más de un magnate pensaría en esta situación más bien como una utopía.
Las consecuencias: como todos los puestos de trabajo, toda la producción de bienes y servicios, todo el aparato de comercio y, por ende, todo el modelo de posición económica y prestigio social están concentrados en un par de directorios empresariales, ni las naciones ni el estado ni ningún otro constructo social tienen sentido, solo la lealtad y el sentido de pertenencia a la empresa son valoradas y, en consecuencia, la única oposición posible –que, lógicamente, es considerada terrorismo– consiste en la resistencia anticonsumista.
Llegados a este punto, creo que se puede aventurar por qué la explicación sencilla e intuitiva de las distopías como simples consecuencias de los males actuales es falsa. Las distopías denuncian que lo verdaderamente peligroso en la actualidad no es lo que, hoy por hoy, nos parece distópico en el presente real en el que vivimos, sino aquello que hemos llegado a considerar normal, cotidiano y hasta deseable. Las distopías resultan tan angustiosas y a la vez tan fascinantes porque muestran lo peligroso que, llevado a sus últimas consecuencias, es aquello que en nuestra sociedad ha tomado estatus de «normalidad».
Digamos que internet y la conectividad compulsiva nos parecen normales, ahí está Gibson para mostrarnos hacia dónde nos llevan. Digamos que aborrecer la lectura se ha vuelto normal, ahí está Bradbury para decirnos a dónde nos dirigimos, destruyendo desde la primaria la afición a la lectura para que ni siquiera haga falta quemar libros. Digamos que hemos asumido como inevitables los excesos de pobreza y concentración de capital, ahí está Mercaderes del espacio para reírse de nosotros, mostrando la agónica parada final de esa ruta.
Así pues, no. Las distopías no existen para denunciar aquello que en nuestro mundo real de la actualidad percibimos como distópico. Por el contario, constituyen un grito de alarma sobre los peligros con los que convivimos sin verlos, como si fueran insignificantes o inclusive razonables y hasta deseables.
Orwell escribió 1984 y Rebelión en la granja porque a la mayoría de sus contemporáneos, personas comunes de los años treinta, los autoritarismos de principios del siglo XX les parecían «lo normal», y así «el gran hermano» o «los más iguales que otros» no encontraron resistencia, porque además, al contario de las literarias, todas las distopías reales se presentan como utopías: pretenden poseer la solución a todos los problemas del mundo; dicen buscar la paz, declarando la guerra; dicen buscar la prosperidad, fabricando pobres; dicen defender la libertad, multiplicando restricciones… ¿Les resultan conocidos esos dobles discursos?
Así pues, volviendo al principio: si de verdad queremos comprender cómo funciona el mundo, si de verdad nos interesa profundizar en las cosas que andan mal por debajo de la superficie, provocando las pequeñas y no tan pequeñas catástrofes y desgracias cotidianas de las personas, si de verdad tenemos la pretensión de entender el presente, insisto: ¡hay que estudiar a fondo los futuros distópicos!