Obedientes y borregos

Todos conocemos a alguien que no se vacuna y que además cree que quienes decidimos vacunarnos lo hacemos solamente porque ignoramos los riesgos.

Obedientes y borregos
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Como decía Foucault en 1974 sobre los antimédicos (1), no necesitamos a los antivacunas para saber que la medicina mata. Siempre mató. La medicina moderna nos ha hecho entrar en una historia arriesgada, de probabilidades y apuestas. El descubrimiento de la anestesia general en los años 1844-1847 permitió practicar todo tipo de operaciones quirúrgicas, pero precedió en varias décadas a la introducción de la asepsia, de modo que, durante la guerra de 1870, los heridos que Guerin operó murieron todos, menos uno. La medicina siempre estuvo impulsada por el combustible de sus propios fracasos, y no tiene ningún gran logro por el que no se haya pagado un alto precio.

Siendo esto bien sabido, todos conocemos, sin embargo, a alguien que no solo no se vacuna sino que imagina que quienes decidimos vacunarnos lo hacemos porque ignoramos los riesgos. Tal prejuicio es erróneo: no creo hablar solo por mí si digo que me vacuno a sabiendas de los riesgos y por el bien común, del mismo modo en que llevamos tapabocas, ante todo, para proteger a los demás.

En la conferencia de 1974 antes citada, Foucault postula que la medicina despegó cuando, en el siglo XVIII, dejó de centrarse en las enfermedades y pasó a intervenir en la sociedad (agua potable, vivienda, vacunas…). Quizá esta intervención médica autoritaria en la vida individual y colectiva pueda explicar otro prejuicio de los antivacunas: que quien se vacuna lo hace por «obediente», por «borrego», por «la presión social». De lo cual, naturalmente, infieren que quien no se vacuna es un héroe. Así, esta semana –y nadie tome mi repudio de los privilegios ante la ley por apología de una democracia burguesa cuya crítica implica necesariamente ese repudio– varios medios de prensa de todo el mundo han comparado con Espartaco y con Mohamed Alí a un multimillonario tenista antivacunas.

El gobierno del primer ministro Scott Morrison en Australia pasó de la estrategia «Covid cero» a la «convivencia con el virus» en noviembre; a partir de ese momento, se dispararon los contagios y el sistema de salud colapsó. Los hospitales suspendieron las cirugías no urgentes, saturados por un alud de internaciones con gran proporción de no vacunados (más del 20%). Morrison se desplomó en las encuestas. La permisividad en el ingreso del tenista no vacunado, violando el requisito de las dos dosis de vacunación, indignó a la gente: según los sondeos, más del 80% de la población estaba contra la permanencia del tenista en el país (aunque la mayor parte de la prensa en todo el mundo dio mucha más importancia y cobertura a las protestas de sus fans). El gobierno de Morrison, que tiene por delante las elecciones de mayo, que cedió a la presión capitalista al desmantelar el «Covid cero» y que, si volvía a hacerlo cediendo ante el tenista antivacunas y sus espónsores, perdería la poca autoridad política que pudiera quedarle, tuvo que cambiar de táctica y lo deportó.

Existe un legítimo rechazo del autoritarismo médico, incluyendo la vacunación obligatoria, característico en especial del siglo XIX, cuando las intervenciones en la vida urbana fueron con más sistematicidad sustentadas por el señalamiento de los pobres, y de sus viviendas y barrios, como focos de contagio e insalubridad por el hacinamiento y la poca higiene de sus condiciones de vida. En este tipo de casos, me atrevo a sospechar que las razones sanitarias esgrimidas para ejercer control sobre la población más pobre ocultan razones inconscientes que no son científicas, sino políticas, y que se teme a los focos de contagio por ser al mismo tiempo focos de insurrección. Pero estos justos motivos no se encuentran presentes entre quienes actualmente se niegan a vacunarse contra el covid-19. Y, por otra parte, hoy los más adinerados tienen más y mejor acceso a la salud que los pobres en un escenario global que parece ir recuperando cada vez más las abismales desigualdades frente a la enfermedad y la muerte que caracterizaron a la sociedad decimonónica (2).

El liberalismo en el fondo opone individuo y sociedad, entendiendo al individuo como una realidad ontológicamente anterior a la sociedad y autónoma respecto a ella, concebida a su vez como mera agregación de individuos. Bajo esa tensión entre el individuo y la sociedad, esconde la fundamental coexistencia de ambos, su mutua producción, dado que el individuo es un producto social (desde el lenguaje, palabras heredadas, al hablar con las cuales cada uno es hablado por otros, conditio sine qua non del pensamiento y de la constitución de lo más íntimo, la propia subjetividad humana) y que la sociedad es producto de cada individuo en su constante acción –o inacción–. Creyendo defender la libertad abstrayéndola de su compleja contextura para confinarla en el ámbito abstracto de lo privado, esta tradición de pensamiento (que domina todos los espacios de nuestra sociedad hasta hoy) le niega al individuo, así entendido, la consciencia de que lo público es enteramente suyo, su dominio propio (aunque con ello lo alivia, si bien ilusoriamente, de responsabilidades). No existe tal cosa como una sociedad anterior al individuo o un individuo anterior a la sociedad. La defensa de lo privado como campo de decisiones estrictamente individuales y ajenas a lo colectivo es una defensa incompleta. Restringe la libertad a este simplismo dicotómico que, aparentando preservarla, la mutila. Emborrachando a muchos con fáciles sucedáneos de rebeldía, les hurta la consciencia incómoda de que, sin el individuo y su permanente e integral consentimiento, ese entramado institucional que se presenta como independiente y ajeno no existiría en forma de poder exterior. Si todos los asalariados del planeta decidiéramos dejar de trabajar en las condiciones actuales, colapsarían las relaciones (engañosamente percibidas, dentro de este marco, como libres) que nos sujetan, y todo lo que sostienen. Si todos los habitantes del planeta decidiéramos vacunarnos, o no hacerlo, las consecuencias serían igualmente radicales. Si todos decidiéramos dejar de consumir determinada marca o producto, el impacto sería incalculable, aunque tal abstención durara un solo día. Etcétera. Si en verdad te preocupa no ser un borrego obediente que permite que, desde las instituciones estatales (los gobiernos con sus políticas sanitarias) y privadas (las grandes farmacéuticas con sus intereses egoístas), se te impongan una vacuna y un tapabocas en nombre del bien común, considera todo esto. La defensa de tu libertad privada contra el consenso del entorno en un momento de crisis sanitaria refuerza la distorsión del concepto de libertad operada por la dicotomía dualista de estirpe liberal que constituye el fundamento metafísico (individuo / sociedad) y político (privado / público) del sistema que crees desafiar. Si realmente quieres desafiarlo, en este momento concreto reclama vacunas para todos y el fin de las patentes, que aseguran la primacía del lucro privado sobre el bien común. Nadie debería jamás lucrar con una pandemia. La legalidad del lucro tolerado y aplaudido bajo el capitalismo traduce las oposiciones binarias de conceptos abstractos que son la base metafísica y política del modelo de producción económica y organización social imperante y que te hacen confundir el rechazo a las vacunas con un acto de insurrección. La noción de sociedad como mero agregado de individuos cuyos intereses privados el Estado cumple la función de defender con su aparato jurídico subyace a la libertad empresarial de enriquecerse aun de formas antisociales o, en última instancia, genocidas, y a la convicción de que tus decisiones valen más que el consenso: es una visión, por así decirlo, atomista. Es una visión parcial, si se quiere, o incompleta. Crees oponerte a lo que más se te asemeja. En esta oposición –ilusoria, filosóficamente hablando– entre individuo y sociedad descansa la defensa de tu derecho a decidir en el ámbito privado y no público (percibido este último como externo y ajeno), incluso por encima (lo admitas o no) del bien común, tanto como la defensa, delegada en el Estado y sus instituciones, del derecho a la propiedad privada (percibido, en este marco conceptual, como un derecho natural) y al lucro privado (no visto como lo que es realmente, asunto público y hecho social) –por ejemplo, el de las grandes farmacéuticas que intentas convencerte de que desafías–. La política, como todo, es, en lo profundo, pura metafísica.

Y juego de distorsiones metafísicas por las que se acepta y aun se celebra, por ejemplo, que existan amos y esclavos. Contra eso se levantó Espartaco. Ni amos, ni esclavos: ese es el principio que Espartaco encarna. No fue la suya una gesta egoísta. De modo quizá menos evidente o directo, por los intereses que estas distorsiones traducen se realizan y toleran intervenciones militares. Como aquella contra la cual se rebeló Mohamed Alí al negarse a ir a la guerra a disparar contra los vietnamitas («They never called me nigger», dijo entonces, en 1967). El lunes pasado, Mohamed Alí hubiera cumplido 80 años. Extraña comparación la de Mohamed Alí y el millonario antivacunas, dado que Alí no es precisamente recordado por mezquino –y si alguna vez habló de vacunas, fue para exhortar a los padres a vacunar a los niños antes de llevarlos a la escuela (3) –. Comparar con Mohamed Alí y con Espartaco a un tenista antivacunas fotografiado sin tapabocas (y con diagnóstico positivo de covid) en viajes y reuniones, poniendo por encima de la gente su «libertad» individual, puede ser un mero error, un viejo error que se remonta a los inicios de la modernidad y sus poderosas y duraderas nociones y teorías legitimadoras. Puede ser. Pero no todo error es inocente.

Notas

(1) Michel Foucault: «La crisis de la medicina o la crisis de la antimedicina», Educación Médica y Salud, 1976, pp. 152-170. Conferencia dictada en la Universidad Estatal de Río de Janeiro en octubre de 1974.

2) Sobre los efectos de la mercantilización de la salud en la desigualdad de acceso a las vacunas contra el covid-19, ver: Ronald León Núñez, «El apartheid de las vacunas», El Suplemento Cultural, 11/04/2021.

(3) «No Shots, No School» (1978): https://www.youtube.com/watch?v=J7t2IGwiSHw

montserrat.alvarez@abc.com.py

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