Díaz de Guzmán y las delicias de leer la historia

Aunque Díaz de Guzmán privilegió las hazañas de los conquistadores en su crónica, si algo demuestra el placer que brinda su lectura es que la memoria del valiente cacique Lambaré sigue viva.

“La Argentina”, de Ruy Díaz de Guzmán, en la edición porteña de 1943.
“La Argentina”, de Ruy Díaz de Guzmán, en la edición porteña de 1943.GENTILEZA

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Cuando estoy de ánimo reflexivo, a veces converso conmigo mismo. No en voz alta, por supuesto. Pero a cierta edad tratar de averiguar qué significa todo esto se vuelve importante, incluso urgente. Con frecuencia he comentado a mis lectores por qué Paraguay ha sido tan importante para mí, ¿pero qué pasa con la historia considerada más ampliamente? ¿Por qué todavía dedico tanto tiempo a leer historia? Podrían pensar que en esta etapa de mi vida ya he obtenido todo lo que podía sacar de ella. Tal vez a estas alturas leer sea solo un hábito. ¿Pero es posible que mi lectura de la historia pueda, en los pocos años que me quedan, estimular una comprensión más matizada de las relaciones humanas?

Quizás.

Ciertamente, diría que en la contemplación de la historia hay un placer intrínseco y que me hace sentir completo de un modo que por otros medios no podría experimentar. Y eso a pesar de que, apenas cierro un voluminoso tomo, olvido gran parte de lo leído. Este problema de la memoria a corto plazo parece ser una maldición común a mi edad. Por supuesto, recordar todo sería con seguridad indeseable. Dios no nos permita recordar cada detalle asesino que ha quedado en la historia.

Muchas veces me he dicho que desearía poder cerrar el terrible historial de la vida humana y tratar de olvidarlo. Algunos ingenuos dicen que contemplar la historia es medir el avance del bien sobre el mal. Lo bueno prevalece, sin duda, de vez en cuando, pero cuán limitado y transitorio es su triunfo. Las páginas de la historia están tan manchadas de sangre que si los libros de historia tuvieran voz, sonaría como un largo gemido de angustia. Si se piensa con profundidad en el pasado, se verá que solo alguien falto de imaginación puede desear vivir en él. El tirano nos atrae principalmente en abstracto, y nadie está realmente interesado en pisar las piedras de la «Cámara de la Verdad» del Dr. Francia ni en sentir el golpe del látigo en la espalda, como tampoco en escuchar el llanto de los hombres y mujeres que sufrieron en el cepo uruguayana. Sabiendo lo que sabemos, ¿qué alegría podemos sentir al leer la historia? Algunos dirán que para deleitarse con esa lectura hay que ser un diablo.

Bueno, quizás soy un diablo.

Estatua del Cacique Lambaré en el cerro del mismo nombre.
Estatua del Cacique Lambaré en el cerro del mismo nombre.

Veamos si mi lado diabólico aparece en una breve consideración del primer libro de historia que se refiere a Paraguay. Irónicamente titulado La Argentina, se terminó en 1612, aunque se publicó en Buenos Aires recién en 1835 con el título Anales del descubrimiento, población y conquista de las Provincias del Río de la Plata. Su autor, Ruy Díaz de Guzmán, nació en Asunción hacia 1560 y murió en su ciudad natal en 1629. Como el escritor mexicano Fernando de Alva Cortés Ixtlilxochitl, era hijo de madre mestiza y padre español, y bilingüe, en su caso, en guaraní y español. Ahí termina el parecido, pues Díaz de Guzmán fue el primer cronista de las provincias de Paraguay y La Plata. Aunque producto de una segunda generación de mezcla racial, se describió a sí mismo como un defensor incondicional de la consolidación española en América del Sur. La Argentina es la primera crónica importante compuesta por un pacificador, y no un conquistador de indios, porque las propias acciones de Díaz de Guzmán como soldado de la Corona solo mejoraron el asentamiento español en áreas donde el momento inicial del descubrimiento había pasado hacía mucho tiempo.

Aunque no era un erudito, y ni siquiera un letrado, Díaz tenía una aguda conciencia de la historia, la tradición y la autoría derivada de su propio sentido de su lugar. De hecho, tanto como la historia del descubrimiento de las provincias del Plata, La Argentina presenta una celebración de su linaje que intenta situar al autor directamente entre los españoles más antiguos. Compárese este objetivo con el del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616) en Perú, que tenía formación jurídica y en sus Comentarios de 1609 usó habitualmente un lenguaje de notario para intentar restaurar el buen nombre de su padre y defender la nobleza de su madre como nieta del Inca: para sostener, en suma, su legitimidad por ambos lados. No fue el único cronista que empleó la retórica legal para defender sus intereses. En Nueva España, Bernal Díaz del Castillo exalta la destreza militar de los conquistadores de México para legitimar su demanda de una encomienda mayor y más digna de sus heroicas hazañas. Incluso los autores mayas de los Libros de Chilam Balaam narraron su historia en un esfuerzo transparente por recuperar tierras perdidas.

Díaz de Guzmán no estuvo, pues, solo en la construcción de un relato interesado de los hechos históricos que conforman su monumental obra. Su padre era miembro de una ilustre familia cuya presencia aún se reconoce en Paraguay. Su abuelo materno, Domingo de Irala, fue gobernador de Paraguay y uno de los principales fundadores de Buenos Aires a mediados del siglo XVI. Que su madre era mestiza, hija de una de las amantes indias del gobernador, no se menciona en La Argentina, y esa omisión llama la atención del lector. Quizás Díaz de Guzmán se avergonzaba de ello. Lo más probable es que lo considerara irrelevante para su proyecto de establecer una genealogía noble contando los hechos pasados de su familia paterna con información extraída de testimonios orales y de su propia experiencia como testigo ocular.

No debemos perder de vista el carácter legal de esta historia, a menudo minimizado por los estudiosos que desean enfatizar el valor de un relato fundamental, aunque a menudo erróneo, y por los enfoques literarios centrados en los aspectos novelescos de varias «historias» independientes intercaladas en el libro. Díaz de Guzmán escribió La Argentina en cinco años, mientras residía en Charcas, cerca de la sede de la audiencia colonial que tenía jurisdicción sobre Paraguay y Buenos Aires. Su presencia allí obedecía a una serie de peleas legales que sostuvo con varios gobernadores sucesivos, sobre todo con Hernando Arias de Saavedra. Estas dificultades, típicas de la época, obedecían a los reclamos de Díaz de Guzmán de tierras en Paraguay y del trabajo indígena necesario para trabajarlas (a través de la institución de la encomienda) como recompensa por las acciones militares contra los indígenas llevadas a cabo en nombre del Rey.

Los gobernadores de Paraguay, deseosos de limitar el poder de los encomenderos como clase, lo acosaron de diversas formas. Díaz de Guzmán buscó justicia a través de su correspondencia directa con el Rey. Al no encontrarla, sintió la necesidad de escribir otro capítulo en su historia de las provincias del Plata. La Argentina no respondió al deseo de salvar la historia paraguaya del olvido ni de proporcionar un entretenimiento agradable a las generaciones futuras (a pesar de mis esfuerzos por verla a veces de esa manera). Tenía un objetivo más estrecho. Díaz de Guzmán se la dedicó al duque de Medina-Sidonia, pariente del clan Guzmán, y subrayó constantemente en su narrativa las valientes hazañas de sus antepasados.

La Argentina, en otras palabras, buscó establecer su condición de conquistador a pesar de que solo había seguido los pasos de quienes le precedieron sin abrir nuevos caminos a través de los bosques paraguayos. La Argentina tal vez debería verse como un desafío a las políticas restrictivas de los burócratas coloniales, como exigencia de privilegio de un hombre que se identifica plenamente con el proyecto imperial de España. En lugar de celebrar aspectos del pasado indígena y situarse a medio camino entre dos linajes al modo de Garcilaso, Díaz de Guzmán privilegió a los españoles victoriosos y, por extensión, buscó relegar al olvido la memoria de Lambaré y de los viejos guerreros guaraníes.

Sin embargo, si algo demuestra el placer que brinda la lectura de La Argentina es que el valiente cacique Lambaré sigue vivo, sin importar lo que haya querido Díaz de Guzmán. Su historia respalda algunos de los aspectos más duros de la conquista de Paraguay, incluidos espectaculares derramamientos de sangre. Y tiene el efecto general en los lectores de hoy de animarlos a reconsiderar la conquista desde un punto de vista indio.

Por eso leo libros de historia. No solo ofrecen nueva información, sino que nos animan a releer la información antigua de nuevas maneras. ¿Podrían las lecturas de Juan O’Leary ayudarnos a entender a Francisco Solano López como algo más que un héroe máximo? ¿Podría una lectura del liberalismo clásico –el ensayo de Cecilio Báez sobre la tiranía, por ejemplo– ayudarnos a entender los fracasos de la democracia paraguaya en nuestro tiempo? En un nivel importante, la historia puede ser un compendio de asesinatos y sangre, pero su estudio nos sigue enseñando a todos. Por eso sigo leyendo e investigando y mantengo mi interés centrado en Paraguay: porque sigue retribuyendo mi esfuerzo.

*Profesor Emérito, Universidad de Georgia

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