El hartazgo de los pobres

El clientelismo es un objeto de estudio bastante más escurridizo de lo que se cree hasta hoy, dispara Montserrat Álvarez en este artículo.

El hartazgo de los pobres
Archivo, ABC Color

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Este mes hay protestas en Paraguay que no solo exigen la renuncia del actual presidente, sino que apuntan también a su partido, la ANR, que ha gobernado casi sin interrupción durante décadas. Se culpa, con acierto, a la corrupción propia de un Estado clientelar, como el del Partido Colorado, por el devastador impacto de la pandemia en la economía y el sistema de salud del país, hoy al borde del colapso.

El clientelismo es parte de una serie de relaciones sociales universales y antiguas que hasta no hace mucho se admitían abiertamente en países de la Europa del Mediterráneo, como España, donde, sobre todo en el mundo rural, la gratitud ha legitimado tradicionalmente la desigualdad: «No muerdas la mano que te da de comer». Las relaciones clientelares no son cosa pasada: otorgar favores y comprar lealtades permite a los poderosos acumular más poder y, por bonita que suene en teoría, nuestra definición de la democracia olvida que, en la práctica, en nuestras sociedades formalmente democráticas, no todos tienen lo necesario para vivir, así que el viejo clientelismo de los señores ha dado paso en ellas al moderno clientelismo de los partidos políticos en el gobierno (con retribuciones por adhesión o afiliación a estos que suponen habitualmente el uso de recursos públicos).

El clientelismo es un fenómeno universal y antiguo, y yo diría (como se verá más adelante) que también es un objeto de estudio bastante más escurridizo de lo que se cree hasta hoy; sin embargo, al clientelismo paraguayo todos le ponen sin titubear fecha de nacimiento. Así, la historiadora Milda Rivarola señala que «no cualquier aparato de Estado puede entablar relaciones de patrón-clientela con los ciudadanos», reserva esta capacidad para el Estado patrimonialista (en términos de Weber), cita algunos historiadores que definen como patrimonialista el Estado de Francia y de los López, un «Estado patrón, arbitrario, dueño y señor de vidas y haciendas», y explica que el orden liberal vigente desde la posguerra de la Triple Alianza hasta la del Chaco impuso límites al patrimonialismo estatal pero que «desde la década del 40, con el estatismo y personalismo de regímenes nacionalistas (militares o colorados), resurgió bajo nuevas formas, llegando a su máxima expresión durante el tercio de siglo stronista» (1). Por su parte, algunos partidos autodenominados de «izquierda» (va entre comillas esa «izquierda» por nacionalista y, valga la redundancia, burguesa) caen en la grosera bravata protofascista y el viejo culto a la Patria (con P mayúscula) y sus caudillos: «Hay que ser claros al identificar a la ANR como un partido traidor a la Patria desde su origen, desde la época del Gral. Bernardino Caballero (traidor a la Patria y a López), instalando prácticas de saqueo del Estado» (2). Ambos relatos, pues, atribuyen al clientelismo paraguayo un origen –las décadas del estronismo–, un método –«cooptación del aparato del Estado» (M. R.), «instalación de prácticas de saqueo del Estado» (FC)– y un culpable –la ANR–. Pese a sus innegables aportes, el primer relato presenta el clientelismo y el manejo privado de lo público –son, escribe Rivarola, prácticas «excepcionales en sistemas democráticos» (3)como anomalías impropias de las modernas democracias liberales burguesas, lo cual nos parece un error. El segundo relato no merece más comentarios. Tomamos estos dos ejemplos para ilustrar el hecho de que prácticamente todos los sectores de la sociedad local (excepto los colorados, cabe suponer) coinciden en acotar el alcance de las relaciones clientelares al ámbito estatal y las prácticas políticas de la ANR o, a lo sumo, de los dos grandes partidos tradicionales del país (la ANR y el PLRA).

Estos relatos… o, mejor, este relato (es uno, con variantes) dominante omite mucho más de lo que admite y calla mucho más de lo que dice, por las mismas razones por las cuales las actuales protestas contra el gobierno –absolutamente justificadas y plausibles, por cierto– no son tan «revolucionarias» como el grueso de la prensa («mainstream» e «independiente» por igual –as usual–) sostiene. Hace años, en casa de mis padres trabajaba una joven cuyo cónyuge la maltrataba y la amenazaba con despojarla de su único bien, un terrenito. La joven se afilió a la ANR y el apoyo de la seccional de su barrio se materializó rápidamente en un par de matones que disuadieron a su esposo de proseguir con sus abusos. Su lealtad al partido es absoluta hasta hoy.

Estas relaciones existen desde la Antigüedad en todas las sociedades, pero en la sociedad paraguaya nada las contrarresta, y, contra la versión acotada del relato dominante, lo rigen todo, desde la economía hasta la academia, pasando por el campo intelectual y las áreas profesionales más cotizadas. Solo que en el campo intelectual, por ejemplo, no hay pobres forzados a afiliarse por falta de protección jurídica, como la joven que conocí, sino medianías que medran gracias a un sistema que favorece la lealtad (la afiliación) sobre el mérito. No colorados con carnet, sino, por decirlo con metáfora pandémica, colorados asintomáticos. La ANR integra un sistema del que participan por igual los colorados y sus detractores. En cada campo, la correspondiente seccional reparte visibilidad y favores, y al que no se afilia, nada le toca. La base material de los repartos varía según la seccional: cargos en universidades para académicos, premios para artistas, becas para periodistas, contratos con licitaciones amañadas para empresarios, publicaciones en importantes libros o revistas de otros países para escritores o intelectuales, relaciones internacionales con figuras de peso en cada área... La mafia instala en el público la firme creencia en el mérito de sus favorecidos a tal punto que, en Paraguay, si no te afilias a ninguna seccional, tu vida es una novela de Pynchon: todos parecen conectados por una conjura tácita que solo te excluye a ti. Una sociología de estas estructuras de poder –grupos no constituidos formalmente como partidos pero que funcionan corporativamente y cuyos miembros no tienen carnet pero obedecen códigos no escritos de respaldos mutuos– sería difícil porque sus integrantes no solo niegan su parte en ellas, sino la existencia misma de tales estructuras. No es que un partido genere seccionales: es que, en nuestra sociedad, el poder genera mafias. Las mafias, las seccionales, pueden asumirse de derechas o proclamarse de izquierdas, pero todas, coloradas o no, legitiman la desigualdad de la que nacen con el eufemismo de los lazos afectivos o identitarios, todas la perpetúan con el pretexto de la comunidad de intereses o ideales: todas representan, en suma, los intereses de las élites dominantes. Pueden impostar la voz de las causas populares (así ha ocurrido en Paraguay con la masacre de Curuguaty, uno de los temas más explotados por las élites a través de sus seccionales culturales, políticas, artísticas, académicas, periodísticas, y uno de los que más catapultaron a sus miembros en cuanto a difusión y prestigio internacional), pero eso solo las beneficia a ellas. Además, qué mejor para un poder central reaccionario que una mafia progre que, jugando a impugnar sus excesos, mitigue conflictos con sucedáneos de disidencia, volviendo más viable lo que dice combatir.

Todos repudian ahora el clientelismo estatal, que ya generaba descontento en unas clases medias crecientemente precarizadas, porque, en la grave crisis sanitaria y social desatada por la pandemia, sus efectos suponen un peligro real de muerte para capas muy amplias de la población dada la insuficiencia del sistema de salud. Todos hablan ahora de «hartazgo». La burguesía (de derecha o «izquierda») subraya, entusiasta, la composición etaria de los manifestantes, mayoritariamente jóvenes, creyendo, en su simplismo, «explicarla» con sus eternos mitos hippies (la energía y rebeldía de la juventud, etcétera). A la burguesía no le repugna el vergonzoso clasismo de consignas como «qué pelada ser colorado», viralizadas por tantos manifestantes en las redes sociales. En Paraguay, es pelada el clientelismo de los pobres –el único que, estrictamente acotado como vimos, puede ser objeto de indignación, estudio, repudio, crítica–, pero el de las clases medias, negado unánimemente, es invisible.

En realidad, esa composición etaria se explica porque el actual «hartazgo» empezó a crecer cuando amplios sectores de jóvenes de clase media que aspiraban a mejorar su estatus socioeconómico o que tenían ya ciertos privilegios de origen descubrieron que no podían mejorar ese estatus o vieron erosionarse esos privilegios –cuando los que esperaban tener más que sus padres, o lo mismo que ellos, perdieron movilidad social ascendente o se toparon con que, dentro de todo, a sus padres les había ido mejor–.

Ese no es el hartazgo de los pobres. Las clases medias que protestan ahora no protestan por los pobres, sino porque no quieren engrosar sus filas –hoy, cuando de pronto la posibilidad de compartir su feo destino ya no parece tan remota–. No protestan por ellos, por los más marginados y explotados, sino porque no quieren ser parte de ellos. Mientras este mismo sistema privó de atención médica y salud a los más pobres, las clases medias no protestaron como ahora. No hubo hashtags en Twitter para incendiar nada mientras los que no podían ir al médico y morían cada día –como es normal desde hace décadas– eran los que venden chicle en los semáforos, los limpiavidrios, las yuyeras, los barrenderos, los colectiveros, las quinieleras, los mecánicos, las empleadas domésticas, los que reponen mercaderías en los supermercados, las trabajadoras sexuales, los cocineros del mercadito, los albañiles, los canillitas, los vidrieros, los que cargan bultos en el abasto, los crackeros de la Chaca.

El hartazgo de ahora no es el hartazgo de los pobres, porque el hartazgo de los pobres no es de ahora. El hartazgo de los jóvenes no es el hartazgo de los pobres, porque el hartazgo de los pobres no es de jóvenes ni de viejos: el hartazgo de los pobres es de pobres. El hartazgo de los pobres no ha aparecido recién para mostrar «un nuevo camino» o «que sí se puede». No es un hartazgo de seres despiertos «porque no crecieron bajo el estronismo y no fueron amansados por él» (como dice, sobre los manifestantes jóvenes, la burguesía, que solo se ve a sí misma y nada sabe, por eso, del hartazgo de los pobres). El hartazgo de los pobres nunca es «generacional». El hartazgo de los pobres es viejísimo, solo que nadie lo escucha, porque a ese tipo de hartazgo nadie le presta atención.

Notas

(1) Milda Rivarola: «Estado patrimonial y clientelismo» (http://corredordelasideas.org/wp-content/uploads/2020/05/MILDAPOLITICA-Estado-patrimonial-clientelista-MILDA-RIVAROLA-2008.pdf).

(2) Partido Fuerza Común: «La ANR es el principal enemigo del Paraguay y su pueblo», 20 de marzo del 2021.

(3) Rivarola, op. cit.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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