La Peste Escarlata, de Jack London

En una novela publicada en 1912, Jack London imaginó un futuro en el que la peste recorre el mundo a velocidad vertiginosa y sin antídoto capaz de detenerla.

Ilustración de Luis Scafati (Mendoza, 1947) para “La peste escarlata.”
Ilustración de Luis Scafati (Mendoza, 1947) para “La peste escarlata.”gentileza

Cargando...

Jack London, seudónimo de John Griffith Chaney, nacido en San Francisco, California, el 12 de enero de 1876, es uno de los escritores estadounidenses más prolíficos. Todas sus obras describen con precisa y agresiva prosa personajes de características disímiles, en situaciones sociales, culturales y económicas a veces opuestas. La acción en sus novelas es asombrosamente atrapante, casi siempre en incómodos escenarios, ya sea en el crudo frío de Alaska, en la recóndita Polinesia, en las apretadas celdas carcelarias o en las peligrosas calles del submundo londinense.

Las historias de London, muchas de «crítica social», por su carácter realista hacen sentir al lector al límite de las posibilidades de la condición humana. Sus «aventuras», género literario muy poco trabajado por nuestros escritores nacionales, no son simples ficciones, sino narraciones de vivencias experimentadas en carne propia por el autor, resultados de duras experiencias en donde impera el instinto de salvar el pellejo frente a la naturaleza, la pobreza, los peligros en forma de gente perversa o animales salvajes.

Si bien sus obras más populares en nuestro medio son La llamada de la selva (1903) y Colmillo blanco (1906), novelas donde cuenta magistralmente las historias de dos tipos de perros regresados a su condición congénita, la aparición del covid 19 desempolvó, después de 110 años de silencio, una de sus más inquietantes novelas de anticipación, The Scarlet Plague.

La peste escarlata fue una alegórica advertencia para un futuro lejano, pero con la actual pandemia de coronavirus se volvió una posibilidad inminente, que nos comunica que, en cualquier momento, como el diluvio bíblico, puede llover sobre el planeta una plaga hambrienta de vidas para castigar a la humanidad por sus desmesuradas ambiciones materiales…

Para el virus de la ficción, publicada en 1912, no hay vacuna o antídotos conocidos; en cuestión de días se expande por todo el planeta provocando un alocado éxodo de las ciudades, devastadas por el pillaje, los incendios y la violencia. El relato postapocalíptico de los acontecimientos se sitúa en el 2073, sesenta años después de la aparición de la mortal plaga. Un anciano y haraposo exprofesor de Literatura de la Universidad de California llamado James H. Smith, sentado en la arena de una playa desierta, narra a sus tres nietos, arropados con pieles de animales, los pormenores de la pandemia que seis décadas antes destruyó a casi toda la humanidad.

En ese mundo despoblado y primitivo solo un puñado de hombres sobrevive y han vuelto a reinar los animales y las tribus con sus instintos brutales. Ya no hay clases dominantes, ni ricos ni pobres; el anciano Smith intenta inútilmente transmitir los conocimientos humanos, la tecnología, la comida de calidad a los jóvenes. Pero no consigue su objetivo, pues estos muchachos solo saben contar hasta diez y desconocen los alfabetos, la electricidad, los gérmenes… Todo lo que dice les suena a palabrerío de viejo delirante. Después de 60 años, el mundo ha cambiado, nada queda de la «civilización» que le tocó vivir al profesor.

«...En las calles yacían los cadáveres sin enterrar –cuenta el anciano profesor Smith a los jóvenes–. Todos los ferrocarriles y buques que transportaban víveres y otras mercancías habían cesado en su tráfico, y los pobres, hambrientos, saqueaban en tropel los depósitos y almacenes. El asesinato, el robo y la embriaguez aumentaban por todas partes. La gente había huido en bandadas de las ciudades; primero los ricos, en sus automóviles y dirigibles, y después la gran masa del pueblo, a pie, llevando con ellos la Peste, muriendo de hambre y saqueando las granjas, los pueblos y las aldeas que encontraban al paso.

El hombre que transmitía estas noticias por la radio estaba solo con su aparato en la azotea de un elevado edificio. Calculaba que la gente que permanecía en la ciudad sólo ascendería a unos centenares de miles; muchos habían enloquecido a causa del miedo y la embriaguez, y por todas partes se levantaban grandes incendios. Era un héroe este hombre que no abandonaba su puesto a pesar del peligro: tal vez algún periodista ignorado.

Decía que durante las últimas veinticuatro horas no habían llegado aeronaves trasatlánticas, ni mensajes de Inglaterra. Sin embargo, comunicó que, en Alemania, un bacteriólogo llamado Hoffmeyer había descubierto el suero contra la Peste. Esta fue la última noticia que los americanos recibimos de Europa. Si Hoffmeyer había descubierto aquel suero, era ya demasiado tarde para nosotros. Únicamente podíamos deducir que en Europa ocurría lo mismo que en América y que, en el mejor de los casos, muy pocos podrían salvarse de la Peste Escarlata en aquel continente.

Aún siguieron llegando durante otro día noticias de Nueva York. Después, también cesaron. El hombre que las enviaba, o bien había muerto a consecuencia de la Peste, o consumido por los grandes incendios que, según había dicho, ardían a su alrededor. Lo mismo que había ocurrido en Nueva York pasaba en San Francisco, Oakland, Berkeley. Moría la gente con tal rapidez que los cadáveres, no pudiendo ser recogidos, yacían por todas partes. Imaginad, hijos míos, a la muchedumbre, más apiñada que los salmones que visteis en el río Sacramento, saliendo a millones de las ciudades hacia el campo, loca, intentando en vano escapar de la muerte que por todas partes acechaba. Ya veis, llevaban los gérmenes en ellos, y hasta las aeronaves de los ricos, huyendo a las montañas y desiertos, llevaban consigo la enfermedad.

Centenares de estas aeronaves huyeron a Hawái; y no sólo llevaron con ellas la Peste, sino que la hallaron allí, habiéndoles tomado la delantera. Esto lo supimos por las noticias, hasta que desapareció toda comunicación.

Hace sesenta años que aquel mundo cesó para mí. Bien sé que debe haber lugares como Nueva York, Europa, Asia y África, pero no he vuelto a saber de ellos. Con la aparición de la Peste Escarlata, la gente quedó aislada irremisiblemente. Siglos de cultura y civilización desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, se desvanecieron como la espuma».

Con La peste escarlata, Jack London nos enseña la fragilidad de nuestra civilización, y que con cualquier evento que haga desaparecer al pequeño grupo de técnicos o científicos que proveen los conocimientos, la humanidad entera puede volver a la edad de piedra, pues la absoluta mayoría somos simples consumidores pasivos. En el relato, el prestigioso profesor de la Universidad no sabe elaborar un jabón para bañarse; asimismo, la mayoría de nosotros somos incapaces de entender cómo se fabrican las cosas más simples que facilitan nuestro vivir cotidiano.

La vida en la Tierra, ya dijimos, es frágil. Básicamente, depende del oxígeno, el calor, el agua y su combinación específica en cada área geográfica del planeta; la vegetación, los animales, la vida de cada lugar es el resultado de dichas combinaciones. Un pequeño desequilibrio en esos elementos puede crear condiciones fatales para el hombre. Y aquí cabe una pregunta: ¿estamos haciendo lo correcto para mantener ese equilibrio? Sabemos que no.

El camino de la evolución desde los primates hasta el hombre moderno comenzó hace unos cinco millones de años, y en ese proceso miles de civilizaciones han sucumbido. La nuestra, si ocurre, no será la primera ni la última. London pinta ese cuadro en la novela: «El anciano meneó tristemente la cabeza y, hablándose a sí mismo, dijo: volverá a empezar la misma historia. Los hombres se multiplicarán, y luego lucharán unos contra otros. Cuando hayan redescubierto la pólvora, se matarán a miles, y luego a millones. Y así, por medio del fuego y de la sangre, se formará una nueva civilización». Habla de un eterno ascenso y descenso, pero ¿hasta cuándo? La tierra está cansada.

***

Nota: El 22 de noviembre de 1916, Jack London falleció en circunstancias nunca del todo esclarecidas –algunos autores sostienen que fue un suicidio–, dejando al mundo un legado de más de cincuenta libros de gran trascendencia y unas doce mil imágenes fotográficas de enorme valor testimonial. Tenía apenas 40 años de edad.

catalobogado@gmail.com

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...