Carta de amor para Lezama Lima

Hoy es el aniversario de nacimiento del autor de la mayor novela cubana del siglo XX y, en palabras de Guillermo Cabrera Infante, «el más grande poeta que ha dado Cuba».

José Lezama Lima en 1969 en su casa de la calle Trocadero (foto: Iván Cañas).
José Lezama Lima en 1969 en su casa de la calle Trocadero (foto: Iván Cañas).GENTILEZA

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No es un escritor fácil el que hoy cumpliría años. Es un escritor raro, para raros. Nadie lo leyó ni lo leerá por moda, porque nunca estuvo de moda y es por definición la antítesis de toda idea de «moda». Aunque después de muerto empezaron los intentos de hacerlo encajar en el molde literario y político de la Revolución Cubana y del Boom latinoamericano, sin la anacrónica tensión entre el loco abracadabra del pecado y el paradiso –excusen el juego de palabras– perdido del mundo irrecuperable que cantó crípticamente –sin su catolicismo, en suma, impresentable para públicos progresistas–, de su vitalidad, a un tiempo filosófica y poética, no quedaría nada.

Por efecto oblicuo de las protestas contra una misógina columna recientemente publicada por un periodista al que, años atrás, Cabrera Infante señaló como pretendido «Eckermann» de nuestro autor (para conocer el caso, ver: https://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/cultural/2021/12/05/piezas-en-el-tablero), su sombra ha flotado en el aire estos días hasta que una lista de efemérides nos sorprendió de pronto.

Existe un libro publicado hace medio siglo que llegó a la biblioteca de mi abuelo; se llama En los extramuros del mundo, y su autor es Enrique Verástegui (1950-2018). En él leí, de niña, por vez primera el nombre de Lezama. «Llevo un sol en mis bolsillos», empezaba un poema, verso ambiguo –que designa a la vez la moneda y el astro– por el cual adiviné que hablaría de un viaje a través de las tinieblas con la oculta luz del fuego en los bolsillos, es decir, que hablaría de la noche:

«…soy el ocioso el paria el que llega tarde en la noche

y corro por estas calles de Lima

buscando recordando a Vivian

cayéndome en pedazos consumido por mí mismo y tú no hacías nada por mí, viejo Lezama, estás ya viejo, pero te guío por estos sitios…»

Por alguna razón –creo que el ritmo– entendí que, además de la noche, el poeta hablaba con Lezama del Infierno mientras lo recorrían, como Dante con Virgilio, solo que aquí el guía («te guío por estos sitios») era el discípulo:

«…y mira acá esta foto: es Jericó devastada por el mal uso de los sebos, por la droga, las flores de plástico

y sal un poco de tus páginas, de esos aires, Lezama, sé que el asma es tu paraíso…»

Nada sabía de la asfixia de Lezama ni de su Paradiso en mi ignorante infancia; supuse, por su silencio en ese poema –titulado (en mi caso, con extraño acierto) Primer encuentro con Lezama–, que era un fantasma. Suposición errónea, descubrí años después, ya que cuando fue escrito Lezama estaba vivo, y cruzaba Lima bajo forma embrujada, sí, pero no la del fantasma, sino la del talismán: un libro de Lezama que era también Lezama.

Bien pudo Lezama, conjurado por esos versos, haber visitado en sueños la noche de Lima mientras dormía en La Habana, en su casa de la calle Trocadero, donde «oficiaba como un mago, como un extraño sacerdote», recuerda Reinaldo Arenas: conversaba –dice– y el que lo escuchaba quedaba transformado. Quizá viajero en sueños, Lezama Lima fue, a su vez, soñado: Arenas, que sabía del poder de los sueños («Siempre fui a la cama como quien se prepara para un largo viaje», escribe en sus memorias), cuenta que a veces…

«… soñaba con Lezama, que estaba en una especie de reunión en un inmenso salón; se oía una música lejana y Lezama sacaba un enorme reloj de bolsillo; frente a él estaba su esposa, María Luisa; yo era un niño y me acercaba a él; abría sus piernas y me recibía sonriendo y le decía a María Luisa: “Mira, qué bien está, qué bien está”. Ya para entonces él había muerto».

Primeras páginas de “La fijeza” (1949), de José Lezama Lima.
Primeras páginas de “La fijeza” (1949), de José Lezama Lima.

Lezama, onírico símbolo de bondad en el inconsciente nostálgico de Arenas, murió poco después de que este lo visitara al salir de la cárcel, aunque en esa ocasión, en la antigua casa de la calle Trocadero, no hablaron de cárceles, sino de literatura, y cuando se despidieron a medianoche lo último que Lezama le dijo a su amigo fue: «Recuerda que la única salvación que tenemos es por la palabra; escribe». Pasados unos días, Arenas leyó «una pequeña nota que, entre varias noticias insignificantes, anunciaba en términos muy breves esta noticia: “Efectuado el sepelio de José Lezama Lima”. No anunciaron su muerte», dice amargamente Arenas, «sino su sepelio», para evitar que sus admiradores se reunieran en la funeraria.

Con Virgilio comparé a Lezama por su presencia en el poema de Verástegui, pero Virgilio aparece esbelto en sus retratos, mientras que Lezama era un coloso, dueño de un vozarrón casi tan grueso como él (unas pocas grabaciones de Lezama leyendo sus poemas se pueden encontrar en YouTube). Con Chesterton lo comparó, certero, Cabrera Infante: «gordo como Chesterton, católico como Chesterton, ambos autores de alegorías». Yo sumaría a Oscar Wilde, par de Lezama en corpulencia, en obstinada dignidad, en destino –cárcel, encierro–, que, como él, pagó con la marginación su valentía. Pues qué si no la valentía pudo guiar la escritura de los francamente homoeróticos capítulos de Paradiso, que Lezama publicó en plena persecución masiva de homosexuales.

Los tres, Chesterton, Wilde y Lezama, comparten también la alegría –la risa de Lezama era capaz de animar a un cadáver–, el elemental goce de vivir, que no niega sino que completa el verdadero sentido de lo trágico. Comparten desmesura y misticismo, cierto fenómeno de embriaguez y exceso de la carne y la palabra. Paradiso, novela oscura y pura, caliente y valiente, no remite a Dante, «sino a Milton y al Paraíso perdido», acierta, una vez más, Cabrera Infante: «Ese paraíso es la Cuba que se fue».

José Lezama Lima en la ventana que daba a la calle Campanario.
José Lezama Lima en la ventana que daba a la calle Campanario.

Son las amadas ruinas de La Habana Vieja, crepúsculo de un mundo en decadencia, como la otrora bella casa de la calle Trocadero, refugio –cuenta Alberto Lauro– «del acoso de las autoridades y de quienes le enviaban anónimos y le llamaban por teléfono a altas horas de la noche para amenazarlo, insultarlo, darle noticias de falsas muertes de personas queridas», donde Lezama terminó sitiado, donde «incluso de día tenía que tener las luces encendidas porque nunca daba el sol», que «en diciembre era una nevera y en agosto un infierno», en la que, «poco a poco, el suelo de la sala se hundía, y el del baño, también».

Donde vivió con María Luisa, a quien la madre de Lezama, moribunda, le rogó que tomara por esposa –y que Arenas cuenta que amó a Lezama profundamente aunque nunca tuvieron relaciones sexuales, que «salía con una vieja cartera de nylon blanco a hacer colas por toda La Habana para conseguirle algo de comer a Lezama», que pasaba en limpio sus obras, que «insultaba a los funcionarios que iban a pedirle informes a Lezama» y que cada noche, a las nueve, preparaba el té («se las arreglaba para conseguirlo, no se sabe dónde»)–. Casa que, prosigue Arenas, «era el fin de una época, de un estilo de vida, de una manera de ver la realidad y superarla mediante la creación artística».

Lezama fue un maldito por su lealtad al arte por encima de toda circunstancia, fue maldito por revolucionario en el sentido real de la palabra, porque serlo no es corear consignas en rebaño, sino labor profunda y peligrosa. Maldito por homosexual y por católico, lo fue ante todo por esa lealtad, es decir, por su valor, valor al publicar Paradiso –que Castro prohibió reimprimir–, valor al defender, ante un comité de expulsión de la Unión de Escritores, al intelectual negro Walterio Carbonell –«con quien no le unía ningún nexo personal, literario o político (Carbonell era un viejo comunista, expulsado del Partido por marxista)», testimonia Cabrera Infante–, valor al llevar siempre saliendo del bolsillo una cruz que «en aquel centro de propaganda comunista», afirma Arenas (habla de la Unión de Escritores), «era indiscutiblemente una provocación».

Cuando en 1968 presidía el jurado de la Unión de Escritores del premio de poesía Julián del Casal, Lezama Lima no cedió a las presiones para negárselo al poemario Fuera del juego, de Heberto Padilla –que, entonces crítico del régimen, ya no era grato al gobierno (y que había escrito un atroz ataque contra Lezama en Lunes de Revolución)–, y se negó a firmar la carta de censura. Y cuando Padilla, obligado a hacer su «confesión espontánea» en 1971, delató, entre otros, a Lezama, y todos fueron conminados a presentarse y justificarse, en el salón de la Unión de Escritores hubo una ausencia notable: con su terca dignidad, Lezama no asistió. Él, que no en vano cantó al seguro paso del mulo en el abismo, no se prestó a la farsa. «Paso es el paso del mulo en el abismo».

Sí estuvo en la reunión de los escritores con Fidel Castro –que dijo entonces eso de con la Revolución todo y contra la Revolución nada (los jerarcas del partido en el poder decidirían dónde estaba el con, y dónde el contra)– en la Biblioteca Nacional tras la censura del corto PM, de Jiménez Leal y Sabá Cabrera.

Guillermo Cabrera Infante relatará «cómo la película fue no sólo prohibida sino condenada, cómo se decretó la desaparición de Lunes de Revolución y cómo los estalinistas se hicieron no solamente con el poder cultural sino con el poder total en Cuba». Y en aquella siniestra reunión intervino Lezama, «viejo católico y atacado atrozmente en Lunes. Si alguien tenía que sentir animadversión por el magazine», escribe Cabrera Infante (el magazine acusado de contrarrevolucionario era Lunes de Revolución), «era Lezama y aquél era el momento de aventar sus viejas quejas y unirse al carro, al corro. Pero Lezama se limitó a hablar de literatura, de la eternidad del arte y la permanencia de la cultura. Si hizo una referencia a Lunes fue para decir que era propio de la juventud cometer excesos, la juventud literaria cometía excesos literarios. Lezama era la personificación de la generosidad, en la literatura y en la vida, verboso tanto como generoso».

Portada de “La fijeza” (1949), de José Lezama Lima.
Portada de “La fijeza” (1949), de José Lezama Lima.

El prestigio internacional de su obra terminó volviendo conveniente para la maquinaria de propaganda del castrismo usar a Lezama, cuya vida y obra fueron póstumamente falseadas con ese fin. Pero Lezama vivió vigilado y acosado –un documento con epígrafe del general Raúl Castro, «El diversionismo ideológico, arma sutil que esgrimen los enemigos contra la Revolución», encontrado por el investigador Jorge Luis García Vázquez en los archivos berlineses de la Stasi (donde debió llegar por intercambios de servicios entre instituciones represivas afines), sobre ataques «contrarrevolucionarios» en el campo cultural que se las tendrían que ver con la Seguridad del Estado, el Partido Comunista y las organizaciones de masas, habla de los expedientes abiertos contra Padilla («Caso Iluso») y Lezama («Caso Órbita»)– y en condiciones cada vez más duras –lo dicen las cartas a su hermana pidiéndole medicamentos–. Así «murió de una crisis pulmonar en un hospital, en una sala anónima, sin ser reconocido», dejó escrito Guillermo Cabrera Infante, «el más grande poeta que ha dado Cuba».

«Paso es el paso del mulo en el abismo», afirma Lezama en un poema, y tercamente, como el mulo, insiste el verso hasta la obsesión, hasta el trance, ganando espesor abismático hasta que ya escuchamos en su percusión monótona el paso resignado y entrevemos, migaja y astro, sagrado y entrañable, al mismísimo mulo manso y cósmico, cargado con el peso del universo entero en sus alforjas, en su lomo, su «oscuro cuerpo hinchado / por el agua de los orígenes», y entonces ante Dios caemos de rodillas, quebrados por su grandeza de animal ciego, su inmerecida inmolación, única redención posible, mulo que siembra en el abismo para devolvernos las estrellas.

«Ya se acostumbra, colcha del mulo,

a estar clavado en lo oscuro sucesivo;

a caer sobre la tierra hinchado

de aguas nocturnas y pacientes lunas.

En los ojos del mulo, cajas de agua.

Aprieta Dios la faja del mulo

y lo hincha de plomo como premio.

Cuando el gamo bailarín pellizca el fuego

en el desfiladero prosigue el mulo

avanzando como las aguas impulsadas

por los ojos de los maniatados.

Paso es el paso del mulo en el abismo».

Un 19 de diciembre como hoy, en 1910, nació en La Habana José Lezama Lima, soñador que aparece en sueños, amante de lo sagrado y lo terreno, enamorado de la gracia efébica y las complejas armonías cósmicas, indeseable para la policía cultural de la «Revolución» por el oscuro y magnífico orfismo de sus versos y la libérrima profundidad de Paradiso, la más monumental novela cubana del siglo XX. Un hombre bueno, que jamás pudo publicar en su país otro libro, que jamás dio ni negó apoyo a un autor por oportunismo político, ni jamás hizo propaganda al régimen por miedo ni por conveniencia, ni escribió jamás una sola línea por obediencia ni por cobardía, temeridades todas que pagó con acoso y ostracismo hasta su muerte. Paso es el paso del mulo en el abismo.

Obras citadas

En orden de citación:

Montserrat Álvarez: «Piezas en el tablero», El Suplemento Cultural, 05/12/2021.

Enrique Verástegui: En los extramuros del mundo (Lima, Milla Batres, 1971).

Reinaldo Arenas: Antes que anochezca (Tusquets, 1996).

Guillermo Cabrera Infante: Vidas para leerlas (Alfaguara, 1998).

Alberto Lauro: «Trocadero 162 o Vivir en casa de Lezama Lima», Periódico de Poesía, Universidad Nacional Autónoma de México, año 10, n. 110, junio-julio 2018. En línea: http://www.archivopdp.unam.mx/index.php/50-espacios/espacios/673-013-espacios-trocadero-162-o-vivir-en-casa-de-lezama-lima

Para el documento sobre Lezama Lima en los archivos de la Stasi, ver: Fermín Gabor: La lengua suelta (Los Cuatro Vientos, 2020).

José Lezama Lima: «Rapsodia para el mulo», de su cuarto poemario, La fijeza (La Habana, Ediciones Orígenes, 1949).

montserrat.alvarez@abc.com.py

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