Pussy contra Putin: «Tienen miedo porque no pueden controlarnos»

Masha Aliójina, del grupo Pussy Riot, escapó de Rusia y de la ola de represión desatada por el gobierno de su país. Las Pussy Riot van a tocar en varias ciudades de Europa y lo que se recaude con la gira –las entradas no tienen establecido ningún precio: cada quien decide cuánto puede y quiere pagar– servirá para apoyar a la resistencia ucraniana.

Arriba: Pussy Riot interpreta “Punk Prayer” en la catedral de Cristo Salvador, Moscú, 2012. Abajo: Masha Aliójina, cantante de Pussy Riot, es fotografiada por su novia, Lucy Shtein, en Vilnius, Lituania, el martes 3 de mayo del 2022.
Arriba: Pussy Riot interpreta “Punk Prayer” en la catedral de Cristo Salvador, Moscú, 2012. Abajo: Masha Aliójina, cantante de Pussy Riot, es fotografiada por su novia, Lucy Shtein, en Vilnius, Lituania, el martes 3 de mayo del 2022.gentileza

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Las Pussy Riot empezaron sus performances en diciembre del 2011, luego de que Vladimir Putin anunciara que se postularía a otro periodo presidencial: invadieron bares y tiendas de lujo impugnando los privilegios de los ricos con «Kropotkin Vodka», exigieron la libertad de los opositores con «Muera la prisión, libertad de protesta» junto al Centro de Detención de Moscú, cantaron en una plataforma petrolera «Gruel-Propaganda» contra las conexiones entre empresarios y regímenes que exportan recursos y reprimen ciudadanos, llamaron a un levantamiento con «Putin se enojó» en la Plaza Roja, y ya nunca se detuvieron. Muchos las aplauden porque las ven como una suerte de activistas de los derechos humanos, la libertad de expresión y los «valores democráticos occidentales» contra el totalitarismo soviético, prolongación del relato oficial de la Guerra Fría que simplifica el planteamiento político y oscurece el origen y la naturaleza del colectivo (dos fueron expulsadas por participar junto con Madonna en un concierto benéfico organizado por Amnistía Internacional en el 2014). El público y la prensa rescatan principal, si no exclusivamente, sus proclamas feministas («Virgen María, hazte feminista»), sus ataques a imperativos patriarcales como el culto a la maternidad («Para no ofender a Su Santidad, las mujeres han de parir»), su defensa de los derechos LGBT+ («El Orgullo Gay va a Siberia»).

La alianza entre la Iglesia ortodoxa y el estado ruso era ciertamente uno de los blancos de la performance que las lanzó a la fama mundial en el 2012, pero la prensa no suele mencionar la postura anticapitalista de las Pussy Riot, que no tocan con fines de lucro. Yakaterina y Nadja vienen del colectivo artístico Voina, creado por Oleg Vorotnikov en el 2005, y entre las parejas que copularon en el Museo Estatal de Biología de Moscú en la performance del 2008 «Fuck for the Heir Puppy Bear» del grupo Voina estaban la futura Pussy Riot Nadja y su esposo, Piotr Verzilov.

Diez años después, en el 2018, en medio del partido final de la Copa del Mundo de Rusia, cuatro Pussy Riot se lanzaron a la cancha del estadio Luzhniki, de Moscú, con disfraces de policía. Llevaban esos disfraces porque era el 16 de julio, aniversario luctuoso de Dmitri Prigov, poeta que frecuentaba el underground moscovita de la década de 1970 con gorra de policía, como el «Militsaner», personaje de sus libros cuyo mal escrito nombre (lo correcto es «Militsioner») lo revela como policía irreal, mítico, habitante de una esfera fabulosa, «un mediador –como Prigov lo describe en el Prefacio de su Militsaner i drugie, de 1978– entre los estados terrenales y celestiales». Parodiando el discurso estatal, Prigov convirtió a los héroes proletarios de la retórica oficial en habitantes sagrados de un duplicado sobrenatural del mundo soviético. En la línea del conceptualismo ruso del que fue uno de los principales exponentes, exploró así el inconsciente ritualista, los cimientos religiosos del poder.

Quizá lo mejor de la carrera de Prigov fue el acto inesperado del 16 de julio del 2007, fecha fijada para la performance «Ascensión», en la que iba a leer poemas suyos encerrado en un armario que los miembros de Voina alzarían hasta un vigésimo segundo piso (la metáfora es transparente: el artista que había vivido «sin poder salir del armario» ascendería, libre al fin, a las alturas). Ese día, sin embargo, Prigov murió. Sufrió un infarto en el metro. Veo en tal accidente su última performance, y la única perfecta: una escapatoria literal, en vez de la meramente simbólica que estaba prevista. «Life imitates art far more than art imitates life», como dice Wilde en The Decay of Lying. La vida imita al arte (o, en este caso, la muerte).

El aniversario de esa muerte fue la fecha conmemorada en el 2018 por cuatro miembros de Pussy Riot con su irrupción en el estadio olímpico moscovita. Prigov pasó bajo vigilancia la década de 1970 y encerrado en un manicomio parte de la década de 1980, y se volvió un poco más conocido fuera de su país en la década de 1990 con la caída de la URSS. El poder no fue un tema que perdiera relevancia en su obra después de esa caída. Para entender qué implica que las Pussy Riot reclamen tal linaje hay que entender qué clase de disidente era Prigov –disidentes los hay de muchas clases– e, igualmente, que la disidencia no consiste solo en enfrentar el poder estatal sino también sus oscuras relaciones supraestatales.

Han pasado diez años desde aquel helado día de febrero del 2012 en el que Masha Aliójina, Nadia Tolokónnikova y Yekaterina Samutsévic entraron con pasamontañas de colores a la catedral moscovita de Cristo Salvador, treparon al altar, se persignaron y empezaron a tocar Punk Prayer:

«Virgen María, Madre de Dios, líbranos de Putin,

líbranos de Putin, líbranos de Putin…»

Hoy, una década después, al bendecir a las tropas rusas que marchan a Ucrania, el patriarca Kirill ha convertido en profecía esa performance. Las condenaron a dos años de cárcel, pero el planeta entero sabría desde entonces quiénes son las Pussy Riot. Y todos escucharon a Masha Aliójina decir en el juicio que no tenía miedo de las autoridades, que solo podían quitarle algo que llaman «libertad» y no lo es, y que no podían quitarle su libertad interior. Lo ha vuelto a decir esta semana –«Putin no me asusta»–, luego de dejar su celular en Moscú para no ser rastreada al huir del país, donde estaba bajo arresto domiciliario –y a punto de ser llevada a un centro penitenciario–. Cruzó con otro pasaporte (el ruso se lo quitó el gobierno) la frontera de Bielorrusia y logró llegar a Lituania. Aunque la policía la vigilaba, escapó limpiamente con un traje verde de repartidora de delivery: uno de esos trajes mágicos que vuelven invisibles a quienes los llevan puestos. Nuevamente, sus palabras han dado la vuelta al mundo: son los poderosos los que en verdad tienen miedo, y no al revés. «Tienen miedo porque no pueden controlarnos». No, no pueden.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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