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En un artículo publicado en la Revista Alcor N. 13 (1961), Josefina Plá refería que la poesía de Hérib era alimentada por dos vertientes no entrelazadas entre sí. La literatura de compromiso político y la de la dimensión agónica. En su único libro publicado en vida, Ceniza redimida, editado en Buenos Aires, 1950, por la Editorial Tupa, una de las editoriales fundadas por intelectuales paraguayos exiliados, que buscaban en su desesperación seguir estando presentes en el quehacer intelectual de la patria ausente, se hallan bien bifurcadas estas dos líneas.
En la línea de pensamiento según la cual no existe «arte inútil», sino profundamente comprometido con los avatares del pueblo, él es y asume totalmente ser parte del mismo. Así desfilarán en sus poemas estampas de las huellas de los hombres del pueblo como la del sembrador, la del hachero.
«Es el Hachero. Viene de selvas torrenciales,
Su alzada poderosa recorta una silueta
de aborigen, tallada sobre un friso de piedra.
El instinto certero de vientos y de lluvias
le da esa taciturna sabiduría de anciano
y aunque apenas levanta dos décadas de vida,
sus experiencias llevan una herencia de siglos».
Sus poemas más recientes, escritos entre 1947-1950, corresponden a sus primeros años de su exilio, después de la derrota de los insurgentes y el triunfo de las fuerzas retrógradas de la dictadura. El Paraguay estaba todavía transido por la viva brutalidad de la guerra civil reciente y las consecuencias posteriores de la misma, plena de violencia cotidiana, ejercida por las huestes vencedoras.
Ceniza redimida tiene un título de por sí ilustrativo. Busca unir la redención, que, a pesar de sus múltiples acepciones, todas, de alguna forma, se refieren a la liberación o a la salvación de la ceniza, que supone lo último que resta de la materia después de su quema.
Los poemas de la primera sección del libro están totalmente inmersos en esa dualidad de duelo y esperanza. El primer poema que abre el libro, «Un puñado de tierra», en que define «su estar en el mundo» derrotado, extrañado de su tierra, «sobre un acantilado de recuerdos». El recuerdo del proscripto, ceniza redimida, salvada de la hecatombe, tabla de salvación en esa total ausencia. El poeta necesita definirse en el objeto material de su recuerdo: la tierra. Un puñado de ella, que contenga la esencia misma de la patria ausente:
«…es el puñado de tierra que se echa sobre la tumba del proscrito; aquel que los emigrantes de antaño llevaban cosido en un lienzo sobre el pecho, para ser sobre su pecho espolvoreado en el momento de la definitiva entrega a la madre común. Un puñado de tierra, resumen y cifra de todos los muertos, borrados en el tiempo, bajo un mismo signo cenital, y cuyo porvenir es hoy nuestro pasado o nuestro presente» (J. Plá, 1961)
«Un puñado de tierra
de tu profunda latitud;
de tu nivel de soledad perenne».
Tierra que refleje su mismidad, de estar metida en el fondo del continente, sola en su propia soledad «cargada de sollozos germinales», sin costa marítima. Tierra construida por los “mancebos de la tierra”, mestizos de guaraníes y españoles, entornada por poderosos vecinos. Orgullosos de sí mismos y de su independencia, que hablaban su propia lengua, el guaraní, en permanente defensa de su heredad.
«Un puñado de tierra,
con el cariño simple de sus sales
y su desamparada dulzura de raíces.
Un puñado de tierra que lleve entre sus labios
la sonrisa y la sangre de tus muertos».
Un grito señala el aullido interno, que le nace de las tripas y se expresa en la garganta, como asumiendo toda la tragedia de su propia existencia muy lejos de esa tierra, con «noches de azahares» y demanda ante la ausencia. La orfandad en que vive es tapiada con la argamasa del recuerdo de la ausencia. Que esta se hace carne en la carne del proscripto que ya le es posible, ahora, reconocer…
«Por entre soledades invencibles,
o por ciegos caminos de música y trigales,
descubro que te extiendes largamente a mi lado,
con tu martirizada corona y con tu limpio
recuerdo de guaranias y naranjos».
El recuerdo es tangible porque es parte de la materialidad del expatriado. Él porta a la patria ausente en sí mismo. Se ha dado la conjunción, la memoria ha dejado de ser memoria sino es presencia, es parte vital de uno mismo:
«sumergido en tus llagas,
yo vigilo tu frente que muriendo, amanece.
Yo sé que estoy llevando tu Raíz y tu Suma
sobre la cordillera de mis hombros».
Al fin, el puñado de tierra, esencia de toda su tierra ausente, está recuperado. La ceniza está finalmente redimida y redime al propio poeta. Ya no «morirá de muerte amordazada» sino con un anhelo cumplido, con el puñado de tierra deseado sobre sus huesos.
«Un puñado de tierra:
Eso quise de Ti
y eso tengo de Ti».
Ceniza redimida añade la certeza de que la lucha por la libertad no está vencida, que los combatientes caídos emergerán de las cenizas para seguir vivificando la esperanza de mejores tiempos.
«Y en la hora y el día de un tiempo señalado
regresarán, cantando, y en la misma trinchera
dirán, frente a la misma bandera de mil años
¡Presente capitana de la gloria!
¡Aquí estamos de nuevo para cuidar tu rostro,
tu ciudadela intacta, tu imperio invulnerable,
Libertad!»
(«Regresarán un día».)
La guerra se hizo en nombre de la redención paraguaya y está derrotada. Pero también, en forma ambigua, la ceniza pudiera testimoniar lo que resta del sacrificio de ese pueblo como abono de otras jornadas en otro tiempo.
La dimensión agónica de su poética
Además de expresar en su poética la desolada dimensión de los avatares de su patria y de los hombres que la habitan, escarba su propia agonía como ser humano, producto quizás una infeliz infancia, en la que sus padres no le brindaban su compañía. La agonía también es parte esencial de su poesía.
Recurrentemente, su agonía se expresa ante inmensidades territoriales como frente al mar o ante la noche, como si fuera el receptáculo que le permitiera ser él mismo ante sí mismo, de manifestar su ser más íntimo, su dolor más profundo de ser humano, asumir la total angustia de la existencia como pena o castigo. Algunos ejemplos de su grito como liberación del sufrimiento que lleva por dentro:
«Navego en las sentinas de una noche de puertos;
Náufrago miserable, no supe donde anclar;
Rodando entre arrecifes, eligiendo agonías;
Voy hacia las tinieblas desde los aturdidos
Laberintos del mar»
(«Sueño de noche y mar».)
Bella manera de atosigar su angustia ante la inmensidad del dolor del que no logra escapar, ni logra un territorio de calma, sólo el grito de desesperación.
«Y he estado nueve noches bajo el abierto cielo,
arañando la tierra, para calmar la sangre,
y adelgazando el grito de mi voz encerrada;
mientras el viento amargo se llevó brizna a brizna
este perfil de sombras de mi cuerpo en tinieblas.
Y luego te he entregado, noche mía, la sangre
La sangre. Sí: la sangre. La sangre que solloza
por túneles azules su vida equivocada;
la sangre, que no quiere desintegrar su grito,
porque es el fundamento de la Flor y del Canto».
(«Elegía para la décima noche».)
Existe poca poética paraguaya que exprese con tanto ahínco la angustia, que en este caso es como cáncer devorador de la propia existencia del poeta. El dolor le impulsa a gritar en una dimensión poética de la más perfecta contextura que lo convierte en un poeta excepcional de nuestras letras.
Hérib Campos Cervera es una figura capital en la renovación y puesta al día en la literatura paraguaya del siglo XX. Hombre de su tiempo. Expresión neta de su filosofía de projimidad, ante los avatares de la vida, la suya y la de los demás. Murió en el exilio a los 48 años de edad.