Contra la doble moral: Desde el abismo

«Ya no hay espacio para la ambigüedad», declaraba con pública indignación el historiador francés Jacques Julliard, denunciando la doble moral de gran parte de la intelectualidad de izquierda frente al sistema soviético. Cuarenta años después, aquí seguimos.

“Russians go home!” (Grafiti, Checoslovaquia, 1968).
“Russians go home!” (Grafiti, Checoslovaquia, 1968).GENTILEZA

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Hay cosas que no deberían escribirse. O mejor dicho, ya no deberíamos tener necesidad de escribirlas.

A principios de 1982, el historiador francés Jacques Julliard se lamentaba del pobre papel desempeñado por la intelectualidad de izquierdas de su país ante el golpe de Estado producido en Polonia en diciembre del año anterior.

El golpe había clausurado una intensa experiencia de aprendizaje obrero y popular, a partir de la cual las clases explotadas a lo largo de año y medio, junto con un puñado de profesionales honestos que les acompañaron, habían intentado desmantelar un régimen burocrático y totalitario desde sus mismas entrañas.

El movimiento inicialmente había nacido como una respuesta a la crisis económica en la que se encontraba sumergido el país, así como a la respuesta oficial del gobierno a dicha crisis: liberación de precios, disparada inflacionaria, escasez de bienes básicos en las tiendas oficiales, represión de huelgas y protestas, techos salariales y despidos arbitrarios.

Al iniciarse la nueva década, Polonia ya figuraba entre los diez países con mayor deuda pública total del mundo. La necesidad de los trabajadores de articular una respuesta a este panorama tan desolador les llevo a auto-organizarse, primero en comisiones obreras, y luego en un sindicato autónomo de las estructuras oficiales: Solidaridad (Solidarnosc).

En verdad, la necesidad de intervenir en la crisis nacional, de ejercer medidas de fuerza colectivas, de negociar con un poder omnímodo que por definición no negocia (si el partido y el gobierno son en sí mismos el pueblo y la nación, ¿con quién habría que negociar?), obligaría a que cualquier demanda gremial, desde el derecho de participación en los medios públicos hasta el precio de los embutidos, se volviera una cuestión política.

El golpe del Ejército y el general Wojciech Jaruzelsky puso fin a ese estado de deliberación popular tan atípico en un país del llamado «socialismo real». El espacio público fue militarizado, los sindicatos independientes fueron prohibidos, la prensa no adicta fue sometida a censura, entre quince mil y setenta mil ciudadanos fueron detenidos y juzgados en tribunales militares y al menos una centena fue asesinada bajo circunstancias poco claras y jamás investigadas. Nada que un latinoamericano promedio, con un mínimo de alfabetismo político, no haya escuchado hasta el cansancio desde sus tempranos debates en la adolescencia.

Pero es esto mismo lo que más indignaba a Julliard de parte de la intelectualidad occidental y los partidos progresistas y de izquierda:

«La solidaridad con los oprimidos se ha manifestado durante demasiado tiempo de un modo desigual. Es una solidaridad política y sin limitaciones en el caso de los países del Tercer Mundo en su lucha contra el imperialismo capitalista, considerado intrínsecamente perverso. Solía ser únicamente humanitario y limitado a la denuncia de algunos aspectos conflictivos en el caso de los pueblos sometidos al sistema soviético, considerado “globalmente positivo” y digno de sobrevivir a sus “errores”. Hoy tal desigualdad de tratamiento ya no resulta admisible. Ya no hay espacio para la ambigüedad» (1).

Entre aquellos «errores» se incluían, naturalmente, los derechos de invasión y ocupación armada de las «naciones hermanas». Para salvar el socialismo, ciertamente.

Ahora bien, si el movimiento progresista y democrático podía denunciar las invasiones, los golpes y la estela aberrante de crímenes de Estado en Latinoamérica y otros países del Tercer Mundo, ¿por qué no podía hacer lo mismo en la propia Europa cuando las operaciones eran impulsadas desde Moscú y no desde Washington? ¿Es que acaso la invasión y ocupación de Checoslovaquia había sido menos infame y condenable que las de Argelia o Vietnam?

«Hay que terminar con esta esquizofrenia», reclamaba con pública indignación Julliard.

Cuarenta años después, uno creería que las discusiones, al menos entre quienes nos reclamamos socialistas y miembros de nuestra clase, habrían progresado desde aquel abismo moral (y político). Y aquí seguimos.

Desde el 24 de febrero del presente año, el gobierno ruso ha decidido invadir y arrasar el país vecino de Ucrania. Lo hace amparándose en una pretendida operación anti-fascista, cuando el propio régimen político ruso ha devenido en un Estado policial, imponiendo prisión y censura a los opositores de toda laya, desde la militancia de la diversidad sexual, del movimiento de mujeres, laboral, política, y, por supuesto, aquella que denuncia la guerra.

Más aun, lo hace también amparándose en el derecho de herencia de su gobierno sobre el legado imperial zarista y la voluntad evangelizadora de la Iglesia Ortodoxa: «Ucrania fue un invento de los bolcheviques. Lenin y sus asociados cometieron un crimen histórico dividiendo territorio que pertenecía al Imperio Ruso» (2). «Desde tiempos inmemoriales, a los habitantes del territorio sureste de Rusia [lo que hoy es Ucrania] se les ha conocido como rusos y cristianos ortodoxos». «Es importante subrayar que para nosotros Ucrania no es un país vecino. Es una parte inalienable de nuestra historia y de nuestro espacio espiritual» (3).

A quienes ya exhibimos nuestras primeras canas en la cabeza y la barba desde hace algunos años, no se nos escapa la ironía de que, cuando dos décadas atrás un hombre de modesta inteligencia (con mucha generosidad) pronunciaba casi idénticos argumentos desde la Casa Blanca para legitimar la ocupación y devastación de Irak y Afganistán, a toda la estela de edificios arrasados, economías desmanteladas, centros clandestinos de detención y tortura, y decenas de miles de civiles masacrados, se les llamara daños colaterales. ¿Y en Ucrania cuáles serán los daños colaterales?

Por entonces, todo se hizo en nombre de la democracia, la paz y la libertad. Por supuesto, había que arrasar otras naciones (inferiores en todos los aspectos posibles) para ratificar la soberanía y seguridad de la propia. Concepto raro el de las guerras preventivas, nunca lo entendí.

Por entonces, la posición de la izquierda fue unívoca: repudiar la guerra como lo que era, un crimen contra la humanidad.

Hoy no es así. La izquierda en general, y en particular la latinoamericana, ha sabido pendular, salvo contadísimas y valientes excepciones, entre posiciones que van desde el acompañamiento expreso a Putin, devenido en nuevo cruzado anti-hegemónico y anti-liberal contra todos los males del Imperio (norteamericano, entiéndase), quien nos entregaría magnánimamente todas las gracias de un mundo multipolar, hasta los ininteligibles tratados teológicos en los que se denuncia a:

-La OTAN

-La Unión Europea

-El FMI

-El Banco Mundial

-El gobierno norteamericano

-El gobierno de Zelensky

-Las bandas ultranacionalistas ucranianas

A todos, todas y todo (menos) a la potencia militar agresora y su personal político.

No es que nos sorprenda tamaña indigencia moral. A veces uno tiene la impresión de que no aprendimos nada. Como el trágico Sísifo, ascendemos hasta las cumbres con todas nuestras penurias a cuestas, sólo para volver a caer y revolcarnos entre la mierda.

Sí, aun nos revulsiona, por suerte.

Podemos ser mejores que eso. Salgamos del abismo.

Notas

(1) AA. VV., Por Polonia, Barcelona, Editorial Laia, 1982.

(2) «Conflicto Rusia - Ucrania: El discurso de Vladimir Putin que más asusta en Kiev», Página 12, 24/02/2022. Disponible en línea: https://www.pagina12.com.ar/403467-conflicto-rusia-ucrania-el-discurso-de-vladimir-putin-que-ma

(3) Ídem.

lamoneda73@gmail.com

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