El último emperador, de Bernardo Bertolucci

Nacido en Pequín en 1906, Puyi subió al trono a los dos años de edad. La imagen de aquel niño correteando en traje imperial por pasillos palaciegos en la famosa película de Bernardo Bertolucci habla de un capítulo fundamental de la agitada historia del siglo XX.

El último emperador, de Bernardo Bertolucci
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Aunque cada vez más lejano en el tiempo, casi no existe nada en el siglo XX que no siga alimentando pasiones. Y aunque su propio devenir empírico pareció dar un mentís a todas aquellas concepciones filosóficas de la historia como manifestación de tendencias objetivas a un progreso social, material y cultural inexorable, aun en sus horas más atroces resurgió una y otra vez (remozada y a contrapelo) esa que fue bautizada como «la Fe del Siglo».

La historia que relata El último emperador, de Bertolucci, comienza precisamente con el siglo XX. Aunque el guion arranca en la década de 1950 y alterna el relato en presente con los flashbacks, su materia, la vida de Puyi y los cambios sociales, culturales y políticos que fueron su contexto, abarca un lapso que se inicia poco antes de la muerte de la despótica emperatriz Cixi (1908) y la Revolución del Xinhai (1911). Una revolución menos francesa o rusa que rioplatense, en el sentido de que abre un período de décadas de disgregación política, caudillismo provinciano y fracturas territoriales; en ese mismo impulso, termina avivando las brasas de los nuevos movimientos que encabezarían las tendencias políticas en favor de la modernización del país. Un escenario de dependencia económica, instituciones sociales y políticas fosilizadas y anacrónicas, nula democratización e inagotable diversidad étnico-cultural.

La película de Bertolucci es a la vez una biografía y una excusa. Biografía porque (como su nombre nos adelanta) tendrá por protagonista excluyente de sus casi tres horas de duración al emperador Puyi (1906-1967), el último soberano de la monarquía china que administró el país durante dos mil años. Y excusa porque, en última instancia, la figura humana como tal importa menos que el conjunto de fuerzas sociales impersonales y desatadas que le rodean: subdesarrollo y desenvolvimiento económico tardío y desigual, penetración y ocupación colonial, corrientes culturales contestatarias, golpes de Estado, revoluciones, purgas masivas y guerras civiles.

Como telón de fondo de esta semibiografía vemos, pues, un país desgarrado por los señores de la guerra, el ascenso nacionalista del Kuomingtang y la aparición de movimientos juveniles como el del Cuatro de Mayo. La guerra civil, la ocupación extranjera y la revolución sobrevuelan el ambiente como sombras, tiñendo la vida y la muerte, el goce y el dolor, y hasta los afectos y los odios de cada persona.

En sus últimos años de vida, encontramos a Puyi devenido jardinero y bibliotecario estatal en Pequín, testigo de la Revolución Cultural promovida por Mao como parte de las luchas intestinas del Partido Comunista de China (PCCh). Confesiones públicas, delaciones, arrepentimientos y castigos públicos son las marcas del período, recuperando los ecos del Tribunal del Santo Oficio a miles de kilómetros de distancia.

Después de haberlo visto pasar a lo largo de su vida por prisiones nacionalistas, comunistas y japonesas, en las escenas finales del filme Bertolucci nos muestra a Puyi visitando como «turista» una Ciudad Prohibida deshabitada y monumentalizada para el público mundano, o reencontrándose con uno de sus antiguos carceleros, un viejo responsable político del Partido Comunista caído en desgracia frente a los jóvenes Guardias Rojos maoístas.

Con ese antiguo carcelero había protagonizado uno de los mejores diálogos del film. Sereno y descarnado a la vez, el entonces jefe de la prisión le recrimina a Puyi haber mentido para satisfacer a sus captores, y firmado confesiones solo parcialmente ciertas de delitos, de algunos de los cuales ni siquiera pudo haber tenido conocimiento.

–Siempre te has creído una persona superior al resto. Ha llegado el punto en que te crees la peor de todas (...). Tú solo puedes ser responsable de tus acciones.

–Déjeme en paz. Ustedes solo me mantienen vivo porque les resultó útil en su obra de teatro.

A lo que el carcelero responde: «¿Y acaso es tan terrible ser alguien socialmente útil?».

La vida de Puyi, último emperador de la dinastía Qing, instaurada en 1644, y el fin de un imperio existente desde el siglo II antes de nuestra era, permiten, así, a Bertolucci recuperar con acierto las voces de un siglo convulso.

lamoneda73@gmail.com

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