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Aunque al pensar en The Lizard King acude a la mente la visión eterna de un joven sensual y vigoroso como un felino con pantalón de cuero, Jim Morrison era demasiado inteligente como para no volverse el primer crítico del papel que su imagen desempeñaba en su poder performático y demasiado rebelde como para no profanar ese ídolo construido por él mismo y devenido objeto de consumo de masas para una poderosa industria. Fuera de toda pose de malditismo rockero para las cámaras, Jim Morrison sí bebía de verdad, en exceso; bebía, en todo caso, lo bastante como para, a la larga, engordar inexorablemente. Hay una entrevista que concede en noviembre de 1969 a Howard Smith, de The Village Voice. En cierto punto Smith observa: «Has engordado mucho. ¿Estás comiendo demasiado?». Y Morrison replica de inmediato: «Este asunto me fastidia de verdad. ¿Qué tiene de malo estar gordo? Quiero saberlo». Y mientras Smith recula presuroso en busca de la salida de emergencia, Morrison, cada vez más inspirado, sigue ametrallando. Dice que al engordar se sintió bien. Dice que se sintió como un tanque. Como un gran mamífero. Como una enorme bestia. «Me sentí bien. Me sentí como un verdadero tanque. Me sentí como un gran mamífero. Como una enorme bestia. Podría sacar del camino a cualquiera» (1), proclama al fin, antes de retar al esmirriado Smith a una pelea. De lucha libre. Y contra las expectativas del público, contra las exigencias del mundo y contra esa imagen que sabe que se ha ido levantando de manera lenta e inexorable en torno a él, el Rey Lagarto dispara que «la gordura es hermosa».
En 1969, todos los que conocían a Jim Morrison tenían claro que se estaba desintegrando. La bebida lo dominaba, su belleza juvenil había desaparecido y para la mayoría de cuantos lo rodeaban ya no era el fotogénico emblema de una época sino un borracho con el rostro hinchado por el sobrepeso. La vanidad había abandonado a Jim Morrison y el magnético atractivo carnal que él mismo se había encargado de explotar al comienzo no le importaba ya; para la industria, eso significaba obsolescencia: su fin era inminente.
La vida de Jim Morrison para entonces se había reducido a un confuso recorrido cotidiano que comenzaba cuando abría los ojos y terminaba cuando se caía en algún bar con la última botella de cerveza en la mano. Sus actuaciones al frente de The Doors eran ya parte de un suicidio público. Arrojaba cigarrillos encendidos a las grupis y les pedía sexo oral en una borrachera de veinticuatro horas que lo tenía todo el tiempo a punto de cruzar las fronteras de la locura.
Pero, contra lo que podría pensarse, lo que Jim Morrison llevaba dentro, ese núcleo secreto, origen de su esplendor y de su autodestrucción, ese poder real y palpitante como un órgano –ese misterio de Morrison que se confunde con el culto a la personalidad por el cual se lo suele repudiar aun hoy, cuando nos rodean rebaños de ególatras (a diferencia de Morrison, sin talento) que se aplauden mutuamente desde sus celulares y sus laptops– no solo no se había apagado, sino que había crecido. Había crecido hasta consumirlo, hasta destruirlo.
Morrison es también la materia prima de la que se crean las leyendas del rock. Una estrella irrepetible cuya belleza física y rica voz de barítono lo volvieron inalcanzable ideal para incontables imitadores hasta el presente. En esta película sin final feliz, interpretó el papel protagónico del rockstar con tanto brillo y tan peligrosa veracidad que era obvio que antes o después caería con estruendo. Cómo sobrevivir a tan deslumbrante y efímero debut; cómo se sobrevive uno a sí mismo. Hunter S. Thompson lo llamó Crazy Jim. Jim el Loco. «Hubo algunas noches», escribió el periodista gonzo, «en las que The Doors fue la mejor banda del mundo. Morrison lo entendió, y eso lo atormentó toda su vida».
Nacido en Melbourne, Florida, el 8 de diciembre de 1943, Morrison creció en los prósperos años cincuenta para rebelarse contra todo lo aprendido una década después, como miles de jóvenes de su generación. Pero no era uno más de esos miles. No solo porque se utilizó a sí mismo para encarnar un mito mucho más antiguo de lo que se cree; no solo porque fue un mago cuyo tenebroso truco era exponer su interior a los ojos del mundo, sino porque pagó el precio.
Con The Doors, Jim Morrison creó parte de lo mejor de la música pop de fines de la década de 1960. Una música que todavía asombra. Las canciones de sus primeros álbumes, The Doors y Strange Days, no son solo tópicos nihilistas ingeniosamente engarzados en música vibrante. Los Doors fraguaron una arrolladora amalgama de magia sexual y musical, pero el combustible de ese motor, una sustancia que ningún ser humano puede controlar, fue la ruina de un Morrison torturado por su propia criatura, que terminó desafiando a su público y ahogando en alcohol el hastío de ese ideal que lo traicionaba como una máscara que ya no pudiera arrancarse. Otros rockstar murieron antes y después de Jim Morrison, pero solo él huyó tan claramente de su propia trampa. Llevó demasiado lejos el truco de abrir y exponer su interior. Orinar en salones de restaurantes, vomitar en vestíbulos de hoteles, masturbarse sobre el escenario… Todos conocemos el camino que siguió Jim Morrison, ese camino del exceso que, según uno de sus poetas preferidos, William Blake, conduce al palacio de la sabiduría.
El exceso disuelve las cadenas que limitan la consciencia, el gesto dionisiaco desintegra el yo con todos sus venerables cánones y miserables máscaras. Pero bailar enajenado ante una multitud sin rostro y perder el propio rostro para mutar en anónima fuerza de la naturaleza tiene un precio, que pagas cuando el poder de la arcaica divinidad –Diónisos– te arrasa. Y entonces, frente al horror de la fusión con lo indistinto, solo te resta, vana defensa postrera, la obscena exaltación del propio cuerpo destruido y roto, último vestigio de tu diferencia, de tu individualidad.
De esa desgarrada y breve vida queda la huella imborrable de algo incómodo en medio del glamur y las luces del show, la marca trágica de un misterio primitivo, mucho más salvaje y poderoso que toda la gigantesca industria del espectáculo, incrustado para siempre en el corazón mismo de esa industria.
En esa huella incómoda, sagrada, vive la poesía.
Notas
(1) Audio de la entrevista concedida por Jim Morrison a Howard Smith el 6 de noviembre de 1969 en Los Ángeles (en inglés): https://www.youtube.com/watch?v=OiQnqA6zRkE.
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