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Una fascinante capacidad de las palabras es poder hablar de sí mismas como de su propio objeto: puedo decir que llueve, o puedo decir que «llueve» tiene dos sílabas; en el segundo caso, el lenguaje está hablando acerca de sí mismo (por eso las comillas marcan en mi frase dos niveles del lenguaje, separando lo entrecomillado como objeto, o, mejor dicho, como lenguaje-objeto). En lógica (mi carrera inconclusa favorita), en el segundo caso hablamos de «metalenguaje».
Similarmente –no idénticamente–, un metaverso es un universo «acerca de» otro universo, al que toma por objeto y recrea, manipula o expande. De más está decir que el universo humano siempre fue y no puede ser otra cosa que un metaverso, que el nuestro es un ojo que piensa y no solo un ojo que «ve» y que nada de lo que percibimos es, sensu stricto, objeto sino, por así decirlo, objeto subjetivado, ni es puramente exterior sino también, y al mismo tiempo, interior, pero en el cine y la literatura de las últimas décadas el metaverso, con ese u otros nombres, es una pesadilla recurrente.
Sea el ciberespacio de William Gibson en Neuromancer (1984), sea el literalmente llamado metaverso de Neal Stephenson en Snow Crash (1992) –donde, como el autor ha tuiteado y la prensa internacional se ha encargado de repetirnos toda la semana, el término aparece por vez primera–, sean los siniestros paraísos artificiales de Matrix (1999), se trata siempre de desmontar una farsa en nombre del antiguo y legítimo temor a vivir en el engaño, temor de valientes que cabe remontar al Platón de la Politeia.
¿Acaso no es por cobardía que los usuarios, en Snow Crash, se evaden de una realidad dominada por corporaciones mafiosas huyendo a una ficción generada por computadora en sus visores y auriculares y donde se pueden crear espectáculos de luces gigantes o zonas fuera de las leyes del espacio-tiempo tridimensional? Incluso en Matrix, donde se mantiene a los humanos en su letargo para explotarlos como verdaderas plantaciones mientras, valga el juego de palabras, vegetan, la elección de despertar requiere valor.
Valor, justo lo contrario del llamado de Zuckerberg a la cobardía, de su invitación a dejar que todo siga su curso mientras olvidamos la pandemia farreando en entornos virtuales con los avatares de nuestros amigos y escapamos del duro hecho de los alquileres compartidos refugiándonos en el barrio cerrado de nuestra fantasía.
Porque ahora que Zuckerberg ha anunciado que reunirá Facebook, Instagram, WhatsApp y Oculus en un solo monstruo, llamado Meta por el metaverso, ahora que hay otras empresas –como Epic Games o Microsoft– listas para invertir también en el metaverso, ahora que es inevitable recordar, como Zizek cuando vio Matrix, el mito platónico de la caverna, es una burla soez que, con el mismo nombre acuñado en una de las citadas distopías, los avisos sobre las amenazas del capitalismo sean, una vez más, cooptados por el capitalismo para vendérnoslos en otro envase. Encima, un envase aburridísimo, de reuniones de trabajo con avatares de colegas y veladas digitales con avatares de amigos. Si la imaginación de Zuckerberg fuera un poco más pobre, estaría en un asilo estatal para menores sin techo.
Pero donde falta imaginación sobra astucia, porque en el paraíso panóptico del control total, al entrar a una oficina con libros de A y de B en el estante, los segundos de diferencia en las miradas dedicadas a un autor y otro podrán ser registrados e interpretados para clasificarnos y (por mencionar lo más inocente) ofrecernos anuncios acordes a nuestras íntimas, a veces inconscientes preferencias: tu vida ya es parte de un laboratorio de elaboración de perfiles para el mercado gracias a la minería de datos, pero ahora podrá cumplirse del modo más completo esta operación sobre la subjetividad que, etiquetando y formateando conforme a sus esquemáticos estándares, no solo diseña productos, sino también consumidores.
Mucha astucia, porque tras casi dos años de zooms y teletrabajo el mundo bien puede estar listo para una mezcla de realidad aumentada y espacios virtuales con avatares de ejecutivos y empleados interactuando desde casa en un nuevo nivel de explotación. Quizá con los años palabras como «realidad» y «simulacro» caigan en desuso y dejemos de recordar el origen y la naturaleza del nuevo entorno inmersivo e interactivo, porque cuando algo te rodea todo el tiempo, dejas de verlo. Eso sí: incluso aunque en el metaverso compartido en la nube, sumidos en el espejismo de una supuesta «economía inmaterial» hecha de «trabajo inteligente y creativo», la materia, con sus conflictos y exclusiones, su violencia y sus velados crímenes, llegara a ser olvidada, nunca desaparecerá.
Del asiento somático del alma habló Platón en su Politeia porque incluso un creyente en la superioridad ontológica del mundo inteligible como Platón sabía que lo inmaterial descansa en la materia como su soporte, al menos en este mundo, que, para todos los efectos, es el real, así que el autismo grupal del «mundo feliz» en línea no eliminará –salvo en la fantasía de sus usuarios– las relaciones de clase históricamente constituidas, sino que las articulará –ya lo está haciendo– de un modo aún más perverso en el «siguiente nivel» del capitalismo, nivel espectral que para media humanidad deja fuera de cuadro uno de los polos del viejo y persistente antagonismo capital / trabajo. Las ondas expansivas de la historia seguirán ahí afuera, creciendo, porque no hay Alexa sin infraestructura, no hay Siri sin hacinamiento y precarización en fábricas, no hay inteligencia artificial sin trabajo esclavo ni inmaterialidad sin mano de obra: todo eso seguirá allí aunque dejes de verlo, y que dejes de verlo lo hará más terriblemente real aún, y te hablo en segunda persona porque la mayoría del público de los suplementos culturales es, por desgracia, un público de clase media, esa clase eternamente embobada y presa en su burbuja de soma, para usar aquel neologismo acuñado por Huxley en su famoso libro de shakesperiano título que todos conocen y del que nadie aprende.